Dedicatoria

Señor D. Belisario Otamendi
Estimado amigo:

Cometería un acto de insolente modestia si no consignara aquí que usted escuchó la lectura de este juguete policial con toda la atención que corresponde á una persona bien educada, y que me felicitó con las expresiones de la mayor cordialidad en el momento en que, dejándose llevar el escritor por la lógica inflexible de los sucesos, llama el pesquisante por su nombre á la persona misteriosa que motiva la indagacion.

No olvidaré tampoco sus palabras al terminar la lectura:«No soy juez en materia literaria; pero no obstante, me gusta más La bolsa de huesos que La casa endiablada; policialmente, si fuese yo el autor, terminaría la obra con el capítulo VI. Hasta aquí no tengo pero que ponerle.»—«Amigo mio»—le dije—«usted olvida que soy yo, yo mismo, quien hace la pesquisa»—«Nada... esa persona criminal tiene que ir á manos del Juez de instruccion y luego á las del Juez del crimen.»

He consignado esto porque envuelve para mí el mayor elogio: ¡insistir con enfado el Jefe de la Oficina de pesquisas de la Policía de Buenos Ayres en llevar á la cárcel un fantasma de novela! Nunca soñé un éxito semejante.

Uno de mis mejores amigos, que durante tres años ha desempeñado fuera de aquí las más altas funciones policiales, está de acuerdo con usted en que los capítulos VII y VIII no debieron escribirse. Está furioso conmigo. No hay razon que le convenza.—«Usted es un decadente, un romántico; usted merecería que fuera cierto lo que ha escrito para que lo llevaran á la cárcel, no tanto por la parte que se adjudica en el segundo desenlace, sinó por haber redactado los dos capítulos finales» — «Pero amigo, soy yo, Doctor en Medicina de la Facultad de Buenos Ayres, quien hace la pesquisa; son el derecho y el deber del secreto médico que abren ante mi curiosidad un corazon al que aplico el remedio.» — «Bonito remedio; me quedo con La casa endiablada

He leído tambien la obra á otro amigo que es un excelente médico, altruista sério y poeta galano. —«Qué quiere?»-me ha dicho—«seré mal juez; pero ésta me gusta más que Nelly. Es más humana, más suya, más propia de un médico.»—¿Y los dos capítulos finales?» — «Usted no es empleado de Policía; usted tiene el derecho de no llevar sus personages á la cárcel.»

Pero, ¿cómo habría de llevarlos, si salen del tintero?

Si le citara todas las opiniones, podría usted creer que estoy perplejo. Nada de semejante cosa: respeto mucho las ajenas, y tambien respeto las mías.

Y precisamente por eso, y porque «on m'a loué comme j'aime à l'être, segun exclamó cierto dia Napoleon I, permítame ofrecerle en estas líneas de dedicatoria La bolsa de huesos, con sus dos capitulos finales, y con la idea de que la muerte no es en todos los casos un castigo para el criminal, mientras que puede ser un cielo para la conciencia.

Con un apreton de manos, le saluda afectuosamente

Eduardo Ladislao Holmberg

I.
Las armonías del viento.

Regresaba de un viaje largo y penoso, y en la confusión del primer momento, los abrazos de la familia, las atenciones del equipaje y el estallido de felicidad al encontrarme de pronto en el hogar, sentí renacer muchas alegrías que me vedara la contemplación de las llanuras y montañas, los bosques y los ríos de mi tierra, tan rica y tan hermosa, pero tan absorbente y dominatriz por el influjo de esa misma belleza y que me habría transformado ya en una especie de vagabundo como un beduino, si no hubiera sido por los imanes del corazón y el vértigo avasallador de una ciudad en la que se respira una atmósfera intelectual y necesaria.

Al rumor de los torrentes, reemplazaba el tumulto de los grandes centros urbanos; al aroma de los bosques, el humo de 40 000 cocinas; al poncho el sobretodo; á la montaña de cima nevada el frontispicio corintio; al asador la parrilla, al cuchillo de monte el cubierto, y al rebenque la lapicera.

A las primeras preguntas, responden las promesas de próximas narraciones de lo que no se escribe. La correspondencia está ahí, toda íntegra. Al través de las leguas, el itinerario se ha seguido por el telégrafo y sobre el mapa, y las interrupciones y expectativas que motivó el desierto se compulsarán más tarde con los apuntes de la cartera de viaje.

Procedamos con orden. Coloquemos las colecciones bajo techo, no sea que una lluvia inesperada penetre en los cajones y las dañe. Ya está. Y después de una policía personal tan minuciosa como sea posible, que comienza en la peluquería y continúa en el baño, vamos a la mesa, y demos rienda floja a las curiosidades respectivas.

En la serie de preguntas y respuestas se perfila el deseo de conocer los tesoros recogidos en lejanas comarcas. Los cajones se abren. Al aparecer una mariposa de espléndidas alas, brotan en coro las exclamaciones, y al brillar el plumaje rutilante de un picaflor de fuego, se oyen blasfemias femeninas que lo elogian como adorno del tocado.

Aquí están las piedras; allí los herbarios.

—«No vayan a romper esos frascos!»

—«¿Es esta la víbora de cascabel?»

—«¡Qué linda rana!»

—«¿Qué pescadito es este?»

—«Aquí hay huesos humanos.»

—»¿Y estos cacharros?»

Los amigos y parientes acaban de leer la noticia de la llegada y aumentan la rueda. Los compañeros transfigurados, ya sin barba, y en posesión de sus actitudes urbanas, asisten a la supresión del mantel, pieza que no figuraba en las cenas de los bosques.

Todos hablan, todos preguntan, todos responden, y la animación del cuadro parece no debiera concluir.

Una mano infantil y traviesa levanta un cráneo y lo muestra a los circunstantes. Los competentes se apoderan de él, lo miran, lo examinan, y declaran que pertenece a una raza indígena y sin mezcla.

—«A propósito» — dice Alberto— «tengo algo que te puede ser útil.»

—«¿De qué se trata?

—«En casa de una familia de mi relación, vivía, hace algún tiempo, un estudiante de Medicina, que ha dejado allí una bolsa de huesos, y no saben qué hacer con ella después de haberse retirado él; ¿los quieres?»

—«Mándamelos; no faltará algún estudiante a quien le puedan servir.»

—«Mañana los tendrás aquí.»

—«¿Dónde es la casa?»

—«Calle Tucumán, número tantos.»

—«¿Y estás seguro de que son huesos de estudio?»

—«¡Ya lo creo!»

—«¿Has conocido al estudiante?»

—«Yo no; pero la familia sí.»

—«¿Y no podrían ser huesos con los que tuviera algo que hacer la Policía?»

—«¡No embromes!»

—«No; pero es bueno que te lo avise.»

Hasta este momento, el lector no ha tenido motivo para interesarse con el desordenado prólogo que precede a esta línea, y casi se siente inclinado a abandonar una lectura que, desde el principio, le ha ofrecido un despliegue de asuntos personales, y muy poca materia de curiosidad.

Pero está en un error, y es verosímil que, juzgando con imparcialidad y sano criterio, reconozca en el autor algún motivo para ofrecerle una madeja enredada en vez de una copa transparente y rebozante de capitoso licor.

Si tiene la bondad de acompañarme en lo sucesivo, abrigo la esperanza de que cambiará de opinión y, si me disculpa ciertas referencias a actos propios, quizá llegue a apasionarse, como me sucedió a mí, al adquirir conocimiento de una historia tan extraña como la que voy a referirle. Desde este instante, reconoce con facilidad que las mariposas y los picaflores no tienen ninguna intervención en ella, y que, si alguna vez se nombran, se debe a las exigencias de una ornamentación que no daña, como sucede con ciertos lunares traviesos, junto a ciertas bocas del género confite.

Regresaba, pues, de un viaje.

Al día siguiente recibí una cartita de Alberto en la que me anunciaba el envío de la bolsa de huesos, y como la carta y la bolsa se acompañaban, vinieron ambas a mi poder al mismo tiempo.

Tratándose de huesos humanos, de propiedad de un estudiante, y más aún, en el momento en que organizaba las colecciones y manuscritos de viaje, para entregarme a las tareas de gabinete, poco era el interés que me inspiraban, así es que coloqué la bolsa, sin abrirla, en un rincón del escritorio, y la carta en un cajón de la mesa de escribir.

Durante algunas semanas estudié y escribí con entusiasmo. La mayor parte del material se había distribuido en buenas manos de especialistas, yo determinaba lo que me correspondía en la división del trabajo, y los manuscritos avanzaban.

Algunas veces, a causa de las manipulaciones microscópicas, o por necesidad de cambiar de postura, después de dos o tres horas de estar escribiendo, levantaba la cabeza y veía la bolsa en el rincón; pero lo hacía con indiferencia, y sin que despertara en mí otra cosa que el recuerdo de su origen.

No soy supersticioso; aunque a veces, por dar gusto a los homeópatas, cuando como rabanillos, o alguna otra legumbre que contiene azufre, se despierta en mi cerebro una idealidad extraña que se parece por algo al misticismo, y me salta en la memoria, como una liebre fosforescente, aquella estrofa de Echeverría:

Las armonías del viento
dicen más al pensamiento
que todo cuanto a porfía
la vana filosofía
pretende altiva enseñar.

Nunca he aprendido nada en el rumor del viento; pero la fantasía goza sin duda al modelar imágenes sutiles y graciosas, despertadas por una música tan vaga como intraducible.

De todas maneras, aquel misticismo no tiene nada de hostil.

Si se apodera del ánimo cuando estoy escribiendo, mayor es el placer que experimento al pensar en Castellano, leo en voz alta lo que va naciendo en el papel, y me parece más dulce, se me ocurre que las figuras son más blandas, y que la imaginación se pasea como entre una nube de criaturas etéreas, hadas o silfos, que se bañaran en un ambiente de transparencias irizadas.

Gemía, pues, el viento en la ventana, y su canto gratísimo acompañaba, por decirlo así, la descripción que estaba haciendo de una gruta, en la que sólo debía intervenir la severidad del geólogo, y no los fantaseos de un poeta. Pero no podía escribir con la gravedad que deseaba, y, de tiempo en tiempo, una frase lujosa, involuntaria, descomponía el conjunto de las rocas rígidas. Establecióse una lucha entre las acciones de la razón, de la voluntad y del lirismo, y comprendí que el numen científico me abandonaba.

Solté la pluma y encendí un cigarrillo.

Mientras las nubecillas azuladas jugueteaban en torno mío, cerré los ojos, y escuché «las armonías del viento».

De pronto se dejó oir el grito estridente de una lechuza, tan inesperado como siempre, lo que me obligo a abrir los ojos, y vi, sobre la bolsa de huesos, una imagen fugitiva de lechuza, simple coincidencia, sin duda, de la interposición de una nubecilla de humo, y de la proyección exteriorizada de la forma mental del ave nocturna, evocada repentinamente por el grito.

No podía ser de otro modo, porque, sobre la bolsa, no había tal lechuza.

Quise continuar escribiendo; mas no pude.

No encontraba los giros naturales, ni las palabras propias, y a cada momento miraba la bolsa.

Recogí entonces los papeles, y procuré dejar la mesa tan desocupada cuanto fuera posible, y acercándome al rincón, tomé la bolsa y la desaté, colocando uno por uno los huesos sobre aquella. Cuando ya no quedó ninguno, les di sus relaciones naturales, y empecé a examinarlos metódicamente.

Era el esqueleto de un hombre joven, como de 23 a 24 años, de estructura fina, de 1.75 próximamente de alto, sano, dientes magníficos, cráneo armónico, y en el que un frenólogo habría reconocido, además de las exteriorizaciones óseas de una inteligencia equilibrada y superior, las eminencias de la veneración, de la benevolencia, de la destructividad y de la prudencia.

No puedo decir de un esqueleto humano lo que dije del rumor del viento, porque me ha enseñado mucho, y, los mejor dotados, han aprendido más; tengo la convicción de que otros han aprendido menos, y algunos.... nada.

El único hueso que le faltaba era la cuarta costilla izquierda, una de las que quedan frente al corazón, —y esta circunstancia trivial me hizo pensar en muchas cosas que no tenían de razonables sino las vaguedades inaccesibles de la posibilidad.

Durante un momento me crucé de brazos, y al pensar en los antecedentes que me revelaba un examen ligero, se me ocurrió lo que podría haber sido aquel pobre joven, fino e inteligente, muerto en la flor de la vida, y que, por los azares inextricables de la fatalidad, había dejado su esqueleto para estudio, él que, por la complexión de su cráneo, parecía destinado a brillar en el mundo intelectual.

No soy supersticioso, ni completamente egoísta.

Sentí algo bien definido como una aflicción, pensando en muchas cosas, sobre todo en la injusticia de la suerte, que mata un cráneo tan hermoso, y probablemente tan lleno de cerebro superior, y deja vivos tantos cráneos huecos.

Y al pensar así, observé de pronto que la música del viento volvía a entrar por la ventana y a penetrar por la puerta los rayos alegres de un sol de Invierno.

Capítulo II
El frenólogo

Jamás había pensado que un esqueleto pudiera tener tanta influencia en mi carácter, siquiera fuese por algún tiempo. Pero la sombra de aquel joven me perseguía, como si yo hubiera tenido alguna parte en su triste suerte, y no sólo me asaltaban dolorosas reflexiones cuando me encontraba en el escritorio, cerca de sus huesos, sino también fuera de allí, y aún durante los sueños.

En el curso de mis estudios me fue necesario consultar cierta obra de que carecía. Faltaba también en la Biblioteca Pública, en el Museo, y en los gabinetes de las Facultades, y sólo una casualidad me permitió revisarla. Un joven médico, amigo mío, la citó en cierto artículo que publicó en un diario, y ésto me hizo pensar que él la tendría. Inmediatamente fui a visitarle, y al poner mi tarjeta en manos de una criada que salió a recibirme, ella me dijo que el Doctor saldría dentro de un momento; que entrase en su gabinete y le esperara.

Así lo hice.

Apenas hube colocado el sombrero en una percha, me entretuve en revisar los estantes, y como mi amigo era metódico y todos sus libros se hallaban clasificados por materias, no me fue difícil encontrar el que deseaba.

Pero el armario estaba con llave.

Entonces empecé a pasearme por el salón, mirando las figuras de la alfombra, lo cual es un entretenimiento que impide al que espera impacientarse contra la persona esperada y ocuparse de sus defectos antes que de sus virtudes.

En uno de esos movimientos de vaivén, levanté la mirada y observé un escaparate de cristal, en el que había un esqueleto. Miré maquinalmente primero, como miramos siempre los médicos tales conjuntos, y de pronto quedé perplejo. Me pareció que aquel esqueleto era el mío, es decir, el que yo había dejado en la bolsa, en un rincón del escritorio. Era de hombre joven y habría jurado que de unos 24 años, tenía dientes magníficos y una cabeza inteligente y armónica, en la que resaltaban los caracteres frenológicos del cráneo ya conocido. Esto podría haber pasado inadvertido, porque en aquel momento la preocupación mayor era la de la obra por consultar; pero una circunstancia curiosa vino a sacudir en alto grado mis recuerdos y preocupaciones anteriores y fue la de haber observado que la cuarta costilla izquierda no le correspondía en el sentido individual, aunque sí en el anatómico. Esa costilla era más oscura, no había sido suficientemente blanqueada y la curva externa era un poco mayor.

En ese momento, entró mi amigo en el estudio.

—«No deja de ser un milagro el verte por aquí,»— dijo extendiendo la mano con franqueza.

—«Los milagros están de moda».

—«¿Cómo te va?»

—«Ya lo ves.»

—«Y ¿qué andas haciendo?»

—«En tu último artículo has citado tal obra, y acabo de ver, en uno de los estantes aquellos, que la tienes. Necesito consultarla».

—«¿Quieres que te la mande a tu casa?»

—«No, la consultaré aquí...»

El joven Doctor abrió el armario y sacó el libro.

Un instante después, quedaba satisfecho.

—«Bueno, mil gracias. Ahora, pasemos a otra cosa. ¿Tienes disponible media hora?»

—«Y más, si quieres.»

—«No; basta con media hora.»

—«Siéntate, pues»

Tomamos asiento.

—«¿Quieres decirme»,—le pregunté—«cómo has conseguido ese esqueleto?»

—«Hombre, del modo más sencillo. Tú sabes que rara vez un médico conserva los huesos en que estudió sus primeros años, porque siempre hay estudiantes que los necesitan, ola humana que perpetuamente se renueva, y que, al regresar satisfecha de su incursión, sólo conserva el disgusto de no llevar un etmóidues, porque este hueso se inventó para ser robado. Cuando me doctoré, me pareció que un esqueleto haría un papel distinguido en mi gabinete, y pensaba mandar traer uno de Europa; pero el tiempo fue pasando y al fin me habitué a su falta. Hace algunos meses vino a verme un amigo que estaba enfermo. Después de examinarlo y recetarle me ofreció un esqueleto.—'Y ¿de dónde puedes sacar uno tú?'—le pregunté. —'Casualmente'—dijo—'una familia de mi relación tiene uno en su casa, donde lo dejó olvidado un estudiante de Medicina. Ignoran su paradero actual y tendrían un gran placer en verse libres de tales huesos'.—'Mándamelo,. Algunas horas después, el esqueleto desarmado estaba en mi poder, y aunque he empleado mucho tiempo en ello, me he entretenido en armarlo yo mismo.»

—«¿Y la cuarta costilla izquierda?»

—«Le faltaba, y pedí una a un estudiante.»

—«Perfectamente. Has de saber que yo tengo uno, tan igual a ese, que, en el primer momento, pensé fuera el mismo. También carece de la cuarta costilla.»

—«Es singular; mas no veo en ello nada de maravilloso.»

—«Tampoco yo; pero.....tú no has estudiado los

caracteres individuales de ese esqueleto, porque, si lo hubieras hecho, habrías encontrado lo mismo que yo. Un cráneo como ese no es lo más vulgar sobre hombros humanos.»

—«Te prevengo que mi ignorancia en materia frenológica.....»

—«Corre parejas con la mía.»

—«No te lo quiero decir, porque tú eres un original y capaz de haber estudiado la ciencia de Gall y de Spurzheim.»

—«Puedes decir lo que quieras; pero he sido testigo de tales cosas, en lo que a esto se refiere, que me atrevo a sostener que nuestra ciencia médica, representada por sus dignos sacerdotes, comete más errores en el diagnóstico o en el tratamiento, que un amigo mío a quien jamás le he visto cometer, como frenólogo, una sola equivocación.»

—«Nuestras facultades han rechazado siempre la Frenología.»

—«Ni tú, ni yo, estamos llamados a modificar sus decisiones, porque, sin darles la razón, nos han dominado con su indolencia al respecto.»

—«¿De modo que piensas que en ella hay algo?»

—«Lo bastante para abrigar la convicción de que somos unos ignorantes en esa cuerda.»

—«¿Necesitas este esqueleto?»

—«No; a tí es a quien necesito; pero no ahora, sino cuando llegue el momento.»

Mi amigo frunció el entrecejo y me miró con cierto aire escudriñador; el mismo que yo empleo cuando tengo la sospecha de que mi cliente está loco.

—«No gastes tus miradas»—le dije—«porque llegará un momento en que te harán mucha falta para averiguar y aprender lo que ni tú ni yo sabemos en este momento.»

—«No me hables en ese tono misterioso. Dime más ben lo que piensas.»

—«Señor Doctor, nadie debe ser más discreto que un médico. Disculpe su Señoría la advertencia y otra vez no me mire de ese modo.»

—«¿Te has ofendido?»

—«No, porque te conozco, y sé que eres tan curioso como yo. Lo único que te pido es que no hables una palabra de lo que hemos conversado.»

—«Pero me dejas en ayunas.»

—«Si te dijera algo más, quedarías autorizado para sospechar de la integridad de mis facultades.»

—«Lucido voy a estar ahora.»

—«Ten paciencia. Antes de una semana volveré a visitarte, y entonces te podré comunicar lo que me preocupa.»

—«Adios compañero.»

—«¡Ah! olvidaba algo. Hazme el servicio de decir a tu criada que si vengo a estudiar ese esqueleto abra el escaparate; si no hay inconveniente.»

—«Absolutamente ninguno.»

—«Gracias; hasta pronto, ¿eh?»

Y después de estrechamos afectuosamente la mano, me retiré, dejando al Doctor Pineal en la puerta de su estudio, pensativo, cejijunto y curioso.

No podía más.

Aquella coincidencia, tan trivial aparentemente, había incendiado mi cerebro con la fiebre de la pesquisa, y lo que más me molestaba era mi ignorancia en un arte tan difícil para el que no tiene el numen, ni la escuela especial, ni la obligación. ¿En qué laberinto iba a sumergir mis facultades? ¿Podía acaso contenerlas? Si ellas querían averiguar algo, si tenían la inspiración de dirigirse por sendas desconocidas ¿por qué habría de contrariarlas, provocando en ellas un tumulto? En vez del numen, tendrían la voluntad a su servicio; en reemplazo de la escuela, el criterio que pondera los hechos; en lugar de la obligación, la curiosidad insaciable y la prudencia. Con estos elementos podría no comprometer ni a mi capricho ni a ninguna persona, evitando, en cuanto fuera posible, que la Policía interviniera en estas averiguaciones guiadas por el buen sentido y las espontaneidades de la inducción y deducción, ya que no por la competencia.

Corrí a mi casa y escribí una tarjeta:

Sr. D. Manuel de Oliveira Cézar. Si está desocupado véngase inmediatamente con la persona que le entregará esta tarjeta. Se trata de algo muy interesante que no puede menos de poner en juego su sagacidad y habilidades.»

Media hora más tarde, Manuel penetraba en ml escritorio, cuyas puertas cerré.

—«Aquí tiene usted,»—le dije, después de saludarlo cordialmente,—«un esqueleto. Se trata de un joven de 24 años próximamente. Necesito que usted me estudie este cráneo.»

Diez minutos después de examinarlo, me dijo:

—«Aquí veo la destructividad y el espíritu analítico muy desarrollados; la prudencia, la veneración.....»

—«No me diga parte por parte lo que encuentra. Lo que yo necesito es que me exprese de una manera categórica y terminante de quién era ese cráneo.»

—«Este cráneo era de un estudiante de Medicina o de un médico de vocación.»

—«Muy bien; vamos a ver otro.»

El frenólogo quiso darme algunas explicaciones.

—«Es inútil»—le observé—«serán observaciones perdidas, porque, en este momento, no debo distraer con ellas los rumbos de mis facultades.»

Tomamos un carruaje, y dimos al cochero la dirección del Doctor Pineal.

Algunos minutos después tocábamos un timbre eléctrico.

—«El Doctor ha salido; pero ya vuelve—«dijo la criada.

—«¿No dejó nada dicho?»

—«Sí, señor; que si usted venía, le hiciera entrar.»

—«¿Nada más?»

—«Que abriera el armario del esqueleto.»

—«Vamos, pues.»

El armario fue abierto, y la cabeza separada.

Manuel la tomó, y, después de examinarla, me miró con sorpresa.

—«¿Que es esto?»—dijo.

—«No sé; si supiera no se lo preguntaría.»

Y mirándome por encima de los anteojos:

—«¿Usted no sabe?»

—«No.»

—«Pues hombre, este cráneo parece que fuera hermano del otro.»

—«No sé. Puede ser que así como hay familias que sirven de modelos a los artistas, haya alguna que sirva para dejar esqueletos a los médicos.»

—«¡No embrome! Usted ha encontrado alguna semejanza, cuando me ha traído para estudiar este también. ¿En qué averiguación andará metido?

—«¡Hah! amigo; ahí está el busilis; pero ¿qué es en definitiva?»

—«El cráneo de un estudiante de Medicina o de un médico por vocación.»

—«Perfectamente. Ahora, vamos a otra parte. Pero, como tengo que poner a usted en antecedentes para que me ayude con inspiración, le recomiendo que observe esta costilla.»

—«No le pertenece. Es..... ¿la cuarta izquierda.....?»

—«Muy bien. Desde este momento, si usted se asombra de algo, o manifiesta de algún modo indiscreto su sorpresa, no le confiaré ni una palabra.»

Di unas palmadas, y llamé a la criada. Cuando vino, la dije:—«Dígale al doctor que le doy las gracias.»

—«Así se hará, señor.»

—«Adios, eh?»

—«Ustedes lo pasen bien.»

Al subir otra vez en el carruaje, dije al cochero:

—«Calle Tucumán, número tantos.»

Cuando el coche paró en la dirección señalada, echamos pié a tierra junto a una casa de aspecto decente. El zaguán tenía puerta vidriera, y en el patio había tinas y macetas con plantas: camelias, jazmines, rosales, una cicas, filodendros, azaleas; en los fierros del aljibe y en las paredes unas coronas de claveles del aire. En la pieza que daba a la calle sonaba un piano bajo la presión de dedos juveniles y femeninos. Llamamos.

Salió a recibirnos una niña de 14 años más o menos.

—«Muy buenos días, señorita.»

—«Para servir a ustedes.»

—«¿Vive aquí el Señor Equis?»

—«Sí, señor; pasen ustedes adelante; voy a llamarlo.»

—«¿Quiere usted entregarle esta tarjeta?»

—«Muy bien.»

Y se alejó corriendo.

A los pocos minutos penetró en la sala un caballero como de cincuenta años, de estatura mediana y aspecto grave.

Después de los saludos de estilo, nos invitó a sentarnos.

Y anticipándome a sus preguntas.

—«Señor,»—le dije—«esta visita es lo más curiosa que usted se puede imaginar.»

—«En efecto; no se me ocurre a qué la debo. Sin embargo, sea cual fuere el motivo, para mí es una satisfacción.»

—«Mil gracias. Si no le es inoportuna por el tiempo, y si nos puede conceder media hora. le quedaré muy grato.»

—«Todo el tiempo que usted quiera.»

—«Gracias, señor. A pesar de su amabilidad, me veré obligado a suspenderla, si el envio de mi tarjeta no representa más que una banalidad social.»

—«No, doctor; usted no es para mí un desconocido. Soy uno de sus lectores más asiduos. Sus primeros escritos me causaron sorpresa, la que fue mayor cuando le vi por vez primera, porque pensaba que usted era alto, rubio, delgado, de ojos azules y anteojos, de un tipo así por el estilo de Carlos Antonio Scotti, nuestro común amigo, y por el cual, con la recomendación, pude leer su trabajo sobre La bota fuerte y el chiripá como factores de progreso.»

—«Scotti es un excelente amigo.»

—«Y ese trabajo despertó en mí una gran simpatía. Su última disertación Sobre la mentalidad del Cangrejo es suya desde la primera línea hasta la última; pero, en el Capítulo final, El Cangrejo en administración y en política.....ja!, ja!, ja!.»

—«Pasatiempos. Señor»

—«Bonitos pasatiempos, los suyos. No quisiera yo figurar entre sus cangrejos.»

—«Me complace mucho lo que usted me dice, porque siempre había pensado que mi cuerda era la sentimental.»

—»Esa es otra pour la galérie.»

—«Sí, señor; créame. Por eso me dan la figura que usted ha descrito.»

—«Lo pensaré.»

—«De todos modos, sus afirmaciones me garanten lo que deseaba saber, y me autorizan a pensar que puedo hablarle con toda confianza.»

—«Con la más absoluta confianza.»

Capítulo III
El retrato

—«Hace algún tiempo, vivió aquí un estudiante de Medicina, el cual dejó olvidada una bolsa de huesos.»

—«Es verdad, y Alberto me los pidió para usted, con lo cual nos prestó un gran servicio, porque no sabíamos qué hacer con ellos.»

—«¿Y el estudiante?»

—«No he vuelto a saber de él.»

—«Bien, señor. Tenga ahora la bondad de prepararse a escucharme con paciencia, y no tome a mal que le ruegue no me interrumpa, precisamente para que usted vislumbre, en presencia del conjunto, lo que yo no me atrevo a formular todavía.»

Le referí entonces lo que el lector ya sabe. Cuando hube terminado, me miró con asombro y dijo:

—«Pero yo no vislumbro sino que usted sospecha algo así como un crimen misterioso!.»

—«Ahí está precisamente el error que yo temía. Aún no veo nada, y si usted se anticipa de ese modo, me va a hacer prejuzgar.»

—«Pero esto me extraña mucho. ¿Usted metido en esta clase de averiguaciones?»

—«Y ¿por qué no? ¿No le parece que, para usted, por el momento, es infinitamente mejor que sea y no la Policía quien ande en ellas?»

—«Pero, para mí, es absolutamente lo mismo.»

—«No lo pongo en duda.»

—«Y esto ¿tiene alguna proyección policial?»

—«¿Proyección policial? ¿Qué tiene que ver la Policía con las novelas que yo escribo?»

—«Pero,.....no comprendo.»

—«Justamente; porque usted cree que es una pesquisa, y no es más que una novela.»

—«¿Y los datos recogidos?»

—«Son los que dan verdad a la cosa. Si llego a un desenlace, la publico; si no, la dejo apolillar o la quemo.»

—«¿Y a esto llama usted sentimentalismo?»— preguntó.

—«Sí, toda vez que usted no insista en que es policial.»

—«Pero, en todo caso, yo siempre podré probar, con más de cien testigos, que los huesos que usted recibió eran de un estudiante, en cuya mesa de trabajo los han visto casi todos los días.»

—«Pero, señor ¿quién lo duda?»

—«Es que todo lo que usted ha referido me ha dejado un poco nervioso, y, si hubiera sido de noche, me habría levantado para ver si las puertas estaban bien cerradas, saltando al menor ruido»

—«Usted elogia demasiado mi tarea, señor.... y sus nervios.»

—«Es porque estoy perplejo, y no sé si en este momento me envuelve usted con la realidad o con la ficción.»

—«En parte depende de usted el que le trate de una o de otra cosa.»

—«¿Cómo, de mí?

—«Naturalmente; usted lo vera después. ¿Tiene algún retrato del estudiante que dejó aquí los huesos?»

—«No; pero, si viese alguno, le diría en el acto si era o no.»

—«¿Qué tipo tenía?»

—«Muy extraño. Era un joven como de veinte a veintidós años, fino, delgado, muy lindo, de gran delicadeza en sus modales y costumbres; vestía correctamente, usaba pantalón ancho y bota de charol; pié diminuto, andar resuelto y seco; su color era pálido, apenas trigueño; tenía un bigotito que continuamente se acariciaba con la palma de los dedos de la mano izquierda.»

—«¿Y los ojos?»

—«Nunca se los pude ver, porque gastaba unos anteojos muy grandes y oscuros.. Lo que no se le borraba jamás era un ceño que parecía esculpido en su frente.»

—«Y ¿cómo vino a su casa?»

—«Por recomendación de un estudiante amigo nuestro. fue en una época en que mis asuntos anduvieron mal, y nos vimos obligados a alquilar piezas amuebladas. Pero eso duró poco, y no tuvimos más pensionista que él.»

—«Y ¿dónde está el que lo recomendó?»

—«No sé.»

—«Pero .... usted me dijo que era un amigo.»

El señor Equis me miró con fijeza, apoyó el antebrazo derecho en una mesita que tenía a su lado, y el puño izquierdo en la cadera, apretó los labios, y, balanceando luego la cabeza de adelante a atrás, me dijo con voz sorda, y bajando las cejas:

—«Usted me horroriza con su novela.»

—«Pero usted se va interesando.»

De pronto se puso de pié, salió a la puerta que daba al patio, y golpeó las manos.

—«Llamaste, papá?»-preguntó la chicuela desde adentro.

—«Dile a tu madre que venga un momento.»

La señora Equis entró dos minutos después.

Mediaron las presentaciones, y nos volvimos a sentar, cuando la Señora lo hubo hecho.

—«Dime, Julia, ¿qué noticias ha habido de Mariano?"

—«¿No decían que se había ido a Europa?»

—«Sí; pero de esto hace más de un año.»

—«Yo no he sabido nada.»

—«¿Y la familia?»

—«Está en Montevideo.»

—«Y ¿no te ha escrito?»

—«Tú sabes que mi relación con ella es muy limitada, y a Mariano lo conocí cuando me lo presentaste.»

—«Averíguame un poco .... mira ¿porqué no escribes ahora mismo? Procura conseguirme noticias de Mariano.»

—«¿Nada más?

—«Nada más.»

—«Entonces, caballeros, con permiso de ustedes....»

—«Señora....»

La señora se retiró.

—«Antonio vino a esta casa en el mes de Mayo,»—dijo el Señor Equis.

—«¿Antonio, se llamaba?»

—«Sí; y a Mariano no he vuelto a verlo desde principios del siguiente Junio.»

—«¿Que carácter tenía el joven Mariano?»— preguntó Manuel.

—«El mismo que usted descubrió en esos dos cráneos que ha estudiado. ¡Esto parece horrible!»— dijo Equis.

—«Señor: usted se anticipa demasiado. Cuando la familia conteste, podrá pensar cualquier cosa; pero antes no, si me permite que se lo haga notar.»

—«Me parece que esta novela..... de todos modos, usted me hará conocer el desenlace ¿no es verdad?»

—«Sí, señor; si usted me hace una promesa.»

—«¿Cual?»

—«No intervenir en este asunto sino cuando le indique el momento.»

—«Se lo prometo.»

—«¿Cómo era el apellido de Antonio?»

—«Antonio Lapas.»

—«Y, ¿qué vida hacía?»

—«Muy simple. En Invierno salía todas las mañanas, envuelto en una capa, e iba al Hospital, según pensábamos. En Primavera y Verano se lo pasaba leyendo o estudiando. Muy rara vez comía con nosotros. Era de una frugalidad extrema, y muy de tarde en tarde fumaba un cigarrillo.»

—«¿Nos permitiría, Señor Equis, visitar el aposento que habitó el joven Antonio?»

—«Sin el menor inconveniente.»

En el segundo patio vimos una pieza aislada, no muy grande. En un rincón una cama, una mesa de noche al lado, una de escribir en medio del aposento, un lavatorio con los útiles complementarios, un ropero junto a una pared sin aberturas.

—«¿Ha habitado alguien este aposento después?»

—«Nadie, como que no hubo necesidad.»

En aquel cuarto se sentía un perfume extraño, una reminiscencia de perfume; algo sutil, como fantasma de una delicia, un perfume aristocrático, más tenue que un rayo de luna, y muy chocante al imaginarse uno a Antonio Lapas impregnado de él dentro de su aureola misteriosa.

—«¿Se puede abrir este armario, Señor Equis?»

—«Cómo no?» Y lo abrió.

El perfume estaba mejor, encerrado allí; pero sólo menos tenue.

—«¿Y este olor?»

—«Es de un agua que Antonio usaba; pero, al pasar a su lado, no se le sentía más, ni mejor que ahora. Nunca pudimos saber cómo la obtenía, ni lo que era, y aseguraba solamente que las sustancias de que se fabricaba venían del Perú, según le había dicho la persona que le regalara un frasco.»

—«Dígame, Manuel, ¿porqué no procura hacer un retrato con los antecedentes que nos ha suministrado el Señor Equis y los que sin duda podría agregar?»

—«Veremos. Ahora, cuando pasemos a la sala, voy a hacer un croquis.»

En efecto, así se hizo. Primeramente trazó unas líneas blandas de contorno, dentro de las cuales perfiló poco a poco los rasgos indecisos de una cara nunca vista, y provocando luego los relieves con medias tintas esfumadas de lápiz, presentó su dibujo al Señor Equis.

—«No,»—dijo este,—«había más blandura; más fina la nariz; la oreja más pequeña, y la boca tenía suavidades de mujer; el bigotito era más corto.»

El artista hizo las correcciones indicadas.

—«Por ahí, por ahí»—dijo el Señor Equis.

—«Pero estos rasgos....!» observó Manuel, retocando la curva de la frente.

—«No lo sé, caballero; pero Antonio tenía algo de esto. Permítame.»

Y volviendo a asomarse al patio, llamó a la señora.

—«Díme, Julia ¿le encuentras algo?»

—«Mucho; esta parte de aquí, bajo la oreja, era más delicada, sin embargo, y el bigote ¿no recuerdas? parecía que le entraba en la boca por los ángulos. Esta parte, entre la frente y la sien, no era tan marcada... así... eso es. La ceja muy fina; pero los anteojos más grandes... de ese modo. No... no... esa parte está muy bien. Vamos a ver si Julita lo conoce.»

—«Sí, ... pero ... los niños... podrían reconocerlo por los anteojos.»

—«Ave María! qué ocurrencia! no era tan chica la última vez que lo vio.»

Y llamando a la niña, le dijo:

—«Ven un momento, mira... ¿de quién es este retrato?»

El artista le tapó los anteojos con una banda de papel, por si acaso.

—«Este es Antonio!»

—«¿No le decía, señor? sáquele la venda ahora.»

Hecho esto, la niña exclamó:

—«Es él, es él mismo!»

Entonces me puse de pié, invitando a mi compañero a retirarnos.

—«Voy a hacer otro con colores»—dijo.

—«Pero no vaya a alterar este. Una vez que así le reconocen, es suficiente.»

—«No hay cuidado»

En seguida nos despedimos de la familia Equis, con todas las cortesías que la urbanidad exige, y con todas las expresiones de agradecimiento por los datos tan interesantes que se nos habían suministrado.

Al poner el pié en el estribo del carruaje, dije al cochero:

—«A la Facultad de Medicina!»

Mientras el vehículo rodaba, mi compañero estaba inquieto. No sabía qué hacer. Le parecía tan extraño todo aquello, que no se animaba a romper el fuego de la conversación. Pero no pudo contenerse mucho, y al fin estalló.

—«Me parece que usted va preocupado»—me dijo,—«y mira a uno y otro lado de la calle como si buscara algo que no es la Facultad.»

—«Tiene razón amigo; voy muy preocupado; pero no se aflija, porque inmediatamente que encuentre un taller fotográfico se me pasará.»

—«y ¿para qué quiere taller fotográfico?»

—«Porque me estoy acordando del retrato de una linda sobrina suya, que usted retrató idéntica de amazona, y que, a fuerza de retocarlo, concluyó por darle la fisonomía de Velez Sarsfield.

—«Váyase al Infierno con sus retoques.»

—«No; eso no; si alguien lo merece es usted, porque usted es el pintor de las inspiraciones; pero creo que ya no pule.»

—«¿Cómo, que no pule?

—«Digo mal, pule demasiado, porque nunca está contento y sale de su cuerda. En estos casos de evocaciones de un tipo desconocido, la media tinta, mi amigo, nada más que la media tinta.»

—«Bonita recomendación la que me hace.»

—«¿Y qué? ¿No le basta ser maestro en medias tintas?»

—«Páre, cochero.»

Allí estaba el taller.

Al poner el pié en el umbral, mi compañero, echando la cabeza atrás, y mirándome por el través del medio mismo de los anteojos que llevaba cerca de la punta de la nariz, me tomó del brazo, y me dijo:

—«¿Y si después de sus elogios no le diera yo el retrato?»

—«Tendría muchos medios para hacérselo entregar.»

—«A ver uno?»

—«Complicarlo en esta novela, obligándole, por lo menos, a declarar todo lo que ha visto ú oído desde que le mandé la tarjeta.»

—«Usted no haría semejante cosa.»

—«¿Por qué? Una vez en plena investigación, las consideraciones se enfrian, y amanece en el espíritu una especie de crueldad serena, que es como la justicia personificada.»

—«A ver otro?»

—«Hacer yo un nuevo retrato, ya que he visto el suyo.»

—«Me rindo; aquí está.»

El fotógrafo atendió nuestro deseo, y nos preparó una tarjeta del tamaño de las comunes. Una vez hecha, se adquirió el negativo, que fue inmediatamente inutilizado.

Y en marcha.

—«¿A que no se acuerda de una cosa?»— pregunté a Manuel.

—«No sé a lo que se refiere.»

—«¿Qué hora es?»

—«Las dos y media.»

—«Y no hemos almorzado.»

—«¡Diantre! tiene razón.»

—«Y ahora vamos a almorzar en la Facultad.»

—«¿En la Facultad?»

—«Dentro de dos minutos.»

—«Y ¿por qué?»

—«Porque allí tienen unos pastelitos de hojaldre muy jugosos y muy nutritivos; ahora lo verá.»

—«¡Pero hombre! parece increíble! ¡las dos y media!»

Nos apeamos en la Facultad.

—«¿Está el Secretario?»

—«Sí, señor; pase adelante.»

—«¿A qué se debe esta visita?»-nos preguntó el Secretario, después de los saludos y de tomar asiento.

—«A pedirle un dato. ¿Quiere usted decirme si ha figurado en los cursos de estos tres últimos años un estudiante cuyo nombre es Antonio Lapas?»

—«¿Qué Lapas, ni qué camarones?! Acaba de estar aquí el Doctor Pineal, y me ha preguntado lo mismo. No sólo le dije que no conocía tal nombre, sino que me hizo revisar todos los libros.»

—«¿El Doctor Pineal ha estado aquí con ese objeto?»

—«Como usted lo oye, mi querido doctor.»

—«Pues bien, mi querido Secretario: el Doctor Pineal sabe lo que hace. Y ¿para qué preguntó tal cosa?»

—«¿Qué sé yo? Me contó una historia de un estudiante Lapas, del cual pedía datos la familia que está fuera del país.»

—«¿Eso dijo el Doctor Pineal?»

—«Eso mismo.»

—«Pues entonces, Señor amigo y colega, el Doctor Pineal es un hombre prevenido y que sabe tomar el rumbo. Eso mismo me trae a mí también.»

—«Siendo así, ya sabe lo que hay.»

—«Ah! no! eso no. Yo no puedo firmar una carta con datos que se me han dado, sino con datos recogidos por mí.»

—«¿Y no es suficiente el que le doy?»

—«Ese es uno; pero yo quiero más.»

—«Y ¿qué otro puedo darle?»

Saqué la cartera, y escribí en una hoja en blanco:

1° El Señor Secretario de la Facultad de Medicina no conoce al estudiante Lapas

2° El señor secretario afirma que en los libros de la Facultad no existe tal nombre.

3° He revisado también los libros, y no figura en ellos.

—«Ahora bien: usted comprende, Señor Secretario, que, para enviar estas tres afirmaciones, necesario es que usted me permita revisar los libros.»

—«Eso sí. Si quiere revisarlos, ahora mismo; y si los quiere desde la época en que usted era estudiante, también.»

—«Perfectamente; al fin todo se reduce a leer unos cuantos cientos de nombres.»

—«Aquí están.»

Manuel se había cruzado de brazos, y me miraba con cierto aire de misterio.

Revisé los libros. El nombre de Antonio Lapas no figuraba en ellos. Antonio Lapas no era, ni había sido, pues, estudiante de Medicina en la Facultad de Buenos Aires, y, por lo tanto, Antonio Lapas era un nombre supuesto, si es que era, o el joven Lapas no era tal estudiante, y sí un impostor.

Llevé la mano al bolsillo y saqué la cartera. La abrí, y tomando la tarjeta fotográfica se la hice ver al Secretario.

—«No conozco esta cara.»

—«¿Está usted completamente seguro de ello?»

—«Completamente.»

Entonces escribí:

4° El Señor Secretario no conoce, por el retrato, a Antonio Lapas.

—«¿Querría usted hacer llamar al portero?»

—«Ahora mismo.»

Cuando el portero penetró en el despacho, le hicimos ver la tarjeta.

—«¿Conoce usted algun estudiante de este tipo?»

—«No, señor; ninguno.»

Y escribí:

5° El portero de la Facultad tampoco lo conoce.

Y dirigiéndome a Manuel:

—«No!e dije, compañero, que aquí se almorzaban unos pastelitos de hojaldre muy jugosos y nutritivos? ¿Qué le parecen estos libros?»

—«Demasiado jugosos. Lo que me extraña es la venida del Doctor Pineal.»

—«A mí no, porque probablemente la familia le ha de haber escrito a él también. Pero usted no ha visto una cosa que acabo de encontrar aquí: el nombre de Mariano N. en las listas del año pasado. Dígame, señor Secretario ¿no preguntó el Doctor Pineal por este estudiante Mariano N.?»

—«No; preguntó solamente por Nicanor B.»

Sentí como frío en la espalda, lo que atribuí a la circunstancia de encontrarme en ayunas.

—«No he visto esos nombres en las listas de este año.»

—«El de Mariano N. no figura en las de este, y el de Nicanor B. ya no figura en las del año pasado.»

—«¿Se han recibido?»

—«No; el último dejó en tercer año, y el otro en cuarto.»

—«Y ¿qué clase de estudiantes eran?

—«Dos notabilidades; casualmente los he tratado. Nicanor B. era un insigne calculista y Mariano N. un músico distinguidísimo.»

—«¡Es cierto!»—dijo Manuel.

—«¿Los conoció usted, señor?»—preguntó el Secretario.

—«No. señor;»—contestó turbado—«pero he oído hablar de ellos.»

—«¿Y desde el punto de vista médico?»— pregunté.

—«La vocación personificada.»

—«¿Porqué abandonaron los estudios?»

—«No sabemos nada; y, lo que es peor, han desaparecido.»

—«¡Desaparecido! ¿y es posible que dos estudiantes de Medicina desaparezcan, especialmente dos tan distinguidos?

—«¡Si fueran esos los únicos!»

Allí nos detuvimos.

Una pregunta más, y la novela perdía su carácter de tal.

Capítulo IV
La fiebre investigatriz

El coche volvió a andar.

Mi compañero sonreía y se ponía serio alternativamente.

El sentimiento de haber cometido una chambonada le tenía inquieto.

Para que aquella no se repitiese, resolví que la herida se refrescara, así es que le hice la breve alocución siguiente:

—«Dígame una cosa: si esta novela fuese leída en el Departamento de Policía, en presencia, por ejemplo, de mis amigos Otamendi y Udabe ¿qué dirían ellos cuando llegáramos a un '¡Es cierto!' emitido por algún frenólogo, y en presencia nada menos que del Secretario de la Facultad de Medicina, en el momento en que se hablaba de dos estudiantes desaparecidos?»

—«Pero es que no he podido contenerme, porque es cierto que uno de los cráneos revela el calculista y el otro el músico.»

—«¿Y ese es el modo cómo usted quiere interesar a los lectores? Es decir, entonces, que, para usted, ya es cosa resuelta que esos dos cráneos pertenecen respectivamente a las cabezas de Mariano N. y de Nicanor B.?

—«Haga usted todas las novelas que quiera; pero, para mí, eso es cosa resuelta.»

—«¿Y si yo le dijera que esos cráneos son de mujeres?»

—«Ah!

—«Ya ve entonces que no hay que precipitarse en las deducciones. Este asunto no está resuelto. Vea. Lo mejor es que ahora nos vayamos al centro en vez de irnos a nuestras casas. Almorzaremos a vapor, y en seguida continuaremos enredando la trama, que ahora parece que no necesita de nosotros para enredarse más.»

Hicimos parar el coche en la primera rotissérie que encontramos y nos propusimos desquitarnos.

Al lector no le interesa el saber si el salón era lujoso o no. Ahora quiere seguirnos como la sombra al cuerpo, como el rastro a la estrella errante, como la consecuencia a las premisas.

—«¡Mozo!»

«Voilá.»

—«Fiambres para dos. Un bife con papas..... y usted?»

—«Yo también.»

—«¡Mozo! ¿cuánto tiempo tardará el bife?»

—«Un cuarto de hora.»

—«Oh! tengo tiempo de ir al Correo... bueno.. usted continúe... ya vengo»

—«¡Pero hombre!»

—«¡Cochero! al Correo!»

Al cuarto de hora estaba de vuelta y me quedé sin fiambres. El bife estaba bien cocido y las papas eran una delicia.... hueca.

—«Y ¿qué diablos ha ido a hacer al Correo?»

—«Unos simples telegramas a las Facultades de Medicina de Montevideo, de Córdova y de Santiago de Chile. Amigo, hay que averiguar mucho antes de decir. '¡Es cierto!' Usted quiere convertir ya a ese pobre Lapas en un destripador, o despostador, sin fijarse en otra cosa que en los cráneos estudiados.»

—«Hable lo que quiera; lo que es yo, no cómo el bife frío.»

—«¡Mozo! huevos al plato, y un mensajero.»

—«¿Con manteca?»

—«Los huevos sí, y el mensajero pronto.»

Vino este último.

—«Toma; te vas corriendo, y esperas contestación.»

—«¿Qué manda ahí?»—preguntó Manuel.

—«Una misiva para el Doctor Pineal.»

—«¿Diciéndole?»

—«'Te felicito. El Secretario de la Facultad te manda recuerdos de mi parte. ¿Qué editor has elegido? En este momento nos hallamos en la rotissérie tal. Si no vienes, a las cuatro estaremos en tu casa'.»

—«Me parece bien. ¿Y habrá conseguido algo?»

—«Seguramente. Es imposible que no haya seguido un procedimiento igual al mío. Ha mandado llamar al que le hizo llevar los huesos, y con él se ha ido a la casa en que estaban. Allí ha hecho preguntas, diciendo lo mismo que en la Facultad, más otras cosas que no son de mi resorte.»

—«¿Y después?»

—«Después ha resultado que el estudiante de Medicina que olvidó los huesos que él tiene, se llamaba Antonio Lapas.»

—«Pero entonces una parte de su tarea de usted queda realizada por el Doctor Pineal?»

—«Es evidente.»

—«Bien; mas lo que no comprendo es el motivo que le ha llevado a averiguar ese nombre.»

—«La curiosidad.»

—«¿Entonces él sabe algo?»

—«Claro que sabe que ambos esqueletos tienen una complexión semejante, que en ambos la cabeza revela lo mismo, y que en los dos falta la cuarta costilla, y lo sabe porque yo se lo he dicho en la primera visita de la mañana.»

—«¡Acabáramos! Y si usted sabía eso ¿para qué me llamó?»

—«Para que examinara los cráneos.»

—«Pero usted ya los había examinado.»

—«Si; pero yo puedo acertar al tanteo, mientras que usted es un maestro.»

—«Gracias por el elogio.»

—«Mire, compañero, empecemos por dejar a un lado los cumplimientos. Créame que, en este asunto, sólo busco afirmaciones categóricas en pro o en contra y de ningún modo pérdidas de tiempo. Si resulta un total cero o no, mi disgusto o placer se dividirán, y usted y yo podremos felicitarnos o titearnos.»

—«Y en definitiva ¿a qué podría llegar el Doctor Pineal?»

—«A revelarme que es curioso e impaciente; pero a nada más. Con lo que usted ha visto ya, o ha oido, puede decir que tiene la clave maestra de la investigación; mientras que el Doctor Pineal no podrá saber nada si usted o yo no le revelamos todo lo que sabemos.»

—«Y ese papel que acaba de enviarle ¿no podría comprometerlo?»

—«¿A quién? ¿a mi?»

—«Si.»

—«¡Qué esperanzas!»

—«Sin embargo, esa ambigüedad: 'te manda recuerdos de mi parte'....»

—«Un error de redacción, en último caso, o un titeo.»

—«Es natural, porque los recuerdos esos...»

—«Eran para la abuela, como usted comprende. ¿Quién lo ha metido a apuntalarme en mi pesquisa? Una curiosidad infantil e infecunda, y nada más.»

—«¿Y eso del editor?»

—«No ofrece mayor importancia. El Doctor Pineal es un escritor de nota, y nada tiene de particular que esté a punto de publicar algo.»

—«Convenido; pero él comprenderá bien lo que se le quiere decir.»

—«Por supuesto. ¡Mozo! el café.»

Eran las cuatro menos veinte de la tarde. Después de un momento, nos retiramos, y dimos al cochero la dirección de la casa del Doctor Pineal.

Hacía un instante que había llegado, y se preparaba a salir para vernos cuando tocamos el timbre de su puerta.

—«¡Estoy descubierto!»—dijo exabrupto.

—«¿Cómo le va, señor don Manuel?

—«Medio desconcertado desde que he empezado a representar un papel de personaje de novela.»

—«De novela ¿eh?»

—«Así parece.»

—«En la Facultad de Medicina.»

—«Sí; donde se averigua algo de Antonio Lapas y de Nicanor B.»

El Doctor Pineal tosió sin ganas.

—«Mira, compañero»—le dije—«no te felicito, porque eres médico, y, como tal, no podías seguir otro camino sin caer en un error grave. Has hecho lo que debías hacer para consolarte en tu gran curiosidad; pero tu tarea es estéril en el sentido de que se corta al dar el primer paso.»

—«Oye»—interrumpió—«si supieras el mal que me has hecho al iniciarme en una cuestión misteriosa....»

—«¡Misteriosa! y misteriosa ¿por qué?»

—«Llámala como quieras; pero ya no gozaré de un momento de tranquilidad mientras no saque algo en limpio de este asunto.»

—«¿Quieres hacerte tú cargo de él?»

—«¿Por qué me preguntas eso?»

—«Simplemente porque tu impaciencia es mayor que la mia, y así como has averiguado el nombre del estudiante Lapas, yendo a la casa de donde te enviaron los huesos, o haciéndolo averiguar por el que te los proporcionó....»

—«Esto último.»

—«Bien: del mismo modo podrías averiguar muchos otros puntos que se relacionan con esto, llegando a alguna convicción como la que has adquirido hoy.»

—«¿Cuál?»

—«La de que Antonio Lapas no era estudiante.»

—«Me aflige lo que he hecho.»

—«Es que tu aflicción ha de ser mucho mayor, porque seguramente no te has detenido en lo que yo sé que has hecho.»

—«Tienes razón.»

—«Bueno, díme ¿qué has hecho?»

—«He ido a tu casa.»

—«¿A buscarme?»

—«No; a averiguar de dónde procedía tu esqueleto.»

—«¡Mi esqueleto!»

—«Bueno; la bolsa de huesos.»

—«¿Y qué te dijeron en mi casa?»

—«Que no sabían nada de tal bolsa; que la única bolsa de que tenían noticia era una de papas que estaba en la cocina.»

—«Es claro.»

—«Ya lo ves, de tal palo tal astilla. Me dejó tan desconcertado la cosa, que me volví a casa sin averiguar más, y arrepentido de lo que había hecho. Pero atiende, no embromes, pues. Díme algo que me apacigüe la curiosidad»

—«¿Qué? ¡No faltaría más! Toma un poco de bromuro de estroncio Estás nervioso y no ves claro. ¿No hubiera sido mejor que, en vez de ir a mi casa. de la cual, por intermedio de mi tarea, te habrían llegado noticias claras, te hubieras dirigido a las Facultades de Medicina de Montevideo, Córdoba. y Santiago de Chile?»

—«No hablemos más de esto Desde ahora me morderé los labios y tendré paciencia. Mi accion ha sido una niñería.»

—«Claro, pues te imaginaste que había alguna relación entre Antonio Lapas y Nicanor B. Llegaste al punto de pensar que el esqueleto aquel era el de este último joven, sin recordar que Nicanor B. era un gran calculista, mientras que ese cráneo que está allí tiene hundidos los órganos del cálculo.»

Manuel hizo un movimiento brusco de impaciencia, lo que el Doctor Pineal no tuvo oportunidad de observar, porque, simultáneamente, dio media vuelta, y se dirigió a los aposentos interiores.

—«Pero amigo, usted está equivocado; este es el cráneo del calculista»—me dijo Manuel en voz baja.

—«Váyase al diablo con sus afirmaciones, o yo me iré a los infiernos. ¿Por qué no se lo dice al Doctor Pineal? ¿Usted le imagina que este individuo es un tonto? ¿No sabe usted que si no hubiera sido por la gran curiosidad que le ofusca, ya, a estas horas, sabría tanto como nosotros? ¿Qué me dice de la ida a mi casa? Si en vez de ser una de mis hijas quien le contestó lo de la bolsa de papas, hubiera sido una sirvienta, le dice con toda naturalidad que era Alberto quien la había mandado, y entonces se vá a ver a éste, le pregunta por la casa, vá a lo del señor Equis, y abur.»

—«Tiene razón.»

—«Ya lo creo que la tengo. El Doctor Pineal es un hombre inteligente y discreto; pero ahora se ha ofuscado, y estando así no conviene que intervenga en este asunto, porque lo vamos a perder.»

—«Pero ¿qué quiere que le haga? yo también soy nervioso y me pareció que lo que usted decía era un error o una mentira.»

—«Es natural, porque en una novela hay que mentir. Mire, mañana, antes de las ocho, el Doctor

Pineal se habrá buscado un tratado de Frenología, una cabeza de yeso con las regiones, y aunque no sepa contrabalancear los órganos, como usted lo hace, para deducir el carácter, estoy seguro que sabrá que en aquel cráneo las eminencias del cálculo no están hundidas Pero mañana será otro dia, y el fracaso de hoy le contendrá en los límites de una expectativa razonada y amistosa, porque hoy no ha procedido con la cortesía que le es habitual.»

En eso volvió el Doctor.

—«¿Sabes una cosa?» —le pregunté—«Yo he ganado mucho con tus andanzas de hoy.»

—«¿Cómo así?»

—«Muy sencillamente. He adquirido la convicción de que, a estas horas, te encuentras absolutamente persuadido de que el único móvil que me inspira en estas averiguaciones es la curiosidad.»

—«Tienes razón»

—«¿Estás ocupado en este momento?»

—«No.»

—«¿Quieres llevarnos a la casa de donde procede aquel esqueleto?»

—«¿No ~s suficiente lo que ya sabes?»

—«No lo es.»

—«Y ¿por qué no vas mañana?»

—«Porque puedo ir hoy.»

—«¡Caramba, compañero! no voy a tener tiempo; dentro de media hora tengo una junta.»

—«Bueno; no hay que afligirse. Iré sin tí. ¿Quieres darme la dirección?

—«Europa, número tantos.»

—«¡Fiiiú! ¡está lejos! ¿Se anima Manuel a que vayamos hasta allá?»

—«Ya lo creo.»

—«Bueno, compañero; hasta mañana o pasado. Tranquilízate y te prometo comunicarte muy pronto un resultado cualquiera. Que no se diga que un médico ha perdido su serenidad, y especialmente a causa de un asunto que no le incumbe. Hasta mañana.»

—«Hasta mañana.»

—«Pues amigo, a pesar de sus afirmaciones, yo insisto en que ese esqueleto es el de Nicanor B.»— dijo Manuel cuando el carruaje echó a andar.

—Ya le he dicho que ese esqueleto es de mujer.»

—«No es de mujer.»

—«Bueno; no es de mujer, ni de mono tampoco.»

--Con una salida semejante, me parece que no tiene más ni menos razón.»

—«Tengo lo que me hace falta.»

—«Bah! Puede ponerse tan serio como quiera, pero no me doy por vencido.»

—«Lo que yo desearía es que se diera con una piedra en los dientes. ¿Le parece que tres visitas a lo del doctor Pineal, hoy, son un juguete?»

—"Para mí no; pero como usted me dijo que iba a ponerme en el secreto de la cosa.»

—«Es que no me atrevo. Si tuviera sangre de pato, podría mirar con indiferencia lo que va saliendo de todo esto; pero es que me he metido en un berengenal, y los nervios me bailan de impaciencia.»

El frenólogo me miró, sonriendo por debajo del bigote, y dijo:

—«No es impaciencia lo que tiene, sino frío en el espinazo.»

—«No; ni tengo frío, ni me falta la serenidad suficiente para continuar esta investigación hasta el fin.»

—«Mire, amigo: yo lo conozco bien, y en su cara he visto la convicción de que esos dos esqueletos son lo que digo: el uno de Mariano N., y el otro de Nicanor B. En su lugar, yo me iría a ver a uno de los Jueces de instrucción, o a uno de los Comisarios de pesquisas, y le diría todo lo que ya he reunido.»

—«Me guardaría muy bien, porque estas investigaciones, llevadas a cabo con un fin novelesco, podrían servir perfectamente para iniciar un sumario criminal, en el que tendríamos que figurar a cada momento, y para cuyo desarrollo nos estarían llamando a cada instante.»

—«Pero, si eso es molesto para usted, mayor molestia será la de llevar a cabo la indagación sin que intervenga la justicia oficial.»

—«Tampoco es exacto eso; porque, siguiendo mi tarea solo, será cuando me agrade o lo juzgue oportuno; mientras que, entregándola a otros, me llamarán cuando les ocurra y quizá cuando no me convenga distraerme. Además, el mecanismo de nuestra administración de justicia es muy complicado: no hay un criterio definitivo en lo que se refiere a procedimientos, y de aquí la frecuente discusión sobre prerogativas o atribuciones usurpadas. Tengo también un deseo vehementísimo de llegar a un resultado, que espero tocar muy pronto; pero no así no más, precipitando las investigaciones y llevándolo todo por delante, sino en los momentos oportunos, y con la reposada cadencia del canto llano. Por otra parte, una pesquisa de esta clase es relativamente más fácil para un particular que para un empleado de Policía, porque a aquel se le tiene menos desconfianza—y además ¿quién le dice a usted que las autoridades en cuyas manos colocara el manuscrito de mi novela no me darían con la puerta en las narices en el momento en que yo supiera que se había descubierto algo y que quisiera conocerlo?»

—«No es posible.»

—«Bah! bah! bah! Y dígame ¿cree usted que nadie sabe nada de todo esto? ¿Piensa acaso que la desaparición de esos dos estudiantes no ha movido todos los resortes disponibles de la justicia ordinaria para dar con su paradero?»

—«Pero es que sería imposible no dar en el clavo una vez puesta la mano en él.»

—«No crea. Esta cuestión es de un carácter tal, que, si usted no la comienza desde el principio, es imposible casi hallar un extremo y desenredar el ovillo.»

—«¿Entonces a usted le parece que la justicia no sabe nada?»

—«No puedo tener opinión en tal caso; pero, lo que es seguro, es que lo ignoro.»

—«Pues yo creo que algo saben.»

—«Es una ventaja el creer algo; y lo que es más interesante es que usted cree también que esos dos esqueletos se llaman respectivamente Mariano y Nicanor.»

—«Y usted lo cree también.»

—«No es cierto.»

—«Pero lo sospecha.»

—«Eso es otra cosa. Además, usted sabe que haré de ellos lo que convenga a mi argumento.»

—«¿Y así va a ponerme en antecedentes, como me lo dijo, para que le ayudara con inspiración?»

—«¿Y que más antecedentes quiere que los que ya conoce?»

—«No me bastan; necesito más.»

—«Pues amigo, conténtese con la ración que ha recibido. Yo no sé nada, y mis sospechas son tan extrañas, que seria ridículo se las comunicara. Vea: lo único que puedo anticiparle, es esto, que, más que una sospecha, se va transformando en convicción: la bolsa de huesos que yo tengo fue olvidada por Antonio Lapas en lo del Señor Equis, y, según lo averiguado por el Doctor Pineal, el esqueleto que él tiene fue olvidado también, dentro de una bolsa, en la casa a la cual vamos, por el mismo joven. Este doble olvido es una cosa muy extraña.»

—«¿Y la convicción?»

—«Lo que le digo: que es una cosa muy extraña.»

—«Pero entonces yo también la tengo.»

—«Mejor! ¿Se imagina que haya tres personas en el mundo que la tengan en este asunto?

—«Bueno; usted habla en tono de broma.»

—«¿Quiere entonces que me eche a llorar? Le voy a comunicar, sinembargo, una cosa. Si llegara a adquirir una convicción definitiva respecto de Antonio Lapas, y a transformar en certeza lo que ahora no es más que posibilidad, me guardaría muy bien de comunicarlo a nadie, porque, para mi, es un tipo extraordinario que necesito conocer bien.»

—«Entonces, si usted llega a reservarse eso, yo también me reservaré una observación de diferencia que existe en los dos cráneos, y que, más tarde, podría serle muy útil si la conociera.»

—«Lo cual sería una prueba de la inspiración con que me ayuda.»

—«¡Cómo!»

—«Claro, pues; yo le he dado los antecedentes que le ofrecí ¿qué más quiere? Ah! a propósito ¿estudió usted el desenvolvimiento de la personalidad en esos cráneos?»

—«¿Entonces usted lo conocía?»

—«Eso no es una respuesta por más que sea una contestación»

Paró el coche.

Estábamos en la casa.

Capítulo V
La letra

Una vez allí, nos apeamos y golpeamos.

Salió a recibirnos una negra joven, a la que preguntamos por el dueño de casa.

—«Aquí no hay dueño de casa, sino dueña.»

—«Muy bien ¿se puede ver?»

—«Voy a avisarle.»

Un momento después, apareció en el patio una señora gruesa y entrada en años.

—«Adelante! señores.»

—«Manuel»—dije entre dientes— usted que es más amable, encárguese de averiguar de esta señora lo que el Doctor Pineal averiguó en la Facultad.»

Mi compañero hizo una cortesía, y dijo:

—«Señora: venimos a molestar a usted, y no hemos querido traer una presentación, porque el objeto de nuestra visita no la reclamaba.»

—«Pasen ustedes a la sala.»

—«Como usted guste.»

Penetramos en la salita, y la señora nos invitó a sentarnos.

—«El caso es que hemos recibido cartas en las que se nos piden noticias de un joven, estudiante de Medicina, el cual, según nos lo ha dicho el Doctor Pineal, vivió en esta casa.»

—«¿Cual? ¿Nicanor B.?

—«No, señora; Antonio Lapas.»

—«¡Ah! sí; cómo nó! pero en las cartas que yo he recibido, me preguntaban por Nicanor B. Parece que ese mozo ha desaparecido, y era muy buen estudiante. ¿Saben ustedes algo de él?»

—«No, señora.»

—«¡Cuánto les agradecería que me dieran alguna noticia! porque se conoce que la familia está desesperada. La última vez que hablé con él, hace como año y medio, me dijo que pensaba irse a Europa; pero, como era bastante mentiroso, no le hice caso.»

—«Pues! señora, será para nosotros un verdadero placer el comunicarle cualquier cosa que llegue a nuestros oídos.»

Mi compañero sabía que nunca comunicaría nada.

—«Les quedaría eternamente agradecida. ¡Ay! si vieran ustedes las cartas de la familia! Pues han de saber ustedes que, de Antonio Lapas, tampoco tengo noticia. Vivió aquí unos tres meses, y después no volvió más; pero como era medio huraño, aunque muy atento, eso sí, no le teníamos tanta simpatía como a Nicanor .»

—«¿Qué edad podría tener?»

—«Jovencito; como de veintiún años.»

—«¿Y el tipo?»

—«Lindísimo; tan lindo, que las muchachas de nuestra relación se pirraban por él.»

—«Sin embargo, nos ha dicho una persona que le conoció, que era antipático por el ceño adusto y los anteojos negros.»

—«Vea, señor; para mí ese muchacho era un misterio. En cierta ocasión, estando en la mesa, entraron algunas niñas al comedor, y le pidieron que se sacase los anteojos para verle toda la cara."

—«¿Y consintió?»

—«¿Qué había de consentir?! Dijo que jamás haría tal cosa, porque tenía unos ojos tan feos y repulsivos que solamente al vérselos le tomarían odio.»

—«¿Entonces por eso los usaba?»

—«Mentira de él no más. Cierta mañana entré yo a su cuarto, y lo encontré dormido y sin los anteojos; pero metí bulla en el laboratorio y se despertó sobresaltado. El ceño era farsa, y los ojos ¡qué cosa, señor! yo no he visto ojos más divinos; eran como para enloquecer a cualquier polla. Unos ojos grandes, negros, aterciopelados;—la verdad es que no eran ojos para un hombre»

Saqué la tarjeta fotográfica y se la hice ver.

—«Sí,» —dijo— «por este estilo, así era; pero más lindo. En aquella ocasión que les dije, se había olvidado de cerrar su cuarto y lo dejó abierto, así es que pude entrar, y sin querer lo desperté. En cuanto se dio cuenta de lo que era, se puso los anteojos y marcó el ceño. Sí; ese mocito debía tener historia. Ningún muchacho con los ojos tan lindos se los tapa. Pues ese retrato está bastante parecido.»

—«¿Está ocupado el cuarto que habitaba Antonio?»

—«En este momento no.»

—«¿Y lo ha estado después que él se retiró?»

—«Sí, señor; sucesivamente por dos personas.»

—«¿Nos permitiría usted visitar ese cuarto?»

—«¿Por qué no?»

La señora nos llevó a un aposento interior amueblado con toda sencillez, tanto que la única diferencia que ofrecía con el de la casa del Señor Equis, era que, en vez de armario, había allí una cómoda.

—«¿Ustedes lo conocieron?»

—«No, señora; recien hace poco que hemos tenido noticias de él, con motivo de las cartas de la familia.»

—«Pues vea usted lo que son las cosas: yo no sabia que tuviera familia; jamás le oí decir una palabra.»

—«Parece que era muy reservado ¿verdad?»

—«A matarlo.» —«¿No era amigo de pasear?»

—«Jamás. Cuando vino a esta casa, recomendado por Nicanor, era a fines de Invierno. Salía temprano, envuelto en una capa, y decía que iba al Hospital. Volvía a eso de medio día, se le llevaba de comer a su cuarto, y no salía más. Muy rara vez comía en familia. Fuera de su carácter, lo único que nos llamaba la atención era un perfume exquisito que usaba.»

—«Es verdad; así nos lo han dicho. Y ¿a qué se parecía ese perfume?»

—«No sé a qué podría compararlo. Tenía de todo y de nada. Debe haber tenido sándalo, porque en esa cómoda se conserva un poco de olor, pero muy poco. Ahora verán ustedes.»

La cómoda era de cuatro cajones. La señora abrió el de arriba y nos acercamos. Era el mismo olor que ya conocíamos, y la dueña de casa tenia razón, porque, a pesar de ser muy tenue, ofrecía un poco del sándalo.

—«¿No se conservará mejor en los otros cajones?»

—«Puede usted abrirlos, si quiere; lo que es yo, no me animo, porque estoy muy vieja y muy gruesa, y no me puedo agachar.»

Al abrir el de abajo, vi un pedazo pequeño de papel, adosado a la tabla del frente y me pareció que en él había algo escrito.

—«¿No tenía aIgunos cuadros en las paredes?»

—«Sí, verá usted.»

Y mientras la señora se daba vuelta para señalar el sitio que ocupara un grabado que representaba a Beethoven en casa de Mozart, hice un movimiento como para cerrar el cajón, que se resistía con una habilidad extraordinaria, y poniendo en ejercicio el pañuelo, me apoderé de aquel papelito.

—«Allí había otro que representaba un pianista; ¿cómo era que se llamaba? ¡Pero qué memoria la mía!»

—«¿Cómo era el cuadro, señora?»

—«El pianista está sentado, y una figura blanca, como de vapor, y con un harpa...»

—«Sí, El último pensamiento de Weber.»

—«Justamente. Los otros eran cuadros de tragedias, de hospital, y de batalla.»

—«Dígame, señora: en esa cómoda ¿se ha guardado alguna ropa o algo que no fuera de Antonio?»

—«No, señor; nunca.»

—«No extrañe usted la pregunta; se la he hecho porque me parecía que en uno de los cajones había un perfume que no era el mismo.»

—«¡Qué esperanzas! jamás usó otro.»

—«Pues vea usted, señora: los datos que usted ha tenido la bondad de comunicarnos, coinciden perfectamente con los que se nos han remitido, y es seguro que el joven, de que usted nos ha hablado, es Antonio. ¡Cuánto le agradecemos todo, y cuánto le agradeceríamos las noticias que nos comunicara!»

—«Pierdan ustedes cuidado. Por su parte, no se olviden de Nicanor ¿eh?»

—«Señora, aquí están nuestras tarjetas, y sírvase disculpar la molestia que le hemos causado.»

—«De ninguna manera.»

—«¿Nos permite usted retirarnos?»

—«Son ustedes dueños.»

—«Mil gracias; señora, a los pies de usted.»

—«Pásenlo ustedes muy bien.»

Cuando el carruaje volvió a andar, mi compañero estaba serio

—«Amigo»—me dijo—«esto es muy interesante.»

—«Y para mí más; porque no sólo debo agradecerle sus datos frenológicos comunicados, sino también los que me reserva.»

—«Déjese de embromar.»

—«No, es que ahora yo traigo mi pañuelo perfumado con el aroma que usaba Antonio Lapas, y se me ocurre que un artista como usted podría solicitármelo para su colección.»

—«La verdad es que debe haber sido un agua exquisita. Pero, vamos a lo serio.»

—«Lo más serio ha sido la resistencia que me ofreció el cajón; no quería cerrarse.»

—«Lo más serio ha sido la cuestión del ceño falsificado, y los ojos negros del tamaño...»

—«De un plato. Mire, amigo; en estas ocasiones, los ojos deben abrirse del tamaño de una sandia;

¿Vio usted cuando metí el pañuelo en el cajón?»

—«Sí.»

—«¿Y no vio nada más?»

—«No.»

—«Pues sepa usted que yo recogí una prenda de Antonio.»

—«¿Qué prenda?»

—«Una mina.»

—«¿Es posible?»

—«Fíjese en este papelito.»

—«¿Tiene algo escrito?»

—«Eso lo veremos»

—«Pero ¿cómo sabe que es de Antonio?»

—«¿Observó usted alguna diferencia en el olor de los cajones?»

—«No.»

—«Yo tampoco; pero como la vieja no podía agacharse, seguramente no iba a meter en ellos la nariz para averiguarlo. Lo único que me ha extrañado ha sido que usted no dijera delante de ella que no había observado tal diferencia.»

—«Lucido me pone.»

—«Es que usted no ha comprendido mi pregunta. Al afirmarme la señora que sólo había habido ropa de Antonio Lapas en esa cómoda, yo he adquirido la seguridad de que este papelito le pertenece.»

—«Tiene razón.»

—«Yo siempre creo tenerla .... cuando la tengo»

—«Es su peor defecto.»

—«Hay otros más irracionales que yo que creen lo mismo, y a usted le consta que no la tienen.»

—«Y ¿qué dice el papelito?»

—«No lo sé. Lo veremos al llegar a casa.»

—«Pues amigo, me ha hecho usted un flaco servicio al iniciarme en este asunto. Estoy preocupado, afligido....»

—«Y curioso.»

—«También. De todas maneras, si no fuese porque tengo la seguridad completa de que esos dos esqueletos son los de los estudiantes Mariano N. y Nicanor B.....»

—«Déle con la misma. Vea, vamos a transar: dígame lo que ha observado en los cráneos, y yo le diré después lo que pienso de este asunto.»

—«Si usted me hubiera dejado presentarle mis observaciones con regularidad, ahora sabría tanto como yo; pero no quiso sino que le diera mi opinión de conjunto, y de un modo categórico.»

—«Es muy natural, porque yo quería una síntesis para ese momento, y esperaba que llegase otro para pedirle nuevos datos.»

—«Bueno: Mariano N. es el músico.»

—«Convenido.»

—«Nicanor B. es el calculista.»

—«Perfectamente.»

—«En Mariano, la personalidad es soberana: ese individuo no sabe mentir, no sabe negarse, no sabe ni siquiera disimular.»

—«Muy bien.»

—«Nicanor B. es un individuo....»

—«Diga: un cráneo.»

—«Vaya por el cráneo. Nicanor B. puede y sabe mentir porque es egoísta; pero su personalidad no tiene, como el otro, los mismos vínculos con la benevolencia y con la veneración; su amatividad es más animal; en el otro es más ideal; su astucia y su prudencia equilibran de un modo admirable la destructividad; pero por la inteligencia y el cálculo.»

—«¿No ve amigo cómo yo tenía razón al llamarle para que me estudiara esos cráneos? No me diga más por ahora.»

—«Es que....»

—«Es que usted va a entusiasmarse y a olvidar que los dos cráneos son de mujeres...»

—«Váyase al Infierno con sus cráneos de mujeres. Usted tiene la combatividad desarrollada como un Tigre, y por eso insiste en mortificarme con aquella afirmación.»

—«Pero la mía es una combatividad ideal.»

—«Qué ideal, ni que música; es una idealidad de titeo.»

—«¿Y quiere algo más ideal? El titeador más grande que ha habido fue Aristófanes, y sin embargo, usted sabe lo que de él dijo Platon ¿lo recuerda?»

—«Dijo que, desterradas un día las Musas del

Parnaso, buscaron un asilo...

—«Y lo hallaron....»

—«En el alma de Aristófanes.»

—«Ya ve, pues.... Pero.... vamos a llegar a casa. Usted tiene razono Yo también estoy convencido de que esos dos esqueletos pertenecen respectivamente a Mariano N. y a Nicanor B.»

—"Si tenía que caer al fin en eso, hombre.»

—«Pero debo prevenirle que ¿eh? ni una palabra de todo esto.»

Llegamos a casa y despachamos al cochero.

Sin detenernos un instante, penetramos en la sala y encendimos luz.

Mi amigo tomó asiento, y, por mi parte, me acerqué a un mechero y examiné el pedazo de papel que había secuestrado de la cómoda de Antonio.

Entonces tuve oportunidad de observar que era un final de carta, de la que sólo quedaban algunas palabras, y, de éstas, una mina, un tesoro, una revelación ¡un nombre!

—«¿Me da usted su palabra de honor de no confiar a nadie ni siquiera un gesto de lo que debemos reservar, especialmente lo que voy a mostrarle?»

—«Se la doy.»

—«Vea este papel, y particularmente lo que dice.»

Manuel quedó estupefacto.

Sólo le había faltado adivinar aquello.

—«¿Qué es? ¿que es?»—pregunta un lector impaciente.

Es un documento de prueba. Con otro semejante, la novela toca a su fin.

Pero falta.

Cuando Manuel se repuso de su sorpresa, convinimos en no hablar más del asunto hasta que llegara la oportunidad.

—«Tome nota»—le dije—«de lo que ha observado en los cráneos; pero desígnelos como M. y N. o con 1 y 2, para no consignar los nombres. Este asunto toca ya a su desenlace y conviene usar de la mayor discreción posible.»

En aquel momento me entregaron tres sobres cerrados.

Eran telegramas que venían de Montevideo, de Córdoba, y de Santiago de Chile. En ninguna de las tres Facultades conocían el nombre de Antonio Lapas.

Pasamos al comedor para ocupar dos asientos, reservándonos para más tarde.

Al terminar, fuimos al escritorio, y tomamos allí el café.

No tuvimos tiempo de ocuparnos del asunto, porque entraron visitas, y la conversación rodó de tema en tema, como sucede casi siempre. Uno de ellos fue la fractura de una pierna que había sufrido una persona de relación.

—«¿Es grave?»—preguntó uno.

—«Mucho más que si hubiera sido en la canilla.»

—«¿Dónde fue?»

—«En el cuello del fémur. Parece, por la contracción tracción, que ha sido en pico de flauta, o de clarinete, y que las dos porciones cabalgan.

—«No comprendo.»—dijo uno de los presentes. —«¿tienes aquí un fémur para que me lo expliques?»

—«Espera un momento.»

Y acercándome a la bolsa de huesos, saqué un fémur, y expliqué al curioso lo que deseaba.

Como era la primera vez que aquel individuo tocaba un hueso humano, lo tomó, y, acercándose a un pico de gas, empezó a examinar las impresiones y agujeros de vasos, las estrías de las inserciones y las superficies.

—«¡Pero hombre!»—dijo de pronto—«este hueso lleva escritos los nombres de las partes, porque supongo que las palabras trocánter, cuello anatómico, cabeza, cóndilo, &, le corresponden.»

Sin grande aparato, me acerqué al amigo, y tomando el fémur, lo examiné.

—«En efecto, le corresponden.»

La letra que estaba escrita en aquel fémur era la misma del papel hallado en la cómoda. No había remedio. Era forzoso aceptar que Antonio lo había escrito.

Capítulo VI
Otra víctima

Más tranquilo ya, y resuelto para mí el problema casi definitivamente, es decir, satisfecha hasta cierto punto la curiosidad que me había consumido y pensando que era necesario encontrar a Antonio Lapas en alguna parte, para arrancarle su secreto, y con la semiconvicción de que Mariano N. y Nicanor B., estudiantes de Medicina, estaban representados por los esqueletos que ya conocemos, pude entregarme a las tareas habituales, tanto más cuanto que era necesario no distraerme de ellas por algún tiempo y terminar la comenzada obra de viaje, pues los colaboradores habían dado fin a sus monografías y sólo faltaba mi parte para que el libro fuese a la estampa.

Cierto día, sinembargo, vino Manuel a verme. Traía un manuscrito que leí con interés: sus investigaciones sobre los cráneos. En el fondo, no discrepaban de lo que ya me había dicho; pero ampliaba el estudio de los caracteres y señalaba algunas observaciones importantes, particularmente relativas a Nicanor B.

—«¿Y qué novedades hay por esos mundos?»— le pregunté después de examinar sus papeles.

—«Fuera de las que traen los diarios, poca cosa. Lo único que sé, es que esta mañana ha muerto un estudiante de Medicina cerca de mi casa.»

—«¿Lo conocía usted?»

—«No; pero he oído hablar de él. Dicen que era muy aventajado.»

—«¡Diantre! esto tiene cola.»

—«¿Sabe que no se me había ocurrido?»

—«¿Ha tenido asistencia?»

—«Superior. Lo han visto varios médicos.»

—«¿Y el de cabecera?»

—«El Doctor Varolio.»

—«Pero ¿ha visto qué casualidad? Ya van dos nombres cerebrales para este legajo.»

—«¿Cómo cerebrales?»

—«La glándula pineal y el puente de Varolio, partes del cerebro.»

—«No deja de ser curioso.»

—«Más curioso sería que este otro estudiante hubiese tenido relaciones con Antonio Lapas. Vamos a visitar al Doctor Varolio; tengo amistad con él.»

Y nos pusimos en marcha.

El Doctor Varolio estaba en casa, y nos recibió con su habitual cortesía.

—«Vengo a verte con motivo de un estudiante de Medicina que falleció esta mañana. ¿De qué ha muerto?»

—«De una enfermedad al corazón.»

—«¿Consecutiva o inicial?»

El Doctor Varolio miró a mi acompañante de cierto modo que me obligó a decirle:

—«Puedes hablar delante del Señor con toda confianza.»

—«No es que me falte; pero, como estas cosas sólo se conversan entre médicos.»

—«Doctor»—dijo Manuel—«si es por prudencia, me retiraré; y si es por la oscuridad de los términos, adivinaré lo que no entienda.»

—No, señor; no es necesario. Pues mira,»— agregó—«las opiniones no han estado uniformes. El enfermo ha sido visitado por varios médicos y estudiantes de los cursos superiores, los que, como sabes, se encuentran, como nosotros, en aptitud de juzgar.»

—«Es evidente. Y ¿en qué ha consistido la discrepancia?»

—«Unos piensan que se trata de una afección cardiaca, y los otros cerebral.»

—«Y los estudiantes ¿qué opinan?»

—«Estaban divididos....»

—«Como siempre.»

—«De modo que los dos grupos se componían respectivamente de estudiantes y de médicos.»

—«¿Y en eso se han detenido?»

—«No; uno ha manifestado que, cualquiera que haya sido el órgano enfermo, él se inclinaba a pensar que se trataba de un envenenamiento.»

—«¡De un envenenamiento! ¿Y es posible que un envenenamiento haya sido sospechado recien después de la muerte, cuando precedían dos opiniones tan encontradas?»

—«Es que ninguno de nosotros ha observado los efectos de cualquier veneno conocido, ni siquiera hemos podido referir los síntomas a un grupo o forma general.»

—«¿Y?»

—«Ahora, sin embargo, todos nos inclinamos ante la posibilidad de que el estudiante tenga razón, y se hará la autopsia.»

—«Es claro. ¿Cuántos días hace que la víctima se enfermó?

—«Una semana.»

—«Y ¿cayó en cama?»

—«No. Hasta ayer salió; pero a la tarde, todo el cuadro sintomático tuvo un recrudecimiento tal, y fueron tan graves las manifestaciones, y tan violentas, que murió a nuestra vista sin que pudiéramos hacer otra cosa que atestiguar la defunción.»

El Doctor Varolio trazó a grandes rasgos la historia clínica que completaba sus datos; pero, cuando terminó, le pedí una relación más circunstanciada de todo aquello que se refería al sistema nervioso.

Después de oirle, continué callado.

—«¿Qué piensas»—me preguntó al fin.

—«Estaba coordinando los datos, y me parece tan difícil llegar a un diagnóstico preciso, como lo ha sido para ustedes. Creo también que debe hacerse la autopsia.»

—«¿No te parece»—preguntó el Doctor—«que, admitiendo la acción de un veneno, se encuentra algo de acumulación, como sucede con la estricnina?»

—«No, no veo tal acumulación; lo que veo es que ningún veneno de los conocidos produce el cuadro que con tanta claridad has presentado a mi entendimiento. Esa historia es digna de ser escrita, y, una vez terminada, debes leerla a los médicos y estudiantes que hayan visitado a la víctima durante su enfermedad, para que ellos te la observen, agregando cualesquiera datos que se te hubiesen escapado, y publicarla junto con los resultados de la autopsia. ¿Sería posible ver el cadáver?»

—«¿Por qué no?»

—«Tenía familia?»

—«Sí; pero no estaba, ni está en Buenos Ayres. Cuando quieras nos pondremos en marcha.»

Y el doctor Varolio penetró en las piezas interiores, donde oí su voz.

Aprovechando aquella oportunidad, dije a Manuel que tuviese mucho cuidado y que no me hiciera observación de ninguna especie; que todos los datos que reuniera los guardara para más tarde, y que, sobretodo, procurara no dar señal alguna de sorpresa.

Salimos con el Doctor Varolio.

Al cabo de algunos minutos llegamos a una casa próxima a la estación Centro América. El patio estaba lleno de jóvenes, seguramente estudiantes, compañeros del muerto. Después de saludar a los conocidos, conversamos algunas palabras con ellos, preguntándoles algo sobre su carácter, y todos estuvieron conformes en cuanto a sus condiciones intelectuales y morales. Saturnino había sido un modelo de aplicación, y de una claridad mental envidiable. Confiado en extremo, y de un optimismo de novela, más de una vez había sido víctima de los mal intencionados; pero jamás se le oyó un reproche, ni una frase destemplada.

Aquellos excelentes muchachos estaban afligidos. En unos palpitaba la lágrima en los párpados; en otros palpitaba el sollozo.

Penetramos en la cámara mortuoria.

Y los estudiantes, olvidando hasta la curiosidad habitual en ellos por agregar un dato más a lo que ya saben, permanecieron en el patio, y sólo quedaron tres, que ya estaban en el aposento.

Me acerqué a Manuel, y en voz baja, como se hace siempre en estos casos, le invité a que estudiara el cráneo.

Mientras el frenólogo ejecutaba su investigación, llevé la mano a la región precordial del muerto. La cuarta costilla estaba en su lugar.

—«¿Buscas algo?»-preguntó el Doctor Varolio.

—«Absolutamente. Ha sido un movimiento casi instintivo. Dime una cosa ¿fue siempre sano este joven?»

—«Muy sano.»

—«¿Ningún microbio travieso?»

—«Jamás.»

—«Vamos a examinarlo un poco. Me llama mucho la atención, como debe llamarte a tí, la circunstancia de que los fenómenos nerviosos estaban presididos por ciertos nervios de la base del cerebro y de un modo perfectamente simétrico, como si la causa determinante hubiera sido electiva o hubiese estado localizada en ellos. ¿No te parece?»

—«Es verdad.»

—«Y hay esto, además. En los datos que me has comunicado, faltan por completo los de un carácter cerebral puro.»

—«Eso ha sido observado, y precisamente por tal motivo me incliné a pensar que la causa. de la muerte estaba en el corazón, y no en el cerebro.»

—«Eso es.»

El Doctor Varolio separó una colcha y una sábana, y el cuerpo quedó visible, sólo con la camisa.

Ni un rasguño, ni una cicatriz, ni una mancha en aquel cuerpo joven.

Examinamos el pecho. Fuerte y bien constituido.

Pero, al llegar al costado izquierdo, me pareció que había una raya, como cicatricial. Lo dimos vuelta un poco, y así pudimos examinarlo mejor. Corría a lo largo de la cuarta costilla y tendría unos diez centímetros. Era una incisión, cicatrizada ya, pero en la que todavía se conservaban algunas escamitas muy finas, lo que permitía atribuirle una fecha reciente, y parecía, en caso de que la voluntad hubiera dirigido la mano incisora, la obra de un maestro: seca, firme y resuelta. La muerte de aquel joven quedaría envuelta en el misterio. En ella veía yo la mano de Antonio, y la veía pesada, fatal, vengativa, como una maldición que gravitara sobre todas las cabezas que en algo se parecieran a la de Nicanor B.

Mis últimas preguntas al Doctor Varolio habían sido triviales, y servido solamente para distraer el efecto de mi acción al palpar la cuarta costilla.

Yo sabía que Saturnino había muerto envenenado, y que la autopsia no revelaría el veneno, porque éste, veinticuatro horas post mortem, cuando le practicaran la autopsia, estaría descompuesto, y no quedaría de él el mínimo rastro.

Era un veneno vegetal, un producto extractivo de una de esas familias de plantas que tantas sorpresas guardan todavía para el químico y para el fisiólogo, y que, ejerciendo una acción electiva sobre ciertos nervios de la base, envuelven al corazón y lo matan.

De aquí las dificultades y vacilaciones en el diagnóstico.

Pero era un veneno desconocido, es decir, uno de esos que han escapado a la ciencia todavía.

Oí hablar de sus efectos, por primera y única vez en Salta y a un salteño, hace algunos años ya, y me habló de ellos de tal manera, que preferí relegarlo al dominio de la fábula, y no hacer de él mención ni siquiera en las conversaciones.

Pero ahora, en presencia de aquel cuadro clínico, de aquellos fenómenos ambiguos, de aquellos nervios irritados primero y relativamente paralizados después, para volverse a irritar y morir, recordé lo que había oido, y el fabuloso producto se encarnó en la realidad.

—«Yo no había visto esta cicatriz»—dijo el Docter Varolio sorprendido.

—«Ni era conocida»—observó uno de los tres estudiantes.

—«¿Y a qué podría responder?»—preguntó el primero.

—«Algún rasguño, alguna herida involuntaria, algún tajo de pelea»—dijo el estudiante.

—«En fin, de todos modos, es seguro que esta cicatriz no tenía parte en el mal»—agregó el Doctor.

Pero el mal era mucho más hondo, y la cicatriz tenía mucha parte en él.

—«Sea cual fuere el resultado de la autopsia»— insinuó el Doctor Varolio—«es evidente que existe una conveniencia real en estudiar con toda prolijidad los nervios lesionados».

—«Ah! eso cae de su peso.»

Dirigiéndome entonces a los estudiantes que nos habían acompañado, y que, por la severidad de sus rostros, parecían los más afectados, les pregunté:

—«¿Qué vida hacía este joven?»

—«La vida que hace un estudiante juicioso: los estudios, las clases, las clínicas, alguna que otra vez al teatro, y, de tarde en tarde, una cana al aire,»— contestó uno,

—«Muchas canas al aire,»—observó otro.

—«Hace unos dos meses»—agregó el tercero, —«Se había asentado bastante. Nos acompañaba rara vez; pero salía, y el objeto de sus salidas quedaba reservado para nosotros. Como al fin no éramos sus tutores, nada teníamos que averiguarle. Pensábamos, sin embargo; que tuviera por ahí algún nido.»

—¿Y sus relaciones?»

—«Muy limitadas, con excepción de los estudiantes. Visitaba dos o tres familias conocidas, y nada más.»

—«A quien iba a ver con frecuencia»—dijo el que primero había hablado,— «era a un joven Lapas, al parecer estudiante; pero nunca lo hemos conocido, y no sólo no sabemos dónde vive, pero ni siquiera qué tipo tiene.»

—«¿Y no ha venido a verle durante su enfermedad o después de su muerte?»

—«No lo creo, porque todos los que han venido hasta ahora son personas que conocemos.»

—«Pues; preguntaba esto, porque, según los datos muy prolijos que me ha dado el Doctor Varolio, y de acuerdo también con presunciones suyas y mías, es verosímil que este joven haya tenido alguna afección sobre la cual guardaba el secreto»

—«Difícilmente, porque nosotros lo habríamos sabido.»

—«Convenido; pero usted sabe que muchos jóvenes ocultan, en ciertos casos, y lo mejor que pueden, las enfermedades y la pobreza.»

—«Sí; pero nos lo hubiera dicho.»

—«Perfectamente.»

Encendimos cigarros y salimos al patio.

El Doctor Varolio, médico distinguido y profesor de la Facultad, fue rodeado poco a poco, y Manuel y yo nos encaminamos a la puerta de calle.

—«Y, compañero ¿qué encuentra?»

—«Pues amigo, este cráneo es medio complicado. Ofrece los rasgos principales de los otros; pero tiene mucha credulidad y mucha amatividad.»

—«¡Magnífico! ¿Le vio los dientes?»

—«Superiores. Este no fumaba.»

Durante largo rato permanecimos allí conversando.

La tarde había caído, y la noche insinuaba sus sombras. Ya no se distinguían las caras de los que pasaban por la vereda de enfrente. Estábamos indecisos sobre permanecer más tiempo o retirarnos, cuando un individuo pasó a nuestro lado. Su presencia habría sido para nosotros como la de los demás; pero, en el momento de darle paso, tomé aquel olor extraordinario y suave, el olor de aquel perfume maravilloso que habíamos reconocido en las casas de las calles Tucumán y Europa.

Era Antonio

Con paso resuelto, penetró en la cámara mortuoria, a la cual le seguimos.

—«¡Es evidente!»—dijo Manuel en voz muy baja —«esto no ofrece la menor duda. No hay vuelta que darle; este es un drama, y un drama espeluznante. ¡Si fuéramos de la Policía!»

—«Estaríamos como gatos. ¿Por qué no le pregunta todo lo que desea saber? En el momento le diría todo.»

—«Vaya a freír buñuelos».

Antonio se acercó al lecho de Saturnino, estuvo dos minutos de pié al lado y le tomó una mano; luego sacó un pañuelo. y, por debajo de los anteojos, se enjugó una lágrima, real o ficticia, o aparentó enjugarla.

Saludó luego, y salió con paso más seco y firme, si era posible, que al entrar.

Me despedí de Manuel con un gesto significativo y diciéndole que más tarde iría a verle. Seguí luego a Antonio de la manera más disimulada que pude.

—«¡Ahora te tengo, jilguerito mío!»—pensaha al caminar a cierta distancia detrás de él.—«Ahora me vas a explicar qué has hecho de las costillas de Mariano y de Nicanor, y tu veneno peruano, y tu perfume endiablado, y tu paso, y tus anteojos, y tu ceño.»—Y veía, como imágenes flotantes, el fémur con inscripciones, y el ángulo de una carta, fragmento descuidado y desconocido que parecía un documento clave, una inscripción trilingüe, una piedra de Roseta.

Llegué a una cuadra en la que dos grandes jardines, cercados de verja uno frente a otro alejaban las casas. La luz era poca. Precipité el paso y me coloqué cerca de él. Con voz enérgica entonces, pero sin acritud, llamé:

—«¡Señorita Clara!»

Capítulo VII
Mejores o peores

He visto seres humanos a los que la bala o el acero desplomaran hiriéndolos en el corazón; he visto fulminados por el aneurisma o por el rayo; pero me faltaba observar una víctima de la sorpresa en su grado extremo.

Al oir su nombre, Clara dio un rugido sordo, y levantando los brazos los dejó caer de pronto, mientras daba una media vuelta rápida, y, con las rodillas flojas, tocaba casi la tierra.

Un movimiento de resorte la hizo levantarse instantáneamente.

Ya estaba yo a su lado.

Muda de asombro, y pálida como el cadáver de Saturnino, se apoyó contra un pilar de la reja y miró a todos lados.

—«¿Me conoce usted?»

—«¡Sí!»-respondió haciendo un esfuerzo.

—«¿Me cree capaz de traicionarla o de venderla?»

—«¡No!»

—«Sigamos su camino. Ha llegado el momento de que conversemos de asuntos que nos interesan a los dos.»

—«Llámeme Antonio mientras llegamos a casa.»

—«No es necesario que la llame de ningún modo, porque nada tengo que decirle en la calle.»

Seguimos viaje juntos, y a las dos cuadras penetró en una casa de aspecto lujoso.

Al poner el pié en el umbral ofendí mentalmente a Clara, pensando que sería conveniente recordarle algo relativo a mi seguridad personal; pero todo pasó como un relámpago, y la seguí.

Aquella mujer extraordinaria no podía caer en la vulgaridad de disparar sobre mí, y a traición, un arma de fuego. Si me conocía, como lo había dicho, no podía temer una celada, ni tampoco pensar que estuviera solo, en el caso inverosímil de que, cambiando de papel en mi vida, me hubiera convertido en un agente policial, porque mi muerte sólo habría complicado su situación, demasiado grave ya en aquel momento. Por lo demás, ignoraba el motivo de mi interpelación, y por lo mismo que no me había apoderado de ella al demostrarle que la conocía, y que, conociéndola en la casa de Saturnino, la había dejado libre, su propio interés la obligaba al respeto y a la consideración.

Cuando estuvimos en el patio, me dijo:

—«Tenga a bien esperarme un momento; voy a abrir la sala.»

Abrió la puerta del aposento que seguía y encendió luz. Un minuto después, vi que se iluminaba la sala. Sonaron las fallebas, y penetré allí.

—«Señorita» —le dije antes de tomar asiento— «mi espíritu goza en este instante de una claridad extraordinaria; pero siento el corazón oprimido, y temo que, para desarrollar el tema que me ha obligado a incomodarla, no sea éste el mejor aposento de la casa. Mi voz no es suave como el perfume que usted usa, y los acentos de la pasión la elevan a tonos de una resonancia que puede transparentarse por ventanas que dan a una calle no situada en el desierto.»

—«Es verdad. Permítame usted correr estas cortinas, y pasaremos a la pieza inmediata.»

—«¿Nadie podrá oirnos desde el patio?»

—«Nadie.»

Atravesando una portada que cerró luego, penetramos en la antesala.

Allí había un harmonio y un piano. En las paredes, los dos cuadros de Beethoven y de Weber que ya conocemos. En un armario-biblioteca, muchos libros, en cuyos lomos, casi disimuladamente, leí nombres de autores científicos. Un pequeño sofá de ébano con tela de damasco aterciopelado, algunas sillas, un estante con cuadernos de música. En el atril del piano, abierto en la primera página, el Clair de lune de Beethoven. Sobre una mesita, flores de la estación, y en las cortinas, en el aire, en la luz, el perfume revelador, aquel perfume que, apenas más perceptible, habría podido embalsamar todos los ensueños nacidos en cerebros del Oriente.

Me invitó a tomar asiento; pero no me senté.

—«La confianza que le demuestro al dejarme encerrar en su casa, sin saber quién vive en ella, ni cuál es su carácter de usted, le prueba que he adivinado el secreto de su vida misteriosa, y que, a pesar de ser su prisionero, en la apariencia, deseo conservar mi libertad de acción y mi voluntad. Vaya usted y cambiese de traje. Yo quiero hablar con la mujer, no quiero hablar con el máscara.»

La sorpresa no se pintó en su semblante, porque no tenía dónde pintarse. Su espíritu altanero se rebeló contra aquella orden, y permaneció firme en el sitio que ocupaba.

—«Le he dicho que se mude ese traje. Yo quiero hablar con la mujer, con toda la mujer; quiero leer en sus grandes ojos negros la impresión de mis palabras. Yo lo quiero!»

Rendida o sugestionada, obedeció.

Pasó a la pieza inmediata, y oí ruido de agua y de cepillos, el chirrido de un ropero que se abría, tacos que sonaban al caer, roce de seda, y luego choque de frascos.

Algunos minutos después sentí que todas las inserciones musculares parecían desprenderse de sus respectivos asientos, y que todas las auroras me enviaban soplos de vida joven y fresca, en la plenitud de un esplendor que se remontaba sobre los sueños y las ilusiones.

¡Qué soberana belleza vieron mis ojos asombrados!

Me pareció que si las tristes víctimas de una catástrofe adivinada, volvieran a recuperar su animación, retornarían contentas a la sombra del sepulcro, exclamando:—«Tú lo has hecho; gracias siempre por tu amor».

Y justifiqué a aquel personaje de Hoffmann que vendió su reflejo en una noche de San Silvestre; y huyeron para siempre, como palomas aterradas por el gavilán, las imágenes de todos los suicidas y criminales y locos que se quedaron sin conciencia por las seducciones de la hermosura.

—«Una inteligencia como la suya,»—la dije—«no puede pasar inadvertida la impresión que me ha causado al verla como deseaba, y debe creer que mis sentimientos me imponen la convicción de que, poseedora de una belleza semejante, no puede ser criminal.»

Mientras le decía esto, me palpé la cuarta costilla, y ella se llevó la mano a la cabeza para arreglarse alguna nada del tocado, que le hacía cosquillas en la nuca, y que disimulaba la falta de la cabellera. Tenía un casquetín de blondas negras y vestía un traje de satín de igual color. En el cuello un tul blanco plegado, y una gruesa cadena de oro, en la que estaba suspendido un relicario de rubíes.

Habría jurado que en aquel relicario estaba el veneno.

No sabía por dónde comenzar.

Frine, vestida, se presentaba sin abogado.

Y ¡cómo! después de tanta pesquisa, de tantas averiguaciones, ¿me iba a avasallar aquella mujer?

La ofuscación había pasado, y ella rompió el silencio.

—«Usted sabe mi nombre, y esto me indica que usted sabe todo.»

Su voz había cambiado, y era dulce como un caramelo, y blanda y voluptuosa como sus ojos.

—«Si no todo, una gran parte a lo menos. He sido llevado de la mano por la curiosidad y por el acaso.»

Me pareció que no le hablaba con bastante energía. Que mi voz no tenía esa resonancia que iba a atravesar las ventanas, y que algunos vocablos nacían como súplicas en vez de retorcerse como órdenes.

—«Vengo, señorita, para salvarla. Su secreto ya no le pertenece, ni a mí tampoco, porque otras personas han tomado parte en esta investigación. Al regresar de un largo viaje, un amigo me regaló una bolsa de huesos que un estudiante de Medicina dejó olvidada en la casa del Señor Equis. Estudié esos huesos. Un frenólogo estudió el cráneo. La casualidad quiso que el Doctor Pineal tuviera un esqueleto semejante, el cual procedía de una casa de la calle Europa. El frenólogo estudió también el cráneo y halló lo mismo que en el otro. En ambas casas había vivido Antonio Lapas; en ambas había muebles que conservaban cierto perfume exquisito; en ambas el estudiante era un modelo de discreción y de prudencia; en ambos esqueletos faltaba la cuarta costilla; en la carne, y sobre la misma, Saturnino presentaba una incisión cicatrizada; los tres tenían inteligencia brillante y eran estudiantes de Medicina; en la Facultad ignoraban la existencia de Antonio Lapas, lo mismo que en la de Montevideo, en la de Córdoba y en la de Santiago de Chile; pero en los libros de la nuestra quedada constancia de la época de desaparición de Nicanor B. y de Mariano N., como queda, en el espíritu de los médicos, la convicción de que Saturnino ha sido envenenado con cierta sustancia que no conocen, que yo sé que procede de un vegetal del Perú y que ataca los nervios de la base del cerebro, terminando por paralizar el corazón. Pero yo sé también que en cierta cómoda hallé un final de carta en el que se leían algunas palabras cariñosas, al pié de las cuales se veía el nombre de Clara T., y que la letra de esa carta era la misma que la que había en cierto fémur procedente de la calle Tucumán.

Clara sollozaba.

—«¡Estoy descubierta! ¡estoy perdida!»

—«Sí, señorita; está descubierta, porque cuando la Ciencia puede llegar a decir 'este esqueleto es de Mariano N. y este de Nicanor B.' es porque la Ciencia no ha agotado el tesoro, no ha extinguido aún las fuentes ni las formas de la investigación.»

—«iEstoy descubierta! ¡estoy perdida!»

—«¡Sí! porque usted ha confiado mucho en su habilidad y muy poco en la curiosidad inteligente de los demás.»

—«¡Estoy descubierta! ¡mi obra está terminada!»

—«Sí, señorita; y es una felicidad que así sea, porque su obra, además de cruel, era injusta, y su venganza implacable ha castigado a los inocentes después de castigar al que la engañó.»

—«¡Cómo!»-exclamó incorporándose a semejanza de una leona herida—«no satisfecho con el desden ¿todavía me ha vendido el miserable?»

—«También es injusta en eso; nadie la ha vendido. El estudio del cráneo es quien ha revelado que Nicanor B. era capaz de faltar a su palabra.»

—«La Frenología no puede llegar a tanto.»

—«Usted sabe matar y transformar los cadáveres en objetos indiferentes de estudio; pero usted no sabe Frenología, y la prueba de que ésta puede llegar a tanto, es que usted ha comprobado, en su enojo, que alguien la había desdeñado.»

—«Yo no puedo creer que usted me engañe, y el conjunto de los antecedentes recogidos me prueba que el descubrimiento tenía que hacerse, y que no podía ser de otro modo. Estoy descubierta; todo lo que usted ha dicho es exacto.»

Juntó las manos en actitud, de plegaria y las elevó lo mismo que los ojos.

Me dí vuelta.

—«¡Adios! ¡adios!»—exclamó repentinamente, y cayendo de rodillas, derramó un torrente de lágrimas.

Aquel «¡adios!» me obligo a mirarla.

Y lo repetía, besando con vehemencia el relicario.

—«No ha llegado todavía el momento de las lágrimas, porque con ellas no podría usted enjugar una sola de las que arrancó a los corazones de los padres y hermanos de sus víctimas.»

—«Sí, ha llegado»-dijo levantándose y tomando asiento otra vez—«ha llegado, porque lloro, y hacía mucho tiempo que me faltaba este desahogo.»

—«Yo no he venido a provocar aquí escenas de drama, sino a salvarla.»

Despues de algunos minutos de llanto y de sollozos, me pidió le explicara el procedimiento que había seguido hasta encontrarla.

Y le referí, como lo deseaba, todo lo que ya sabemos.

Su asombro fue sincero.

—«¿De manera que si usted no se hubiese fijado en que faltaba la cuarta costilla del esqueleto que tiene en su casa, como faltaba en el del Doctor Pineal, no se descubre nada?»

—«¡Nada! Vea, señorita: ahora no puedo hacer otra cosa que felicitarme por haber dado término a su obra; porque, se lo juro, su venganza, digna de un Schariar, o de cualquier bárbaro semejante, ha concluido! ¡Qué bien dijo Napoleón I al afirmar que todas las mujeres eran mejores o peores que los hombres! Si; ha concluido.»

—«¿No ve usted que estoy serena ya?»—dijo sonriendo.

¡Qué barbaridad! ¡qué dientes! ¡irradiaban luz sobre el carmín de los labios!

—«Entonces me permitirá usted que le haga algunas preguntas.»

—«Las que usted quiera.»

—«¿Cuál fue su primera víctima?»

—«Nicanor. Pero ¿para qué quiere usted hacerme preguntas, si ya lo ha reconstituido todo?»

—«¿Qué veneno ha usado usted?»

—«Un alcaloide de una planta del Perú.»

-«¿Su nombre?»

—«Cryptodynama purpurea.»

—«¿Y es posible que esa planta contuviera tal veneno y escapara a las investigaciones de los químicos y de los fisiólogos?»

—«Eso es más de lo que yo sé; pero es un hecho.»

—«¿Cuánto tiempo han durado sus relaciones con Nicanor?»

—«Dos años; y el muy pérfido me abandonó cuando su presencia era más necesaria. Tres meses después, lo atraje con mis redes ... ¿Cree usted que yo poseía redes con qué atraerle?»—preguntó con una coquetería más natural que estudiada.

—«Pero un cuerpo no se hace desaparecer así no más, porque se quiere ¿verdad?»

Clara me explicó sus procedimientos, que me guardaré muy bien de revelar, no sea que algún travieso quiera imitarla, aunque sea por vía de ensayo. Por lo demás, ella era mucho más interesante que su explicación.

—«Comprendo su venganza en Nicanor; ¡pero en los otros!»

—«En él, y en todos los que se le parecieran.»

—«Y respecto de Mariano y de Saturnino ¿como procedió usted?»

—«Me trataron como a un hombre, y cuando menos lo pensaron, porque utilizaban mis conocimientos de Medicina, ajenos a los de ellos, lo que generó la confianza y la amistad, apareció de pronto la mujer»

—«¡La mujer! ¿tal como está ahora?»

—«Lo mismo.»

—«¿Exactamente lo mismo?»

—«Exactamente.»

—«Entonces me explico.—¿Y al conocerla como tal?»

—«Se aturdieron, se marearon y vivieron en mi atmósfera como esclavos, sin voluntad y sin ideas. —'Eres una Circe, Clara'—me decía Mariano con frecuencia. La única voluntad fue la mía, y las promesas de un amor eterno se me prodigaron entonces hasta el exceso; y cuando pensaron que mi corazón se ablandaba, que era sensible, les demostré que se equivocaban.... y murieron. El hombre enamorado, y como lo estaban éstos, parece un cretino. Mujer, pasé también por lo mismo, y ahora, víctima de un amor excesivo, mi fin puede estar más o menos próximo; pero no distante.»

—«Dígame, señorita ¿qué se proponía usted al eliminarles la cuarta costilla izquierda?»

—«No sé; era un vértigo, un ensañamiento, una neurosis.»

—«Pero esa neurosis dejó una cicatriz en Saturnino.»

—«Se quejó cierto día de una neuralgia, y yo le propuse, como remedio heroico que conocía, cortarle algunas fibras del nervio intercostal dolorido; y ciego, anulado, cretinizado, aceptó. El cloroformo produjo su efecto, y al llevar a cabo la operación propuesta....»

—«¡Se le fue la mano!»

—Casi. Pero era un vértigo, y pronto me di cuenta de lo que iba a hacer. ¡Quería arrancarle vivo el corazón!»

—«¿De modo que si mañana yo debiera jurar que era un vértigo....?»

—«Júrelo; y si ha de caer una maldición, ahora o después, caiga sobre mí, que la recibiré sin temor al perjurio.»

Antes de formular un juicio sobre tus semejantes ¡oh paciente lector! examina tu conciencia, y, si no eres médico, no formules nada, porque las neurosis no tienen explicación, ni tienen principio ni fin; son como la Eternidad y el Infinito; y si a todo trance quieres limitarlas, imagínate que comienzan por la permutación de un complejo indefinible, se desarrollan sin conocimiento del origen, y terminan cuando terminan .... porque sí.

Esto, y muchas otras cosas que podrían ser tan razonables como la mayor parte de nuestras reflexiones cuando no tenemos cosas más graves de qué ocuparnos, me distrajo el pensamiento, pero no los ojos.

¿Y cómo era posible?

Aquella mujer tan linda, que por vez primera comtemplaba; que no volvería jamás a ver, penetraba en mis pupilas como rayos de una luz para siempre; como la evocación de una imagen complementaria y soñada que iba a perderse en el crepúsculo en que se confunden las últimas realidades de los ensueños.

Tomé una de sus manos, blanda y tibia, y la miré en el fondo de los ojos.

—«Antes de veinticuatro horas, la Policía debe estrellarse en su pesquisas!»

Clara se estremeció.

—«Doble dosis para usted...»

—«¡Y estoy perdida!»

—«¡Salvada!»

Capítulo VIII
El relicario de rubíes

El Doctor Pineal estaba impaciente, como de costumbre.

—«¿Nada nuevo?»—me preguntaba en una tarjeta postal.

—«¿Hay algo?»—en otra.

—«¿Cuándo vienes?—por carta.

Al fin sus nervios se tranquilizaron, y la correspondencia, cada vez más apaciguada, calmó de pronto. Los diarios tuvieron la culpa, como se verá luego.

Manuel me buscó por todas partes.

Sus estudios frenológicos, realizados a vapor en el primer momento, se completarían, andando el tiempo, de un modo definitivo, con un nuevo examen de los dos cráneos. El éxito llegaría a ser asombroso, determinando no sé cuantas aptitudes inadvertidas hasta entonces, y las facultades de Mariano y de Nicanor, investigadas, tamizadas hasta lo impalpable, sólo reclamarían la resurrección de los cuerpos para ratificar sus afirmaciones.

Cuando nos volvimos a encontrar al día siguiente y le referí mi entrevista con Clara, su rostro quedó iluminado.

—«¿Quiere hacerme el servicio de transportarse mentalmente conmigo, y por un instante, a la Grecia antigua?»—me preguntó.

—«Es mi deseo; pero ya sin ilusión.»

—«Usted agregará a la Antología lo que voy a decirle.»

—«De mil amores.»

—«No le escriba mi nombre al pié; déle un pseudónimo.»

—«Escucho.»

—«'Mientras Nictandro, lleno de amor por Nidia, se revuelve en ayunas en el triclinio, disertando sobre el ideal, Erotófilo la enjuga al salir del baño, más fresca y sonrosada que Afrodite'»

Estreché su mano.

—«Si Planudio viviera, le engarzaría esa perlita en su ramillete. En la Antología se recuerdan pensamientos menos expresivos, El suyo es de corte helénico, mas peca por la base: no se ha enjugado a nadie.»

Las cartas del Señor Equis no adelantaban un punto. La familia de Mariano estaba desesperada; pero como Mariano era un poco fantástico, creía que se hubiera ido al Japón para formar colecciones de

Crisántemos. El Otoño tiene su nota de colores ¡y el Japón está tan lejos!

—«¿Y qué hacemos con esa pobre señora de la calle Europa?»

—«Dígale que Nicanor se ha ido con Mariano.»

—«Pero hombre, dejemos las bromas a un lado. Hace tiempo que deseo hacerle unas preguntas.»

—«Aquí me tiene.»

—«¿Cómo diablos ha hecho usted para llegar a un resultado tan curioso? ¿Se trazó usted un plan antes de lanzarse en estas averiguaciones?»

—«Me extrañan sus preguntas. Nadie mejor que usted conoce la marcha sucesiva de los hechos, desde su origen hasta su desenlace. El caso es muy simple. Suponga usted que, en vez de dos esqueletos semejantes no hubiese habido más que uno. El único problema se reducía entonces a averiguar quién era el estudiante que lo olvidó, cómo se llamó en vida el esqueleto, y por qué motivo la perdió el cuerpo que antes integraba. El plan es sencillo: identificar al estudiante, encontrarle y preguntarle cómo consiguió el esqueleto. Contesta que se lo compró en tal año al sepulturero cual; averigua usted si es verdad, y resulta que el sepulturero ha muerto. Un Juez instructor hábil, interroga, sinembargo, al presunto criminal, y éste no se inmuta, no cae en contradicciones y nadie le acusa. Se acabó el asunto. Pero no es estudiante. Lo mismo da. No está prohibido tener esqueletos.

Pero el sepulturero no ha muerto, y confiesa que efectivamente lo vendió. Entonces dirá de qué parte lo extrajo, y buscando en los libros de la Administración del Cementerio, se identifica, si es posible, el nombre del esqueleto. Se castiga al sepulturero según las condiciones sociales que aquel tuvo en vida, y el estudiante queda en libertad. Nuestro caso era distinto. Se trataba de dos esqueletos semejantes, olvidados del mismo modo, por la misma persona misteriosa. Hay que identificar la persona. Desde las primeras investigaciones, sospecho que se trata de una mujer; se me ocurre un drama pasional, lo sigo, y llego al desenlace. Es una mujer. Pero soy yo quien hace la pesquisa, como novelista, como médico, con espíritu romántico —la mujer me interesa, y me propongo salvarla—y la salvo, es decir, la salvo de la garra policial; pero para eso es necesario que tome una dosis doble de veneno.»

—«Pero usted es culpable, usted es criminal, como instigador de un suicidio.»

—«Bueno. ¿Sabía usted quien era Clara? ¿Sabía usted lo que importaba sustraerla a sus jueces naturales? Usted no sabe nada de eso, ni lo sabrá jamás. Ahora se interpone el secreto médico.»

—«¡Pero hombre desgraciado! usted será victima de su curiosidad.»

—«Convenido. Esto no impedirá que continúe pensando que el secreto médico se sobrepone a las demás leyes sociales. Pasemos a otra cosa. Supongamos que este asunto hubiera caído en manos de un pesquisante policial. Nada tendría de extraño. Más entendido que nosotros dos en la constitución de un plan, y con más recursos (se entiende que con todos los antecedentes reunidos por mí y en la misma forma) habría llegado más pronto al momento aquel de '¡Señorita Clara!' ¿Qué habría sucedido? A la Comisaría, y después al Juez instructor, en seguida al Juez del crimen y a la Penitenciaria con ella. Una vez identificada en forma, gran escándalo social; mientras que ahora, todo pesa sin gallos y a media noche.»

—«Y entonces ¿cómo se va a publicar su novela?»

—«Muy sencillamente: desfiguro los nombres, modifico los hechos, dejo la trama, y permito que cada cual le dé el nombre que quiera. Unos dirán que es novela, otros que es cuento, otros narración, algunos pensaran que es una pesquisa oficial, muchos que es mentira, pocos que es verdad. Y así nadie sabrá a qué atenerse. Pero, si el pesquisante aquel se hubiera apoderado de Clara, ésta habría negado todo; se habría encerrado en el más absoluto silencio, porque la mujercita es de una pieza, y entonces no conoceríamos nada respecto de la planta que da el maravilloso veneno, destinado, pronto lo verá usted, a producir una revolución en Terapéutica.»

—«Pero usted, antes de alejarse de ella, debió pedirle un poco de su veneno.»

—«Sí, como quien pide una narigada de rapé.»

—«Pfeh! de todos modos!.....»

—«Usted comprende que, si va a juzgar mi diálogo con ella por lo que le he referido, tiene derecho para mandarme a Flandes, porque debí hacerle muchas preguntas relativas a cosas que interesarían a la Estadística; pero no a un lector de novelas. ¿Qué va usted a ganar con saber qué edad tiene, dónde nació, quienes eran sus padres, si yo sabía todo eso?»

—«¿Cuánto tiempo estuvo usted en su casa?»

—«Tres horas.»

—«¡Amigo! en tres horas se conversa mucho.»

—«Y se hacen muchas preguntas.»

—«Y se dan muchas respuestas.»

—«Sí, pero esas las reservo para cuando me envíen del Perú la Cryptodynama purpurea.»

—«¿Y el perfume?»

—«¿Qué le importa a usted el perfume? Si todavía pudiéramos desterrar con él esas aguas inmundas y hasta hediondas que algunas personas usan en Buenos Aires, para dominar con él hasta el olor del tabaco. Ah! valiera más todavía que resucitara el patchulí.»

—«Bueno, amigo; me voy; siga escribiendo. Con que ¿era linda la muchacha, eh?»

—«Vamos; modérese. Tiene más nervios que el simpático. Para poder comtemplar esa belleza, necesario es que se apodere de ella el abandono de la confianza, y el que quiera arrancar de esa harpa una nota que llegue al fondo, no debe apretar mucho las clavijas. ¡Pobres muchachos! ¡Cómo no habían de caer!»

—«Lo que hubiera yo deseado observar habría sido la cara que pondrían ellos al ver la transformación del grave estudiante en una mujer como me pinta usted a Clara.»

—«Pondrían cara de imbéciles.»

—«Bueno, adios. ¿Cuándo publica la novela?»

—«Muy pronto. ¿No ve? Ya voy a concluir. Con la tinta fresca todavía la mandaré a la imprenta.»

—«¿Y el pulido?»

—«Eso vendrá.»

—«¿Y el éxito?»

—«No sé.»

—«Pero si se trata de un escándalo, de varios crímenes.»

—«No, Señor; se trata de la aplicación de los principios generales de la Medicina Legal, que es una Ciencia, y de demostrar que la Ciencia puede conquistar todos los terrenos, porque ella es la llave maestra de la inteligencia. La Ciencia conquistará al Hombre, que no han conquistado aún la Religión ni la Política. 'La novela' —me decía no ha mucho uno de mis amigos más espirituales— 'es la epopeya moderna en prosa'. Y bien sí. Y la epopeya es la ciencia de la antigüedad. El templo más esplendoroso que ha tenido Minerva ha sido el cerebro de Homero.»

—«Así me gusta verlo; descubriendo la doctrina en un arrebato de enojo.»

—«¡Enojo! El entusiasmo que se apodera de mí en el momento de cumplir la promesa que hice al Señor Equis.»

—«Hasta pronto.»

—«No se pierda.»

Dos días después de este diálogo con mi amigo, los diarios de la mañana, en castellano, en alemán, en francés, en inglés y en italiano, ofrecían a sus lectores la siguiente noticia policial:

«Sorpresa.—En una casa de la calle tal, cerca de la estación Centro-América, ha sido hallado, muerto en su cama, un joven que pasaba por estudiante de Medicina, y que no lo era, según las averiguaciones llevadas a cabo por el Comisario de la sección. Al examinarlo el Médico de Policía ha quedado perplejo, por haber encontrado, bajo un disfraz masculino, la mujer más soberanamente linda que han visto ojos humanos. Al suprimirle un pequeño bigote postizo que velaba su labio superior, ha quedado al descubierto una boca delicada que modelaba las curvas de un beso. Al separarle unos grandes anteojos oscuros todos los circunstantes se han estremecido, declarando que en la vida se habían soñado ojos iguales. Negros, profundos y aterciopelados, invitaban a asomarse por ellos, como suele curiosearse en los abismos. Más que muerta, parecía hallarse en éxtasis.—'Así estaba Saturnieno!'-dijo un caballero involuntariamente y el Comisario le pidió su dirección. «Con la mano izquierda, crispada e invencible, apretaba un relicario de rubíes.»

En un armario había ropas de mujer.

«Su nombre era Antonio Lapas y muchos han creído que fuera un nombre de batalla, como el de Julian Martel o el de Julian Gray.

«Sobre una mesita, dos cartas.»

Una de esas cartas era para el Comisario.

La otra para mí. —«Si en las vicisitudes de la vida encuentra usted un niño desconsolado, o más tarde un joven afligido, y por último un hombre sin esperanza, colóquele la franca mano en la cabeza y despierte en su alma el rayo de la voluntad que no vacila. «Yo lo quiero.»

¡Pobre Clara! Tan linda y tan perversa!

Ignoro qué consecuencias podrá desenvolver el contenido de aquella carta; pero el Señor Equis, al que bien pronto le serán develados todos los horrores que él sospechaba, ha tenido la bondad de anunciarme que una circunstancia inesperada le ha convertido en tutor de un precioso niño de grandes ojos negros, aterciopelados, al que una nodriza joven, fuerte y rosada prodiga, de dos en dos horas, el abundante jugo dulce que necesita para vegetar. El niño ya sonríe, y cuando muerde los pezones con el único par de dientes de ratón que asoman en su mandíbula, sonríe también la nodriza, y le distrae con un relicario de rubíes que contiene un retrato del mismo infante.

El estado civil de esa criatura lo conoce y reserva el Señor Equis.

Antes que los jueces, en el ejercicio de sus nobles deberes, tomen conocimiento de la autopsia de Saturnino, de la muerte de Clara y sus consecuencias, conviene que descargue mi espíritu del peso de los compromisos que me atan con el Doctor Pineal, con Manuel y con el Señor Equis.

Así es que me apresuro a publicar el resultado de mis investigaciones, como lo había prometido.

Mi situación, al terminar esta novela, es mucho más grave que lo que yo pensaba al darle comienzo; pero abrigo la esperanza de no permanecer mucho tiempo bajo llave, si acaso he faltado de algún modo a las leyes de mi país por haberme inmiscuido en pesquisas que no eran de mi competencia, y esa esperanza se funda en el concepto elevadísimo que tengo del criterio de los jueces en cuyas manos me coloque la ley, porque ellos saben mejor que nadie que en la Naturaleza no hay hechos solitarios, sin vínculos que los aten a los demás, sinó una armonía perfecta, una serie de eslabones sin solución de continuidad, y un nudo eterno y fatal que no se desata como el gordiano, porque representa el mundo complejo alrededor del cual giran las leyes, y los sentimientos, y las razones.

Adivinada desde el primer momento ¿cómo iba a permitir que la justicia ordinaria tendiera su mano severa e implacable sobre los actos de una mujer de belleza irresistible, de una pobre enferma, de una infeliz neurótica, que impulsaron a la venganza los extravíos de un amor impaciente?

Como esos niños a los que asusta el nombre del Diablo, mi corazón artístico se estremece todavía al recordar la belleza de Clara, y cuando la ley escrita, desenterrada de algún código apolillado, me fulmine una sentencia por ocultación, o, como decía Manuel «por instigación al suicidio», gritaré a los jueces desde el fondo de mi celda:—«¡Envidiosos! con todas sus leyes, no han podido verla en su esplendor radiante e inmortal!»

Pero no es verosímil.

Un Juez envidioso solamente puede figurar en una novela

Estas son fantasías.

Cuando yo creía que, al besar el relicario de rubíes, Clara tenía oculto en él su veneno maravilloso, ni siquiera se me ocurrió pensar que en él guardaba el retrato de su hijo!

Así sucede con todas las cosas.

Por eso es un inconveniente grave el dejarse subyugar por las armonías del viento cuando canta en la ventana.

Appendix A

BS. As., IV, 5, 95.

FIN
CC BY-SA 4.0

Holder of rights
Ulrike Henny-Krahmer

Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2024). Collection of 19th Century Spanish-American Novels (1880-1916). La bolsa de huesos. La bolsa de huesos. The CLiGS textbox. Ulrike Henny-Krahmer. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-9BB4-7