El nombre de Laucha,—apodo y no apellido—le sentaba a las mil maravillas.

Era pequeñito, delgado, receloso, móvil; la boca parecía un hociquillo orlado de poco y rígido bigote; los ojos negros, como cuentas de azabache, algo saltones, sin blanco casi, añadían a la semejanza, completada por la cara angostita, la frente fugitiva y estrecha, el cabello descolorido, arratonado...

Laucha era, por otra parte, su único nombre posible. Laucha le llamaron cuando niño en la provincia del interior donde naciera; Laucha comenzaron a apodarle después, allí donde lo llevó la suerte de su vida, desde temprano aventurera; por Laucha se le conoció en Buenos Aires, llegado apenas, sin que a nadie se pudiese atribuir la invención del sobrenombre, y Laucha le han dicho grandes y pequeños durante un período de treinta y un años, desde que cumplió los cinco, hasta que murió a los treinta y seis...

De sus mismos labios oí la narración de la aventura culminante de su vida, y, en estas páginas me he esforzado por reproducirla tal como se la escuché. Desgraciadamente Laucha ya no está aquí para corregirme, si incurro en error; pero puedo afirmar que no me aparto de la verdad muchos centímetros.

I

Pues, señor, después de andar unos años por Tucumán, Salta, Jujuy y Santiago, ganándome la vida perra como Dios me daba a entender, unas veces de bolichero, otras de mercachifle, de repente de peón, de repente de maestro de escuela, aquí en un pueblo, allí en una ciudad, allá en una estancia, más allá en un ingenio, siempre pobre, siempre rotoso, algunos días con hambre, todos los días sin plata,—comencé por fin a temar con que puede ser que me fuera mejor en Buenos Aires, en donde nunca me podría ir peor, porque esas provincias nunca son buenas para hombres así, como yo, sin un peso, ni mucha letra menuda, ni mucha fuerza... ni muchas ganas de trabajar tampoco... Y tanto temé, que al fin resolví largarme y principié a hacer economías de a centavo—¡yo que nunca había juntado plata!— hasta que reuní todo lo que necesitaba para el viaje... lo preciso y nada más.

No he de contar los milagros y otras vivezas que tuve que hacer para juntar la platita: ya se lo imaginarán, y de no, poco importa. El caso es que un día me acomodé en el tren,—claro que en segunda, porque no había boleto de perro!—llegué hasta Córdoba, subí al Central Argentino, y en el Rosario me embarqué para Campana en el vapor de la carrera, porque la cosa salía más barata... Campana era entonces el puerto de salida y de llegada de los vapores del Paraná, y ahí mismo se tomaba el tren para Buenos Aires.

Desembarqué con mi equipaje, que era un poncho grueso de lana, criollo, de los tejidos a mano, muy lleno de colorines, y que le había ganado a la taba a un peón catamarqueño en Tucumán: se lo había hecho la mujer qué sé yo en qué punta de años...

¡Ah! ya había volado hasta el último cobre en las comidas y copetines del viaje, así es que me encontré en Campana con que para seguir a Buenos Aires tenía que empeñar o vender alguna prenda... y a no ser el poncho... Creerán que esto no tiene nada que ver con mi casamiento; pero esperen un poco... La miseria, como buena vieja brava, hace con el hombre lo que se le antoja... A mí me hizo llegar hasta el casorio, ya verán...

II

Bueno, pues, anduve de tienda en tienda queriendo vender el poncho y sacar boleto con la platita, pero sin suerte porque no encontraba ningún aficionado.

—Esos ponchos no se usan por acá,—me decía uno.

—Ya tengo demasiados ponchos—me decía otro.

—No compro ropa usada,—me gritó furioso un tendero gallego que no tenía más que clavos del tiempo de ñaupa.

Por fin un bolichero me dio por él cuatro nacionales,—y digo nacionales porque ya habían cambiado la moneda corriente, tan linda y tan rendidora.

El boleto de segunda de Campana a Buenos Aires valía entonces alrededor de peso y medio o dos pesos, y no como ahora que cobran cerca de cinco. Así es que yo estaba bien, al fin y al cabo, gracias al ponchito catamarqueño... Pero mi maldita suerte, que no me va a dejar en la pucha vida, quiso que mientras andaba entretenido en el cambalache del poncho, el tren se mandara mudar sin esperarme... ya ven, no tenía reloj, y aunque tuviera no me iba a ir sin boleto y sin plata.

Lo peor es que para ese tiempo no había más que un tren al día, y me tuve que quedar en Campana, y comer y dormir en un bodegón y posada en que sabían parar los reseros que llevaban hacienda para el saladero, que después se hizo frigorífico. La historia me costó peso y medio, así es que me quedé tecleando. ¡Miren qué polaina!

A la noche anduve ronciando la mesa de los reseros, que despuntaban el vicio al mus. Los ojos se me iban, pero jugaban muy fuerte—cinco pesos la caja... ¡Figúrense! yo no iba a pedir media caja, está claro...Me quedé con las ganas y me fui a dormir.

Al otro día me clavé en la estación media hora antes que el tren... y no lo perdí esa vez. Pero ¡vean si no me sobra razón para hablar de mi suerte perra!. Bajé en una estación para tomar una copa, y cuando acordé el tren iba pita que te pita, a cinco cuadras!

No, no se me rían: no estaba ni alegrón siquiera, aunque otro pasajero llevaba un frasco de ginebra marca llave (que no es como la de ahora) y de vez en cuando me convidara a pegarle un beso... ¡Bueno, bueno! sea como sea, el caso es que me quedé en la estación Benavídez, que no tenía, ¡qué iba a tener! ni sombra de los pobladores que tiene hoy. Volví bastante tristón a la pulpería de frente al tren, donde había estado antes, y que era un boliche con cuatro botellas locas, un queso viejo del país, un pedazo de dulce de membrillo amohosado, y media docena de salchichones entre una pila de cajas de sardinas...

Me puse a conversar con el pulpero, y al rato éramos amigotes. Lo convidé con una copa—porque todavía me quedaban unos centavos,—y cuando le hablé de lo pobre y apurado que estaba, me dijo que por las chacras de ahí cerca andaban necesitando peones para el maíz y que era fácil que me conchabaran si no era muy mulita y no me rendía de estarme al sol el día en peso. Yo, la verdad, no he nacido sino para trabajos de escritorio, de esos de no hacer nada, sentadito a la sombra,—pero la necesidad tiene cara de hereje, y ese mismo día me conchabé con un chacarero que, del partido de las Conchas, donde está la estación Benavídez, me llevó para el Pilar, á recoger maíz.

¡Qué quieren! A los dos días ya no podía más, charqueado por el sol, y trasijado por el trabajo bruto. Le cobré los dos jornales al chacarero, que me raboneó unos cuantos centavos como buen gringo, me largué a Belén, que estaba cerquita, a buscar otro acomodo más conveniente, y ahí fue donde empezó el baile... o donde siguió, porque ya hacía rato que había principiado...

No hice huesos viejos en Belén. Antes de la semana ya me había ido sin rumbo, y seguí de pueblo en pueblo y de chacra en estancia, alejándome cada vez más de Buenos Aires, como si en mi perra vida hubiera pensado ver a los porteños. Válgale a la suerte que juega con el hombre como el viento con la paja voladora.

III

Una mañanita que estaba en una esquina, muy lejos para el suroeste, matando el bicho con una copa de caña paraguaya, me puse a conversarle al patrón, porque yo era el único marchante y él se aburría como yo, del otro lado de la reja, medio echado de barriga sobre el mostrador y con la cara muerta de sueño entre las manos. Yo andaba otra vez sin trabajo y con poquitos cobres en el bolsillo... Es que no me puedo conformar con que me manden, ni con echar los bofes como una mula...

—¿Para dónde va ese camino?—le pregunté entre otras cosas al pulpero, mostrándole con la zurda—en la otra tenía el vaso,—una huella que agarraba para el sur

—A Pago Chico. Esa huella sigue derechito como unas seis leguas, y va a dar a la misma estación del ferrocarril del Pago...

Yo había oído las mentas de ese partido, y me entraron ganas de ir, por puro gusto: al fin y al cabo, lo mismo era trabajar allí que en cualquier otra parte, y el mismo gusto tiene una copa de ginebra legítima. Pero como no tenía caballo ni de donde sacarlo, y seis leguas a pie son mucha música, le pregunté al pulpero si no caería alguna carreta o algún carro que me llevara.

—No, amigo, me contestó:—esas huellas son de las tropas que pasaban antes con lana para Buenos Aires, pero desde hace un año ya no andan, porque todo se lo lleva el tren.

—¡Caramba, amigo, qué lástima!

—¡Mire qué casualidad!—siguió el pulpero al ratito.—¡No me acordaba, hombre! Tiene suerte, porque hoy mismo, y cuando más mañana, va a venir la jardinera del almacén del pueblo que trae surtido para todas las esquinas del camino al Pago, y para mi casa también.

—¿Y de ahí?

—El repartidor lo llevará, si se le hace amigo.

—¡Oh y cómo no? Lo voy a esperar no más, porque de veras que tengo muchas ganas de conocer Pago Chico. Es un pueblo grande, ¿no?

—Bastante.

—¿Y tiene escritorios y tiendas?

—¡Ya lo creo!

—¡Magnífico!

Y me quedé tomando una que otra copita con el pulpero que era un buen gallego acriollado, hasta que a eso de la diez de la mañana, apareció sobre un albardón una manchita negra que iba agrandándose despacio entre el verde del campo.

—¿Ve eso?—me preguntó el pulpero.—¿Y sabe lo que es?

—¡Sí, la jardinera! La cuestión será que me quiera llevar el almacenero...

—Por eso pierda cuidado, porque es un muchacho bueno y servicial, y a más, si usted sabe ganarle el lado de las casas, hará lo que quiera con él...

Con esta seguridad, y aunque me quedara tecleando la platita, le compré provisiones para el viaje, salchichón, queso, galleta, cigarros, fósforos, y... nada más... Aunque también me parece que le pedí dos cuartas de vino carlón...

Llegó el repartidor del almacén, y después de unas cuantas copas y un poco de jarana, no tuvo inconveniente en llevarme, como me había dicho el pulpero.

El hombre era conversador, yo nunca he sido manco, así es que la charla empezó en cuanto salimos de la pulpería... eso sin contar el aperital de adentro.

Volvía de vacío, los caballos eran buenos, obscurecía tarde, y de consiguiente podíamos llegar ese mismo día a Pago Chico. Le conté mi vida; él me contó la suya desde que vino de España: siempre detrás del mostrador, sin salir ni los días de su santo, hasta que lo hicieron repartidor, y andaba como bola sin manija, trotando en la jardinera y tardándose dos y tres días para volver al Pago. Cuando le hablé que buscaba conchabo, me dijo:

—Si usted quiere trabajar sin deslomarse, ya sé lo que le conviene. Lo dejaré a una legua de Pago Chico, en la pulpería de doña Carolina, que allí encontrará en qué pichulear algo.

—¡Magnífico, amigo! Yo para todo estoy pronto, en tratándose de trabajar, y más cuando ya casi no me queda ni un centavo, como ahora...

—Entonces, doña Carolina anda buscando un dependiente que le convenga... Pero es muy delicada, y una punta han tenido que volverse sin que los tomase... Por eso ahora ya nadie va. En fin: de todos modos, usted encontrará trabajo, porque ahí cerquita está el campo de los Torres, y siempre necesitan peones.

Almorzamos, sin dejar el trote y galope; yo pesqué un rato despertándome con los barquinazos; volvimos a charlar, a fumar, a tomar unos traguitos; por fin, a la tardecita llegamos al destino de que hablaba el hombre, y nos apeamos.

IV

La casa era bastante grandecita, con negocio de almacén, tienda, y un poco de ferretería. Tenía también un despacho de bebidas, con gran reja de fierro adelante del mostradorcito, y sin mesas, ni bancos, ni menos sillas, para que el paisanaje y el gringaje, no teniendo en qué sentarse, se largara en cuantito tomaba la tarde o la mañana.

Entramos a la ramada, y del otro lado de la reja se nos apareció una mujer de más de treinta años,—después supe que tenía treinta y cuatro,—bastante buena moza todavía, alta muy blanca, de pelo negro y ojos obscuros

Cuando nos contestó las buenas tardes, conocí que era italiana.

—Doña Carolina,—le dijo el repartidor—aquí le traigo un forastero que anda medio en desgracia, y como el hombre busca trabajo, yo le he dicho que aquí puede ser que encuentre. ¿Qué le parece?

—Sí,—contestó la mujer, mirándome con atención;— si se queda por acá, luego o mañana no más, han de venir del establecimiento de Torres... Lo pueden conchabar...

—Y usted, doña Carolina, ¿por qué no lo toma de dependiente? Es mozo vivo y capaz de ayudarla.

—¡Oh, yo!—dijo la gringa suspirando,—ya no pienso en eso. Se me ha ido la idea.

—No importa,—le dije,-me quedaré a esperar a los de Torres. Y, de mientras, sírvanos dos vasos de vino que sea bueno, que estoy galgueando de sed, y este compañero no le digo nada.

Tomamos el vino, que era bastante rico, y el repartidor se despidió porque tenía apuro de llegar al pueblo. Yo me quedé a la espera, mirando la casa, para matar el tiempo. El almacén estaba regularcito de surtido, con muchas bebidas, latas de conservas en un estante, salchichones y tocino colgados del techo, queso y dulce de membrillo en una vidriera, junto con masas de facturería, caramelos largos, pan viejo y galleta.

Había también cosas de ferretería, frenos, facones, cuchillos, tijeras de esquilar, hachas, lebrillos y cacerolas y una punta de chirimbolos más, pero del otro lado de la reja, lo mismo que las cosas de tienda, bramante, zaraza, coleta, ponchos, camisetas, pañoletas, calzoncillos, chiripas, hilo, canutillo, pañuelos de seda celestes y colorados, y qué sé yo qué cosas más.

La casa era un galpón grande con techo de fierro, y al fondo tenía un cuartito que me pareció el dormitorio de doña Carolina. Afuera, a unas diez varas y como cuadrando la especie de patio de tierra pisoteada, que quedaba entre la ramada y el palenque, había otro galpón más chico, pelado, sin otra cosa que un fogón en el medio, hecho con una llanta de carro, y lleno de ceniza: no había cama, ni en qué sentarse, pero era la comodidad de los forasteros que se quedaban a dormir en el negocio. Eso no es nada para cualquier hombre de campo, que arma cama con el recado; pero yo, sin más que lo puesto, ni una pilcha para abrigo, lo iba a pasar muy mal si no llegaban a tiempo los de Torres...

Me llamó muchísimo la atención no ver a nadie más que a doña Carolina, ni en las casas, ni en el galpón, ni por ahí cerca. Los animales que andaban en un pastizal medio alambrado, eran cinco o seis guachitos y un overo rosado que, por la pinta, debía ser viejón y manso y de la silla de doña Carolina.

Afuera de la ramada había colgado un cuarto de carne, y una nube de moscas revoloteaban al rededor, mientras que otras, paradas, estaban acresándolo. Pero de balde miré a todos lados a ver si había gente: no vi a nadie.

—¿Cómo puede vivir esta pobre mujer, en tanta soledad?—pensé.—Los perros no bastan para cuidarla, porque cualquier malevo los achura, y después a ella, y le roba hasta la última hilacha... ¡Se necesita ser guapa!... Sólo que la gente haya ido al pueblo...

Ya me empezaba a interesar la gringa, así es que me volví a las casas y le pregunté:

—Perdone, misia Carolina; pero ¿usted está sola aquí, en esta casa?

—Sí,—me contestó—no somos más que yo, y un viejito que está ahí, en el bajo del arroyo, cuidando los chanchos. Es el que me ayuda un poco.

—¡Caramba, señora! ¿Y no tiene miedo de vivir tan retirada del pueblo, en esta soledad? Porque el viejo poco ha de servir para compaña...

—¡Así es, el pobre ya está muy viejo... Y aunque yo tengo una escopeta, y soy capaz de usarla, a veces me da miedo... Por eso pensaba tomar alguno para que me acompañara y me ayudara a despachar... ¡pero, qué quiere!...

Al decir esto, me miró muy seria, muy atenta, y después se quedó callada.

—¿Y por qué no lo ha hecho?—le pregunté por fin.

—¡Eh! ¡por qué! por qué... Porque los que querían conchabarse no me convenían... y como no puedo pagar más que quince pesos al mes... Por ese sueldo hoy no se acomodan nada más que los que no sirven, aunque se les dé la casa y la comida...

Yo, entonces, medio serio, medio riéndome, le dije:

—¿Y yo también soy de los que no sirven? -¡Oh!, ¡usted no!— mé contestó mirándome á los ojos.

—¿Y entonces? ¿no le dijo mi amigo el repartidor?...

—Sí, son cosas que se dicen, y después...

—Pues mire, señora, lo que es yo, trabajaría con usted, no digo por esa plata... hasta por mucho menos... Estoy cansado de andar rodando... Lo que tiene, que no traigo recomendaciones... ni tengo en el Pago más conocido que el repartidor...

Doña Carolina me volvió a mirar un rato, sin abrir la boca, como para verme las intenciones en la cara. Yo no soy un buen mozo, ya lo sé, pero tengo algo, algo que me hace simpático, sobre todo a las mujeres; ¿Se ríen? ¡Oh!... pues sí yo les contara... El caso es que a doña Carolina le debí parecer buen muchacho, porque en seguida me dijo:

—Si fuera sólo por eso de las recomendaciones, no importaría, porque usted no tiene laya de ser mala persona, al contrario!... Pero, ¡qué ha de querer una colocación así, cuando hasta de peón puede ganar dos o tres pesos diarios, cuando menos!

Le conté entonces que yo era más pueblero que hombre de campo, y que no me gustaba trabajar al viento y al sol, como tenía que hacerlo para no morirme de hambre desde que principié a andar en la mala y perdí lo poco mío que tenía. Le dije que me quitaron un empleíto en Buenos Aires, por intrigas de un compañero traidor que me quería sustituir; que después anduve por las provincias del interior, corriendo tierras y buscando la suerte, pero que todo me salió mal hasta que tuve gue volverme con una mano atrás y otra adelante. En fin, le hice un cuento de los que no se empardan; y ella me escuchaba con mucho interés y atención: hasta me parece que lagrimeó un poco...

En esto, entraron unos carreros a tomar la copa y yo me salí para el patio.

Los carreros andaban apurados y se fueron en seguida. Doña Carolina me chistó:

—Bueno—me dijo,—si quiere, quédese aquí unos días para probar...

—¡Qué probar ni qué probar! Si me quedo aquí, será para toda la vida!—dije entusiasmado.

—¡Quién sabe!... En fin, le pagaré por ahora los quince pesos, y después... si los negocios andan bien, veremos... Le daré un poco de ropa, tiene la comida asegurada, y puede dormir en el galpón, que yo le prestaré unas jergas para blandura y un ponchito para que se tape.

Ahí no más cepillé un gato de puro contento.

V

Cuando volví a salir al patio ya era casi noche, y me encontré al viejo de los chanchos que había vuelto al entrarse el sol. Estaba pitando un cigarro negro, sentado en una cabeza de vaca, a la puerta del galpón, por la que se veían las llamaradas de una fogata de leña y un humazo terrible que no dejaba divisar las paredes.

—¿Tomando el fresco, paisano?—le pregunté, para entrar en conversación.

Ansina mesmo es, don—me contestó;—demientras se calienta l'agua y medio si asa el churrasco. ¿Quiere dentrar y prenderle a un verde?

—Con mucho gusto, amigo don...

Cipriano, p'a servirlo,—añadió el viejo, que se sacó el pucho negro de la boca, mirándolo y remirándolo, como con pena de que se acabara tan pronto.

Entramos en el galpón. Al lado del fuego, que ardía con grandes llamas y chisporroteo de leña verde, echando un humo espeso y agrio que hacía lagrimear, hervía una inmensa pava, negra de ollín; al lado estaba la enorme yerbera cuadrada, de palo, mediada de yerba parnanguá, entre la que se asentaba el mate, una galleta muy bien retobada con vejiga. Al calor de la llama, se iba asando un pedazo de carne de la que vi colgada, y ahí no más, cerquita, el porrón de la salmuera. El viejo era amigo de su comodidad. Entró la cabeza de vaca, yo me senté en otra, y comenzamos a matear y a menearle taba.

¿Y p'ande va, amigo? — me preguntó don Cipriano, brindándome un amargo.— Porque usted no es del Pago, ¿no?

—No; no soy del Pago, pero voy a ser— le dije.

¡Aja, está bueno! ¿Y ande piensa trabajar?... si me permite la pregunta.

—Aquí mismo. Me quedo a ayudar a la patrona.

¡Bien haiga! Falta le hacía a la pobrecita, dende que murió el finao, aura hará un año p'a la yerra... La mujer no ha di andar sola, dispués de haber tirao en yunta... Sólita, se hace mañera, y no sirve ni p'a noria.

Al principio no entendí bien lo que me quería decir el viejo, pero la agachada era demasiado clara, para que al fin no cayese en cuenta. Refregándome los ojos que me ardían con el humo, le dije con retintín:

—¡Sola!... tan sola no vivía, desde que estaba con usted.

Se mi hace que l'incomoda la humadera, amigo, y que no ve lo maceta que mi han puesto los años... Y cómo será cuando tuavía no gastábamos más leña que la de oveja, ni pitábamos más que naco o cuerda, y yo era viejón y duro de coyunturas!.. No friegue pues, mocito.

Yo me eché a reir. El viejo, después de estarse callado un rato, siguió con los cuentos de la patrona.

Dende que murió el finau, que Dios tenga en gloria, doña Carolina anda como pan que no se vende. A esa moza—porqu'es moza tuavía,—le falta algo, está claro! Y la verdá que anqu'es trabajadora y se levanta al alba, la esquina suele ser de mucho trajín p'a ella sola, pobrecita...

Chupó tranquilamente el mate, y después siguió:

Y es buenaza la patroncita... Cuando vivía el finau, todo era mimos y comiditas...

Aura, rejunta cuanto guacho encuentra y los trata como a hijos... A mí, a su lau no me falta nada, y eso que soy un viejo deslomao que no vale ni una sé di agua... Y hace mucha caridá, y no hay rancho de pobre por ahí cerca, en que no la quieran como al pan bendito...

—Me alegro de tener una partona así,—le dije—de ese modo me voy a quedar aquí toda la vida.

Me miró con una risita fregona, y después de un rato agregó, mientras encendía un candil de sebo de carnero:

—¡Mire!.. usté, lo que debe hacer, mocito, es endilgarselé derecho no más, y ronciarla de lo lindo, pero sin faltarle, eso sí... Usté no me parece lerdo, más que para lo que sea cosa'e sudar, y ella, la pobre, necesita compaña... Oigalé a este viejo que no ha visto al ñudo tanta madrugada, y siga su mal consejo, que le ha d'ir bien... Y aura, vamos a tender el asador y a echarle la salmuera p'a qui acabe de asarse al rescoldito... ¡Ya verá qué charrusco! También ya no sirvo p'a otra cosa.

Saqué el cuchillo y busqué donde afilarlo, pensando en lo que me había dicho el viejo ño Cipriano, que no dejó de interesarme mucho. La verdad que allí podían acabar mis penurias, sin hacer mal a nadie, y principiar una vida tranquila y honrada, con una buena mujer, unos pesos siempre listos en el bolsillo, trabajo descansado y divertido, una copita cuando se me antojara, comida abundante, cama blanda...

—A naides ha querido conchabar de todos los que han venido a ofrecerse,—dijo ño Cipriano.—Y si lo ha tomau a usté, es porque ya tiene más de la mita del camino andau. Arriejesé sin miedo, mozo!

Le iba a contestar, cuando oí que doña Carolina me llamaba desde la ramada:

—¡Eh! joven, eh! Venga aquí, haga el favor.

Todavía no le había dicho mi nombre.

Salí y fui a la ramada.

—¡No!,—gritó doña Carolina.—Entre nomás por el patio, que los dos vamos a comer aquí adentro, en esta mesa.

Había puesto un mantel limpito, dos cubiertos, una pila de platos, pan con grasa, queso fresco, una caja de sardinas abierta, y un gran platazo de nueces y pasas.

—Aquí se come a lo pobre, y usté dispensará porque no hay cómo hacer muchas cosas.

—¡No diga, señora!—le contesté.—Si viera los gofios que he comido todo este tiempo, y el maíz cocido de las provincias del norte, no pensaría eso. Muchos días me lo he pasado con una galleta y un traguito de aguardiente, y otros, sin galleta...

—¡Pobre mozo!—dijo doña Carolina, que se había puesto tristona, y medio lagrimeaba, como yo en el galpón con el humo—Pero ahora, siempre tendrá lo más preciso, porque aquí, gracias a Dios, nunca falta que comer...

Y aquella noche, al menos, era verdad, porque comimos sopa de fideos, las sardinas, una ensalada de carne, asado, el queso, las pasas y nueces, y qué sé yo, hasta que tuve que decir que no quería más, al servirme la segunda botella del vino que habíamos probado con el repartidor...

¿A qué contarles la conversación, mientras cenamos, ni lo alegre que me acosté, ni lo bien que dormí esa noche en un montón de bajeras y cueros de carnero bien lavados y blandísimos... y hasta con sábanas!!

VI

Me levanté al alba, agarré una escoba y me puse a barrer la ramada y el corredor de la casa, porque misia Carolina todavía estaba durmiendo encerrada adentro.

De repente se me apareció, me quitó la escoba de las manos, como si estuviese muy enojada, y me dijo:

—¡No quiero que haga eso! Más bien entre al negocio; arrégleme las bebidas y después... ¿Sabe escribir?

—¡Cómo no, señora! y tengo bastante linda letra.

—Bueno, me alegro. Entonces, me va a poner en limpio la libreta de cuentas.

—¡Perfectamente, señora: yo haré todo lo que me mande! Pero tampoco me incomoda lo de barrer, así es que si usted quiere, puedo hacer las tres cosas, porque las mañanas son muy largas todavía.

—¡No, no! Vaya al negocio nomás; yo le iré a ayudar en seguida.

¿Eh? ¿qué tal? ¿qué me dicen? Me parece que los primeros golpes estaban bien dados, ¿eh?

Entré al almacén, tomé mi mañana, más abundante y mejor que de costumbre, y me puse á arreglar las botellas, que en su mayor parte eran falsificadas en la licorería de Pago Chico y unas misturas asquerosas. Al ver esto, se me ocurrió una invención que debía dar muy buenos resultados. Cuando acabé con las botellas busqué una libreta nueva, y principié a copiar la vieja toda ajada y mugrienta de tanto manoseo, llena de garabatos y rayas y borrones. Escribí que era un primor, y ya estaba acabando cuando entró misia Carolina, que se quedó embobada al ver mi trabajo y me miró con admiración, casi con susto de que me le fuera a ir. Para admirada todavía más, le dije sobre el pucho;

—¿Sabe, señora, lo que se me ha ocurrido? Que, como yo sé fabricar coñac, hacer dos cuarterolas de vino de una sola, falsificar el bíter, el ajenjo, el anís, y todo lo demás, lo mismo que misturar la yerba buena con la mala sin que se conozca—podemos hacer aquí todas esas cosas. Usté ganaría muchísimo más que ahora, que está regalando la platita al licorero falsificador de Pago Chico.

Misia Carolina abrió tamaños ojos, se rió un poquito, pero no consintió en seguida.

—¡Eso es tan difícil! ¡sé necesitan tantas cosas!

—No crea, señora, con poco se hace.

—No importa, por ahora no; después veremos. ¡Hay tiempo!

Pero yo ya le había ganado la voluntad y medio se me recostó en el hombro, para volver a ver la primorosa libreta.

Tan bien iban las cosas, que esa mañana el almuerzo fue mejor todavía que la cena de la noche antes, porque, además de puchero, hubo gallina con arroz, tortilla, mazamorra con leche y dulce de membrillo. La patrona echaba el resto o poco menos.

Entonces principié la vida gorda, las grandes charlas y beberaje con los marchantes, las jugadas al mus, al truco y a la taba, las payadas y guitarreos, los viajes de todo un día, hasta el Pago, en el overo maceta.

—Diviértase, diviértase nomás,—decía misia Carolina,—que para eso es joven; y mientras no me falte al trabajo...

La verdad es que la gringa no hablaba del todo así, como he dicho yo. Se conocía que era italiana, y decía coven, trabaco... Pero eso no le hace. Al fin yo me divertía y gozaba sin tener que pensar en nada. ¿Qué importa la habla entonces? Yo también suelo ser fino cuando quiero—¡oh! ¿y de no?—pero me gusta que todos me entiendan...

Bueno, pues: como las cosas iban tan bien, me le animé a la gringa. Ya hacía tiempo que la andaba pastoreando para eso, pero no hallaba cómo principiar la declaración y me daba miedo de pegar una rodada... En fin, aquella tardecita me dije: "Amigo Laucha," (Yo también me he acostumbrado a lo de Laucha). "Amigo Laucha, lo que es de esta hecha, que no se te escape". Y así fue nomás...

Cuando ya estábamos acabando de comer, le busqué la vuelta y le dije:

—Conque desde que enviudó, misia Carolina, ha estado sólita... sólita y su alma?

Le hablé con la voz tembleque y mirándola medio al soslayo.

—¡Hace más de un año!—y suspiró la gringa.

Yo aproveché la bolada:

—¡Que lástima, tan joven!—y en seguida le soplé, más despacito:—¡Y tan hermosa!

A la verdad, doña Carolina no tenía entonces nada de fea, y era grande y gorda, como a mí me gustan, puede ser por lo que soy así flacón y bajito.

—¡Qué quiere! ¡así son las cosas de la vida!—dijo suspirando otra vez, y como si no hubiese oído el piropo.—Y sola y mi alma me he de morir, porque ¿quién me va a querer a mí, vieja y fea como soy?...

La gringa había esperado para retrucarme el cumplimiento, pero con toda baquía me dejaba un juego lindazo para mis intenciones... y las de ella.

—¡Señora!—le contesté, sobre el pucho y muy estirado,—usted está en una posícion mejor que la mía, que si no, y perdone el atrevimiento,—yo me comprometería a hacerla feliz,—y que se olvidara del finadito. Y ¿sabe por qué?... porque a gatas la vi, me fue muy simpática, y hoy ya la quiero de alma...

Doña Carolina se agachó al plato, como para seguir comiendo—pero no comió,—y al rato me dijo despacio, como con miedo de que le hiciera caso a lo que me decía:

—No hablemos más de esas cosas.

Yo me quedé callado, porque no había para qué estirar mucho la prima, y era mejor pasar por corto de genio... Ella fue la que habló primero, mientras estaba sirviendo el postre:

—Cuénteme algo de lo suyo,... de su vida —me dijo.—Ya sabe que me gusta mucho oírlo hablar.

—¡Mi vida ha sido tan triste hasta ahora, misia Carolina!... Puras penas no más... He sufrido mucho y no quisiera molestarla con mis recuerdos...

—Bueno,—contestó, medio afligida.—No quiero que se vuelva a entristecer.—Y entusiasmándose, siguió:—Ya no ha de pasar más penurias, porque no va a estar toda la vida conmigo como un dependiente... Usté es trabajador, aunque le gusta divertirse á veces... Lo voy a hacer entrar como socio: ya sabe que en este boliche se gana platita. ¡Ya ve que todas las noches saco treinta o treinta y cinco pesos del cajón, y hay, también, que contar los fiados y las libretas... Pero, si usté mismo hace las bebidas, que son lo más caro, tenemos que ganar mucho más.

—¡Así es, señora!—le dije con los ojos como patacón.

Digamé entonces lo que necesita,—siguió ella,—y yo le daré la plata, para que se vaya a Chivilcoy, o al mismo Buenos Aires, si es mejor, y se traiga todo...

—¡Mire, doña Carolina, me hace llorar de buena que es! ¡y créame, que no favorece á un desagradecido!

E hice la farsa de limpiarme los ojos con un pañuelo de seda celeste,—¡ah criollo!—que ella me había regalado en los primeros días y que tenía limpito y muy planchado. Después seguí:

—¡Bueno, señora! me iré mañana mismo, si le parece, y con doscientos pesos haré el viaje y compraré las cosas y las misturas que me hacen falta. Y en un año, no habrá que comprarle al indino del licorero más que la soda y la cerveza...

—¡Está bueno! mañana mismo irá.

Pensé acercármele al ver que le brillaban los ojos, pero en seguida me pareció que quién sabe si no corcoveaba...

Yo al fin, soy un poco corto de genio... aunque no tanto!...

VII

Esa noche quedó arreglado y convenido todo lo de la fabricación, y en buen camino las otras cosas, que por lo visto no le habían disgustado mucho a la gringa. ¡Ah! ¡me olvidaba! también me dijo:

Usté no tiene capital, y aquí en el boliche hay un capitalito de unos pocos miles de pesos. Pero haremos cuenta que la mita es de usté, para no andar con embrollos.

Yo me largué contentísimo al galpón, donde tenía mi cama, pero aunque era blandita, casi me pasé toda la noche revolviéndome, sin poder pegar los ojos.

Pues en cuantito principió a clarear, ya estaba con los huesos de punta y con todo aprontado para el viaje...

Tomé unos cimarrones con ño Cipriano, que dormía en la otra punta del galpón sobre unas pilchas viejas, y con quien nos habíamos hecho amigazos. Cuando le conté lo de la sociedad y el viaje, bailando de gusto, me dijo muy serio:

Tenga mucho cuidau, paisano, con lo qui hac'en la ciudá; no vay'á dejar qu'el asau si arda antes de qu'esté en su punto. Usté va lejos, pero más lejos van las mujeres... De puro desconfiadas y ladinas, cuand'uno va, ya están de güelta. No se me descuide, y se me quede di a pié cuando ya está estríbando!

Me hice el desentendido y me reí, brindándolé el mate que cebábamos una vez cada uno, a lo resero. Después me levanté para irme.

—Bueno, hasta la vuelta, amigo don Cipriano.

—Que le vaya bien y hasta la güelta mozo: no se tarde, que el güay lerdo... ya sabe...

Me fui a despedir de la gringa que me dio tres o cuatro sacudones de manos, con los ojos aguachentos, monté el sotreta overo que ya había ensillado, y con su galope de ratón seguí hasta un almacén de al lado de la estación de Pago Chico. Ahí dejé el mancarrón, muy recomendado, y me entretuve tomando unas cañitas, porque todavía faltaba rato para el tren...

En Buenos Aires compré etiquetas con todos los nombres y todas las marcas de las bebidas, corchos, lacre, cápsulas de lata, esencias de todo, y unas damajuanas de aguardiente muy fuerte, que es lo principal para los licores. No me olvidé tampoco de los polvitos de anilina para dar color, ni de una punta yerbas y palos de droguería que necesitaba. Compré también por s¡ acaso un «Manual del Licorista» y sin perder tiempo, acordándome del buen consejo de ño Cipriano, me volví a Pago Chico, y enderecé en seguida para la esquina «La Polvadera», como le sabían decir a la casa de negocio.

No se me da la gana decirles, cómo me recibió doña Carolina, pero les aseguro que no fue mal... ¡No! ¡lo que es eso no! hasta ahí no llegaba la broma todavía...

Bueno, pues, al otro día mismo, ya me puse a hacer mis menjunjes, y de ahí salió anís, coñac, ginebra, guindado, hasta vermouth; rebajé todo el vino que había (dejando unas damajuanas aparte para nuestro uso) le eché mucho aguardiente, un poco de anlina, y de cada cuarterola alcancé a hacer más de dos, como se lo había prometido a mi gringa. Y todavía me acuerdo que, entusiasmado con el trabajo, hasta inventé licores, o más bien dicho, el color, y así hice caña de duraznos azul, ginebra amarilla como de oro, bitter de naranjas, verde y colorado, y un licorcito muy dulce de vainilla, color violeta claro, que los reseros sabían llevarie a la novia de regalo, por lo rico, y sobre todo por lo lindo que era.

La cosa resultó magnífica, y a los marchantes les gustaban más algunas bebidas hechas por mí, que las legítimas—puede ser que porque eran más fuertes.—Y decían al pedirlas:

—¡Eh, mozo! una caña... de la que toma el patrón, eh!

Carolina estaba muerta de contenta y un día me dijo:

Usté tiene unas manos de ángel (decía anquel) y estamos ganando mucha plata. Y... ¿quiere que le diga? Lo que yo necesitaba era un joven (coven) como usté... Y ahora que lo conozco bien... ya le puedo prometer que... que vamos a ser felices en todo sentido...

Yo no había vuelto a hablarle del asunto serio, pero en todo aquel tiempo, la miraba con ojos de carnero degollado, rondándola y pensando: «¡Ya has de caer! ¡ya has de caer, mi vida!» seguro de que no se me iba a escapar. Y todavía haciéndome el sonso, le salí con esta agachada:

—¿Qué quiere decirme, señora, con felices en todo sentido?

La gringa se desentendió, contestándome colorada:

—Conversaremos esta noche, después de cerrar el negocio... Entonces le diré la contestación...

Yo hubiera bailado en una pata, de puro contento.

Y efectivamente... Cuando acabamos de comer, cerré la puerta de la ramada—que se cerraba por afuera,—entré al negocio por la del patio, y me encontré a Carolina que me estaba esperando.

—Ahora puede decirme—principié despacito, para quitarle los últimos recelos.

Pero ya no había necesidad de tantas historias.

—Bueno, conversemos,—dijo muy seria. —Pero antes digamé la verdad... ¿Usted se casaría conmigo?...

Le iba a contestar, pero no me dejó.

-Soy un poco vieja y fea—siguió con una especie de coqueteo que hoy me da risa—pero lo quiero mucho, y como le dije hoy, podemos ser felices en todo sentido... La cosa es, que hay que casarse, si no, ninte!

Yo nunca había pensado en semejante cosa, pero comprendí que la gringa no iba á aflojar ni por un queso, y conseguí ponerle buena cara.

—¡Oh, misia Carolina! Nunca creí otra cosa, y casarme con usted será mi felicidá—le dije.

Se rio muy contenta, y me dio la mano que me apretó mucho, con los ojos medio llorosos.

—¡Bueno, bueno!—siguió.—Entonces yo le daré lo que quiera, y si no tiene inconveniente, mañana mismo se va a Pago Chico, a comprar todo lo que haga falta para casarnos en cuanto pasen las amonestaciones...

Y como para ensartarme más de lo que estaba, me dijo que el negocio no era más que una parte de su fortunita, porque tenía un campito ahí cerca, arrendado a unos vascos, unos pesitos puestos en Buenos Aires, en el Banco de Italia, y algunas cositas más que yo vería después.

—¡Aunque no tuviera en qué caerse muerta, misia Carolina!—le dije contentísimo— ¡Sería lo mismo para mí, y me casaría con usté inmediatamente!... ¡Sí! Mañana mismo me voy al Pago, a hacer las compras, a ver al cura, a buscar los padrinos y mandarme hacer una ropita decente, porque no me he de casar como un zaparrastroso.

Y agarrándola por la cintura, como para bailar, le grité:

—¡Ya verás, m'hijita, qué felices vamos a ser!...

Pero aunque el negocio me conviniera mucho, yo no dejaba de tener un poco de vergüenza, por las relaciones y la familia, que no iban a dejar de saber mi casamiento, porque al fin y al cabo yo no soy un cualquiera, aunque anduviese más pobre que las ratas... ¡Y se me ocurrió una idea macanuda!

—Mira, hijita—le dije sobre el pucho:—como vos sos viuda y yo soy un poquito más joven, como no tengo un real ni para remedio, afuera de lo que vos me das,—será mejor que tratemos de no dar que hablar a las lenguas largas: ya sabes lo mala y enredadora que es la gente, sobre todo en Pago Chico. Casémonos, pero sin fiesta, que para fiesta bastante somos los dos...

—¿Y de ahí?—me preguntó medio alarmada.

—¡Mira! Arreglamos con el cura Papagna la dispensa de las amonestaciones; viene aquí mismo, nos casa, con algún vecino, o el mismo ño Cipriano, y una amiga de confianza, de padrinos, y después, cuando todo el mundo sepa y se haya acostumbrado, si se nos antoja, podemos dar cuanta farra se nos dé la gana, sin que nadie se ría de nosotros, ni ande con habladurías, ni levantadas...

¡Hace lo que queras!—me dijo por fin la grínga, que estaba más contenta que cuzco recién desatado.—Con tal de que nos case el cura, y nos eche la bendición adelante de los padrinos, a mí no me importa nada. ¡Hacé lo que querás!...

VIII

¡Pues, señor! Echo en saco roto una punta de menudencias para contarles lo del cura, que es realmente divertido, como que a mí mismo me dejó pasmado, y medio sonso, aunque haya visto tantas cosas raras en la vida.

Este cura, que era un napolitano cerrado de lo que no hay, hacía poco que estaba en el Pago, pero por las mentas ya se había puesto riquísimo y pensaba irse pronto a su tierra. ¡Rico! Díganme, háganme el favor, cómo puede ponerse rico un cura, en un pueblo de campo, aunque le lluevan las limosnas y le goteen las velas para los santos, y haga como el sacristán de Nuestra Señora de la Estrella: ¿«la mita p'a mí, la mita p'a ella?» Yo no creía, ni muchos creían tampoco, que el cura Papagna estuviese regularón siquiera; pero es que era un verdadero pillo, un gran canalla, un fraile como no he visto otro en todas mis recorridas por esta tierra, en que he hallado unos muy buenos, otros regular no más, y otros muy malos... ¡No, lo que es como aquél!...

El cura Papagna era bajito, gordinflón, muy narigueta, bastante canoso, con unas manos peludas y como patas de carancho, pero más gruesas, natural! Andaba siempre con la sotana perdida de lamparones, y la barba sin afeitar de muchos días, así es que parecía—y era—un sucio! Yo no sé si han notado que hay gente que se diría que no se afeita nunca; pero entonces ¿cómo es que siempre tienen cortos los pelitos de la barba?...

Bueno, pues, cuando salía al campo, a casar y a bautizar, iba en un bayo tan peludo y tan sucio como él. Por el pueblo poco se le veía, sino en la misma iglesia y a la hora de la misa, o cuando había rosario, novenas, o qué sé yo. Según decían los comerciantes del Pago, nunca gastaba un cobre, y hasta vendía las gallinitas y pollitos que le llevaban de regalo las beatas. Siempre andaba llorando miseria aunque el cuerpo le destilara grasa por todos lados. ¡Corrían unos cuentos de él!... Muchos vecinos se habían quejado varias veces al arzobispo, no me acuerdo bien por qué, pero el arzobispo se hizo la chancha renga, y el cura Papagna siguió tan suelto de cuerpo en la parroquia, casando, bautizando, diciendo misa y predicando... ¡Vieran los sermones!... Era cosa de perecer de risa. No se oían más que las mentas de las barbaridades y bolazos que largaba medio en napolitano, porque ni el italiano sabía bien. Cuando fuí a hablar con él, estaba en la sacristía, sentado cerca de una mesa mugrienta, con las manos cruzadas sobre la barriga, redonda como un tremendo queso de bola.

Qué vulite?—me preguntó.

—Yo, señor cura... venía... venía porque me voy a casar....

Va bene! va bene! Songo diechi nachonale... E un qui se ne casa?... Bisoña paga andichipate pei publicazione... amonestazione... A mushash é de cá?... ¡Eh!... vedite!... diechi nachonale é poca roba!

—Espere un poco, señor cura!... Es que yo quisiera la ¿cómo se dice? ¡ah! ¡sí! la despensa de las amonestaciones....

Allora so tranta!

—Y que nos casara en casa de la novia....

Allora so sesanta... Un pozo fá de meno.

—¡Oh! por eso no importa, señor cura: se le pagarán los sesenta pesos... Pero, ¿y cuándo nos podrá casar?

Cuanne vulite... ¿E qui é a compromesa?

—La qué, dice?

La mushás...

—¡Ah! ¡Sí! Doña Carolina, la viuda, ¿sabe? la de la pulpería de la Polvadera...

—Va bene, va bene.

Y el cura se quedó un rato callado, como pensando. Después, medio riéndose, se levantó de la silla, se me acercó, y agarrándome la solapa de la chapona, me dijo despacito, como para que nadie lo pudiese oir...

¡Ah! Como me parece que alguno de ustedes no entiende el nápoli, lo voy a hacer hablar en castilla.

—¿Pero usté quiere casarse de veras?... ¿en el libro de la parroquia?—me dijo.

Al principio no le entendí lo que quería decirme y lo miré azorado.

—¿Por qué me dice eso?—le pregunté por fin.

—¿Eh?—me contestó el muy sinvergüenza.—Porque hay algunos que quieren casarse, sí, pero que no les pongan el casamiento en el libro... Entonces, yo les hago un certificado en un papel suelto, y se lo doy para que lo guarden. Entonces... ¿pero no va a decir nada, eh?

—¡Qué esperanzas, padre!

—¿De veras?

—¡Mire: por éstas!

—Entonces, si la mujer es buena, ellos lo guardan; pero si no es buena, lo rompen y se mandan mudar si quieren, y la mujer no puede hacer nada, eh!... Yo tengo permiso para casar así, pero nadie tiene que saberlo, porque es un secreto de la iglesia... y también es mucho más caro que el otro casamiento...

¡Qué iba a tener permiso el cura picarón! Era una historia que había inventado para far l' América, y llenar pronto el bolsillo aunque se fuera al infierno derechito,—tantas ganas tenía de volverse a su tierra a comer pulenta y macarrones.

Pero, después de un rato... la verdá... pensé que no sería malo casarse así, como él decía, aunque nunca, ni menos entonces, se me había pasado por la cabeza engañar a la gringa, tan buena y tan cariñosa... El diablo del cura me tentó, yo no tenía la culpa, al fin y al cabo, y como lo que era por plata no había que echarse atrás, porque Carolina tenía bastante, pisé el palito, me pareció que esa era una gran seguridad para mí, y le dije al cura:

—¿Y cuánto sería el gasto de ese modo, padre Papagna?

—Trechento pesi. —¿No puede algo menos?—le pregunté, porque para rebajar siempre hay tiempo.

—Ni un chentavo!... Y además, usté me va jurar, por el santo Dios y la santísima Virgen, que no le va a decir nada a nadie, de mientras yo esté en cuest' América!...

—¡Qué quiere, padre! No puedo darle tanto... Y ni le pago, ni juro,—añadí, para obligarlo a rebajar.

Él medio se me asustó, y palmeándome el hombro, comenzó a ver si me amansaba. Pero no aflojé, ni él tampoco, y así estuvimos un rato largo regateando. ¡Miren qué negocio para regatear! ¡Hoy mismo me estoy haciendo cruces!... En fin, cuando me dejó la cosa en ciento cincuenta pesos, le dije:

—Bueno, le pagaré y juraré,—pegándole una palmadita en la panza, porque ya le había perdido el respeto. ¡Y de no!

Saqué el rollo que me había dado Carolina y me puse a contar. ¡Le vieran los ojos al fraile! ¡Parecía que se quería tragar la plata!

Cuando le dí los ciento cincuenta, los agarró con sus uñas de carancho, de medio luto por la mugre, los contó él también, y los volvió a contar. Se alzó la sotana y se los metió bien al fondo del bolsillo del pantalón que tenía abajo, como para que no se le escapasen.

¡Y qué agarrado! Mientras estaba guardándolos, temblaba todo, como si fuera perlático. ¡Nunca he visto cosa igual!... Después se sosegó un poco y me dijo:

—Bueno, ahora vamos a jurar.

Me llevó a la iglesia por la puerta de la sacristía, me hizo hincar enfrente del altar mayor, y con mucha seriedad, principió:

—¿Jura por Dios y por el Santísimo Sacramento y por la Santa Virgen, no decir nunca á nadie cómo lo he casado, mientras yo esté en Pago Chico y en América?

—¡Sí, juro!—contesté fuerte.

—¡Ponga la mano sobre este libro, que es el Evangelio, y de esta cruz, y jure otra vez!... Y si falta al juramento, los diablos lo perseguirán en esta vida, y lo harán arder en la otra!...

Puse la mano como él decía, y volví a jurar.

—¡Bueno! ahora levántese, dígame cuándo quiere casarse, y se puede ir no más.

—Hoy es jueves. El lunes a la noche, ¿no le parece?

Benissimo! a la nove, no?

—Muy bien;... y ¿no tenemos que confesarnos?

—Eh! qué confesarnos, ni confesarnos!... ¡para esta clase de casamiento no se prechisa!...

IX

Figúrense lo contento que me iría a comprar los muebles, aunque hubiesen mermado tanto los pesitos que me dio la gringa Carolina. Los gasté todos y todavía quedé debiendo a nombre de la gringa, para pagar a los dos o tres meses; el mueblero no tuvo inconveniente en fiarme, porque ya se sabía en el Pago que yo era socio de la pulpería y algunos me la achacaban de querida a la gringa. ¡La gente es tan mala!.....

¡Bueno, pues! nos casamos el lunes que habíamos dicho con el cura, y salieron de padrinos el viejo ño Cipriano, y una parda medio adivina que vivía en un ranchito cerca del negocio, y siempre andaba descalza y de pañuelo colorado en la cabeza.

Carolina se había encajado un gran traje de seda negra, con pollera de volados y bata de cadera, y se había puesto una manteleta en la cabeza, que le pasaba por detrás de las orejas y se ataba debajo de la barba, unas caravanas larguísimas de oro que le zangoloteaban a los lados de la cara redonda y colorada, y un tremendo medallón con el retrato del finadito, de medio cuerpo. Después se puso el mío...

El cura, que fue en su bayo peludo, sin sacristán ni nada, nos echó sus jerigonzas, en dos minutos, hizo firmar la partida de casamiento, la firmó él también, salió al patio conmigo, me dio el papel sin que nadie lo viera, montó el sotreta, y se largó al trotecito para el pueblo, gritando:

¡Eh! ¡que siano felíche!...

No se quedó a comer como lo había invitado Carolina—y eso que era un gran tragaldabas, —seguramente porque en el Pago no se fuera a maliciar la cosa del casorio falluto.

Pero se llevó un pollo asado, una botella de Chianti y otras cositas más...

Carolina, que se pintaba sola para esas cosas, había hecho una cenita de regular arriba,—y los cuatro,—yo, ella, ño Cipriano y la parda,—nos sentamos a comer y a chupar en grande. ¡No, si era chacota!.... El viejo se le prendió al vino como guacho hambriento a leche recién ordeñada. La parda, del consiguiente. Carolina se puso medio alegrona, y yo... ¡no les digo nada!... A los postres ño Cipriano, para rematar la fiesta se le prendió a la caña de durazno y soltando refranes y dando consejos, se mamó tan fiero, que tuvimos que llevarlo al galpón entre los tres!...

—¡Cosas de la vida! ¡Cosas de la vida!— decía la parda, trastavillando, lagrimeando y babosa con la tranca.

Al rato se enloqueció del todo, y como ni podía estarse parada, se tuvo que quedar aquella noche. Al otro día le dijo a Carolina que había soñado que un ángel bajaba del cielo para venir a bendecida a ella y a mí, y que esa era seña segura de que íbamos a ser lo más felices. Que también soñó que le regalaban unas gallinitas, y un corte de vestido... ¡Miren la parda ladina!...

La gringa de puro contenta, porque yo no le había mezquinado aquella noche,—y si no ¡juegúenle risa no más! ¡después de andar galgueando tanto tiempo!—le regaló efectivamente las gallinas y el generito y hasta me parece que un par de pesos de yapa, con lo que la parda se fue contentísima, blanqueándole los dientes y relampagueándole los ojos.

Yo la atajé cerca del palenque, para pedirle le que no fuera a decir nada del casamiento, que tenía que ser cosa muy secreta.

¿Y a quién l'he d'ecir?—me contestó,— si pronto vo a dirme del pago!...

Y era verdad, porque a los dos meses se fue.

Pero ¡miren lo que son las cosas! Habíamos empezado tan bien cuando ¡zás-trás! no faltó quien viniera a descomponer el baile! En esta vida no hay fiesta completa.

Ño Cipriano, que dejamos tumbado en el galpón, no aparecía aunque el sol ya estuviese alto. Al principio no nos fijamos, pero Carolina me preguntó de repente:

—¿Che, lo has visto al viejo?

—No, ¿y vos?—le contesté.

—Yo tampoco.

—Se habrá ido p'al arroyo con los chanchos.

—¿Que no ves los chanchos encerrados en el chiquero? ¡quién sabe si no le ha pasado algo!...

—Estará durmiendo la mona; pero, no le hace, vamos a ver.

Fuimos al galpón ¡y qué les cuento! nos encontramos al viejo ño Cipriano tendido panza arriba, todo como acalambrado, con la cara color violeta, y frío, helado. Carolina, asustada, comenzó a darle fletaciones, pero ¡qué caray! al divino botón: el pobre viejo con la mamúa, había cantado para el carnero. La gringa se me puso a llorar como una Magdalena.

—Pero ¿qué te da, hjjita, para llorar de ese modo?—le pregunté.

—Es que... es que ño Cipriano era tan bueno! Y además...

—¿Además, qué?

—¡Que me parece que tenemos que ser muy desgraciados! ¡Miren qué casamiento, con un difunto en la casa, desde el primer día!...

—¡Bah! ¡no seas pava!—le dije, enojado.—

¡Ño Cipriano estaba muy viejo, y cualquier día tenía que estirar la pata!... ¡Eso no quiere decir nada; ya sabes... muertos no hablan!... ¡Y, fuera de eso, acordate de lo del ángel y no llores, sonsa!

Medio se calmó con lo que le dije, pero ya quedó sentida para siempre, y asustadiza y tristona. ¡Así son las mujeres, compañeros: llenas de agüerías!

Yo tuve que costearme al pueblo, a avisar a la autoridad. A la tarde se presentaron el comisario Barraba, el doctor Carbonero, que era médico de policía, y dos milicos. Después de mucho registrar y molernos a preguntas, de cómo había sido, y cómo no, se llevaron a ño Cipriano en un carrito, para abririo y ver de qué espichó, y me quedé solo con Carolina, todavía más triste y asustada.

—¡Lo van a achurar al pobre!... ¡Qué desgracia!... Maledetta sorte!

Y volvió a llorar a sollozos.

—¡Miren, la mujer tan grande y tan pazguata!... Déjese de llanto misia Carolina, que eso es de criaturas,—le dije en broma.—¡Para lo que va a sufrir ño Cipriano con que le anden adentro a estas horas! ¡Vaya! vamos a tratar de divertirnos un poco. Los muertos no quieren andar estorbando a los vivos, sino que los dejen quietos. Récele si gusta, pero ahora vamos a ver si comemos, y bien!

¿No les parece natural? ¡Natural!

Carolina se sosegó un poco, fue a cocinar, comimos después de cerrar la pulpería, yo traté de alegrarla con una punta de dichos y hasta milongas, y tempranito no más nos acostamos... Desde el otro día, principió la vidorria y la farra, después de enterrar a ño Cipriano que resultó bien muerto y sin culpa de nadie.

Los amigos—y ya tenía una punta—caían como moscas a La Polvadera y yo los obsequiaba lo mejor que podía.

Carolina se pasaba la vida con las ollas y acomodando la casa. Nosotros, para matar el tiempo, y menudeándole a las copas, armábamos jugarretas de truco y taba; después hicimos riñas de gallos, y hasta dimos bailongos en el patio, entre el palenque y la ramada.

En la taba y las riñas, el comisario—que me había dado permiso, aunque el juego estuviera prohibido en toda la provincia,—no se llevaba más que la mitad de la coima, así es que todo me hubiera salido perfectamente, si no me da la loca por jugar fuerte a mí también.

Como siempre perdía, Carolina principió a rezongar.

—¡Ya decía yo, cuando encontramos al pobre ño Cipriano, que eso había de traer desgracia! ¡Ya todo empieza a andar mal! ¡Oh, Madona, Madona mía!

Y estos lloriqueos y rezongos fueron empeorando, empeorando. La gringa echó un genio de la gran perra. Se me quería imponer y teníamos un sin fin de peloteras, pero ¡qué había de poder conmigo, ni qué se iba a poner mis pantalones, que tengo tan bien puestos!... ¡A cada zafarrancho, yo, de gusto, lo hacía peor, cataba una mona, y el vino de reserva era el que pagaba el pato!

Por consejo de un amigóte, y aunque rabiara la gringa, hice arreglar bien el camino real, en el retazo que estaba frente a La Polvadera, que quedó parejito como un billar. Y ahí no más armé carreras los domingos, también con permiso del comisario Barraba, que sabía a veces presentarse a cobrar la coima en persona, para que no hubiese barullo, ni peleas—decía.

¡Vieran qué lindas farras! Los paisanos caían que era un gusto, y el beberaje y el fandango duraban desde la mañana hasta ya anochecido, el cajón se nos llenaba de cobres, y yo tenía negocio y diversión a un tiempo.

Pero compré un potrillo zaino, parejero, y esa fue mi perdición...

Una suerte perra me perseguía sin darme alce. Agarraba una taba y ¡zas! culo sin fallar una vez. Al mus siempre había quien se desemporotara primero y ¡á pagar! Al truco ¡parecía cosa del diablo! los compañeros me embromaban con que era capaz de perder el envido con treinta y tres de mano. Si cantaba flor, me echaban el contraflor el resto, y si caía el bicho de parra, ya podía estar seguro de que el contrario empacaba el de amansar locos para darme en el mate. Mis gallos, cuando no me resultaban juidos, tenían que clavar el pico a las primeras de cambio. «¡Pucha que había sido mulita, amigo!»—me sabían decir los camaradas. Era una maldición, y yo, como es natural, me calentaba más cada vez y buscaba el desquite como un toro furioso.

Y como de uvita a uvita se acaba un parral, los pesos volaban que era un contento. Pero tenía una gran esperanza, que era el potrillo zaino, lindo animal, fino de patas, de pescuezo largo y cabeza chica, delgado, sin ni esto de barriga, voluntario como él solo, y más manso que el overo rosado de Laguna. Yo mismo le daba de comer, lo bañaba, lo rasqueteaba, y todas las mañanitas salía a varearlo donde no me vieran. Y en unas cuantas largadas que hicimos de balde y en secreto con unos amigos, el pingo resultó de mi flor. ¡Qué parejero! ¡Con él no me habían de ganar ni por chiripa!

Carolina a todo esto, viendo que la platita se le iba como el agua de una tina sin arcos, comenzó a armarme camorra peor que nunca.

—¡Así no podemos seguir! ¡Estás tirando todo lo que he ganado con mi trabaco, canalla!—me decía medio rabiando, medio llorando.

Cuando me hacía enojar, mucho, yo gritaba también y másjuerte que ella.

—¡Déjame en paz! ¡sos una gringa de porra! ¡No me incomodes que te puede costar muy caro! ¡Calláte la boca, y más que ligero! ¿eh? ¿me has entendido?... ¡Si no te callas, te va a pesar!

¡Era que entonces me acordaba de lo de casamiento y del papel que me había dado el cura, pero sin intención de largarla, pobrecita!...

Quiso esconder la plata, pero, ¡por donde no la iba a encontrar yo, cuando me entraban ganas de echar una talladíta al monte o hacer un truco de cuatro! Y Carolina, al ver que se la había pispado, gritaba y maldecía primero,y después se metía a llorar en un rincón.

—¡No es por la plata! ¡no es por la plata!

¡Es que veo que no me querés y que no pensás en mañana!

—Deja, hijita—le contestaba yo entonces, amansado por sus lloriqueos.—¡Ya verás cómo nos desquitamos! ¡No te aflijas, sonsa! ¡si hemos de ser muy felices!

—¡Ah, Madona, Madona mía!—suspiraba la gringa.

...En cuanto creí que el zaino estaba en punto de caramelo, me apronté a dar el gran golpe. Lo había tenido tapado, como ya les dije, y no lo conocían más que dos o tres amigos, que pensaban jugar fuerte a sus patas, y que no me iban a descubrir ni por un queso.

Un domingo por la madrugada agarré y lo tusé desparejo, lo entrepelé, le llené la cola de barro y abrojos, y lo puse, en fin, que parecía el último matungo de una chacra de gallegos. Después le puse un apero viejo, y encargué a un peón de lo de Torres, que tenía comprado, que a la hora de las carreras cayese montándolo, a la pulpería. El peón se llevó el parejero

—Hoy voy a correr con el zaino,—le dije a Carolina.

—Déjate de esas cosas—me contestó.—¡Qué carreras, ni carreras! El juego es la perdición del cristiano.

—¡Esta vez estoy seguro de ganar! Al zaino lo he puesto desconocido, lo van a tomar por un sotreta, y ya verás la ponchada de pesos que nos ganamos!

—Prométeme, al menos,—dijo la gringa, aprovechándose al verme blandito;—prométeme, al menos, que si de esta hecha perdés, no vas a volver a jugar.

—¡Mira, por éstas!—le contesté besando la cruz de los dedos...

X

¡Qué quieren que les diga! Principió a caer gente y La Polvadera se llenó como la misma plaza de Pago Chico, para un veinticinco de mayo. Se largaron varias carreras. Corrió el coperío, que no dábamos abasto para despachar. El paisanaje se calentaba ya de lo lindo, cuando llegó el peón con mi zaino.

Había un tal Contreras, que le tenía mucha fe a su crédito, un tordillo, ligerón, es cierto, pero no gran cosa. Mi parejero no tenía ni para empezar.

Contreras era diablón, mal intencionado, peleador de alma atravesada, y jugaba platales que se agenciaba no sé cómo: dicen que se los daba el pillo del escribano Ferreiro, para que le guardara las espaldas, y para que asustara a sus contrarios políticos... ¡con nada! palizas y hasta puñaladas y tajos si a mal no venía.

—¡Lindo su tordillo!—le dije, eligiéndolo de ahijado, porque era hombre de meterle un cien y es lo que me convenía.—¡Lástima que se haya puesto tan gordo!

—¿Gordo? ¡No embrome! Está en carnes, compadre, y es capaz de tragarse al más pintan. Y eso, que venimos de lejos...

¡Mentira! Hacía una semana que lo tenía descansadito en el Pago, preparándolo.

—¡Bah!—le volví a decir para calentarlo más.— En cuanto principian a echar panza...

Me miró riéndose para que no le conocieran la rabia.

—¡No cargue, que no hay quien lave, paisano! Si quiere verle la panza, tiene que ponerse antiojos. Y, barrigón o no,—siguió gritando:—¿a ver quién es el mozo guapo que quiere perder cien pesos?

Muchos se acercaron y nos rodearon.

—En ese estau del caballo,—le contesté sobre el pucho, medio riéndome,—yo le corro con cualquier maceta.

—¡Óiganle! ¿Y con cuál?

—Con este zaino abrojudo, sin ir más lejos. ¿Me lo empriesta, paisano?

—¡Cómo no!—contestó el peón que lo había llevado.—¡Corra no más!

Contreras miró con atención el caballo, lo palmeó, lo hizo andar un poquito.

—Este mancarrón no es lo que parece,—me dijo.—¡A mí con l'uña! Pero... porque no se diga... le corro, ¡bah!

—¿Por los cien pesos?

—¡Y entonces!

—¡Depositemos!

—¿Depositemos? ¡Avise, compadre!—rezongó, revolviéndome los ojos.

Yo, sabiendo que aquello quería decir pelea, me callé la boca, desensillé el zaino, le puse bocado y una jerguita, me saqué el saco y el chaleco, me hice una vincha con un pañuelo colorado, y ¡ya estuvo!

El paisanaje, caliente, jugaba a raja cincha. Muchos ofrecían doble a sencillo contra mi zaino. Yo agarré una punta de paradas, los amigos que sabían la cosa, de consiguiente.

El tiro era de dos cuadras. Después de unas cuantas partidas, largamos, y mi potrillo principió a sacar su ventajita, primero la cabeza, después un pescuezo, después medio cuerpo, ¡sin castigar!... ¡Contreras venía a dos rebenques, lonja y lonja!... Claro que el tordillo se le iba a aplastar, pero estaba ciego de rabia con la fumada... Yo vi mía la carrera, y por no dar a conocer todo el juego del animalito, lo llevaba sobre la rienda... Asimismo saqué un cuerpo de ventaja, cuando ¡malhaya! medio matando su tordillo, Contreras me alcanza, le mete pierna al zaino, que rueda largándome por las orejas y pasa como un refusilo sin parar hasta la raya. ¡Hijuna!...

Por suerte yo caí parado, pero, ¡vieran el avispero que se armó! El paisanaje gritaba, se insultaba, hasta zangoloteaba al juez de la carrera... Salieron a relucir cuchillos, y si no se mete el comisario Barraba, la cosa hubiera acabado mal.

Contreras volvía al tranquito, golpeándose la boca, muy contento... ¡Me dio una rabia!...

En cuanto me alcanzó—yo iba a juntarme con los otros frente a la pulpería, cabrestiando al zaino rengo,—no pude más y le grité:

—¡Canalla! ¡Tramposo, sinvergüenza! Me has metido pierna, ¡hijuna gran!...

Ahí no más se tiró del caballo pelando el fiyingo. Yo me eché atrás para desenvainar también.

A mí no me gustan mucho esas cosas, ¿a que decir? Soy bajito, bastante delgadón, no tengo gran fuerza, y a más, no entiendo mucho de cuchillo. Pero el hombre me apuraba, los paisanos habían corrido a ver, y había que hacer la pata ancha...

Me tiró dos puñaladas que conseguí atajarme, mal que mal. Pero las papas quemaban, compañeros!...

—A la larga no hay cotejo,—me gritaba Contreras, bailándome alrededor y con unas risitas calentadoras, como chungueándome.

Yo ya me encomendaba a la Virgen viendo la cosa mal parada, y el bárbaro aquel de seguro me achura, si no llega Carolina, corriendo y chillando, hecha una loca, y no sé cómo, con la desesperación, ¡seguro! le arranca el cuchillo de la mano.

—¡Y ustedes lo decan, y ustedes lo decan!—les gritaba a los mirones.

Los gauchos nos rodearon, desapartándonos y recién entonces se acercó el comisario Barraba. Yo había hecho la chambonada de no decirle la cosa del zaino, y él le jugó al tordillo... ¡Se necesita andar en la mala!...

Contreras, y la mayor parte de los paisanos alegaban que el tordillo había ganado en buena ley, y que la rodada fue porque el zaino mancarrón, flojo de patas, no era para correr... El juez de la carrera se desgañitaba al cuete; no le llevaban el apunte, ni a mí, ni a mis amigos tampoco.

—¡Qué resuelva el señor Comisario!—gritaron algunos, de repente.

—¡Sí, eso es!... ¡eso es!—rebuznaron todos los que habían jugado al tordillo.

El gran pillo de Barraba dio la sentencia:

—La carrera es legal. ¡Haganau Contreras! Contra la fuerza no hay resistencia.

—Pero, señor comisario...—principié.

—¡Calláte y pela! Tenes que pagar a todo el mundo.

Y tuve que pagar no más, calladito la boca, y ahí se me fueron los últimos pesos guardaditos... y hasta los del cajón del mostrador!...

Carolina me miraba con los ojos saltones y de veras que la -cosa no era para menos.

—¡Mi alma! ¡te debo la vida!—le dije.

—¡Si, sí!—contestó medio llorando.—Pero no cugués, no cugués más, por Dios!

—¡Sí, perdé cuidan!

Y me puse a despachar copas y a chupar yo también, para olvidarme de tanta pena, y ¡qué quieren! el ginebrón me hizo voracear y empecé a las convidadas. ¡Miren qué momento para darme corte!

—¡Eh, paisanos, tomen lo que gusten!

Y al ratito, no más, dale, otra vuelta y otra...

—¿Que gustan servirse, caballeros?

Carolina se había puesto furiosa.

—Ma!... Ma!...—me decía atorada de rabia.

—La patrona está llamando a la mama, decía un paisano.

—¡O a la ma...múa del patrón!—retrucó otro.

¡Después, nunca me pude acordar!—Creo que hubo payada y baile, y que repartí cuanto había de comer y de chupar en la casa.

Lo cierto es que la pulpería quedó tecleando. Pero también, ¡qué farra!...

A la otra mañana, me encontré tirado en un zanjón que había junto al palenque. Se me está haciendo que allí dormí, pero no sé cómo fui a parar a semejante cama. ¡Cuando uno agarra uno de esos de P. P. y W.!..

La gringa estaba encerrada en su cuarto, no me quería abrir ni a cañón, y según me dijo después, se había pasado la noche llorando desesperada. Cuando conseguí que me abriera, tanto lloró y suplicó que me ablandé, y le prometí que aquella era la última vez, y dije que me iba a poner a trabajar de veras, como un burro si era necesario, pára desquitarnos de todo lo que habíamos perdido, sin volver a pensar en jugar, ni en gallos, ni en carreras.

—¿Te-crés que m'he olvidar que te debo la vida?—le dije—porque si no sos vos, Contreras me achuraba!...

Pero el hombre propone y Dios dispone...

¡Bueno! ¿y qué hay con eso? Me parece que hay que asustarse por tan poco... Yo no soy el primero que haya olvidado sus juramentos por seguir sus gustos. Ni el último, tampoco... Así es el hombre, caballeros, y hasta el más pintado, si no es un hipócrita, confesará que ha sabido olvidarse muchas veces de sus buenas intenciones,—de las que no había desembuchado por lo menos—para dar satisfacción a lo que le tiraba más.

Esto es sin vuelta. Lo que hay, es que algunos saben pararse a tiempo, o tienen maña o baquía para hacer lo que les da la gana a lo mosca muerta, sin que nadie diga nada. ¡No, y de no!

Unos juegan y se maman en los clubs, sin dar que hablar, y pelean en los duelos, á vista y paciencia de los policianos, y hacen lo mismo que hice yo, y peor, que, como ellos lo hacen, no parece tan malo y nadie les saca el cuero...

En fin, ¡qué tanto servir a usted p'a decir cómo le va!—El caso es, que el droguis y la jugarreta, me volvieron a agarrar de lo lindo, y como, de sonso, sabía jugar bástante en trinquis¿ todo el mundo me aprovechaba como a una criatura! Así se fue, detrás de la platita guardada, el campito de Carolina. ¡Pero qué agarrada la de ese día, santo Dios! La gringa,— ¿querrán creer?—hasta me arañó la cara, que anduve una punta de días medio cebruno...

—¡Mira, gringa!—le grité—¡No sabes lo que haces! ¡El día menos pensado, ya verás!...

Le iba a soltar lo de que no estábamos casados, pero caí en cuenta de que con la rabia era capaz de no firmar la escritura y hasta de echarme de la pulpería... y ¡como un poste!

—¡Si yo hubiera sabido!—gritaba la gringa. —¡Si yo hubiera sabido! porca la...!

Y se agarraba los pelos. Pero firmó...

¿A qué deciries que los pesos del Banco de Italia ya se habían ido por un camino? Quedaba la pulpería... pero casi tan pelada como la misma palma de la mano... ni un frasco, ni una pilcha. Yo me preguntaba muchas veces cómo se lo había llevado todo pateta, sin atinar con tanto bochinche, hasta que caí en la cuenta de que la Carolina, con sus lloriqueos y rabietas al botón, descuidaba el negocio y lo dejaba ir barranca abajo...

Entonces quise remediar yo solo las cosas, compré mucho al fiado, y principié a medio querer arreglar el boliche... Pero, la verdad; el ginebrón y las barajas, con la yapa de la taba y los gallos, hicieron que de repente comenzaran a llover demandas y más demandas, toda una papelería. El aguacil no hacía más que viajar del Pago a la Polvadera, como conchabado... Y no teníamos adonde buscar madre que nos envolviera ¡ni el zaino, que de la rodada quedó manco del encuentro!... Entonces me acordé de lo que sabía decir el viejo ño Cipriano:

—¿Ande irá el guay, que nu are!

La desgracia me había perseguido siempre, ¿por qué me había de dejar entonces?

Carolina comprendió que estábamos más fregados que unos atorrantes, que nos iban á vender la pulpería para cobrarse, que no nos quedaba ni un cobre, y un día me armó una zafacoca. ¡Cristo santo! ¡ni me quiero acordar!... Cebada con lo de los arañones, hasta agarró un palo, y principió a darme de garrotazos... ¡Como que estas son cruces! ¡Una paliza!... ¡A mí!...

¡Yo, qué quieren! pelé el cuchillo, naturalmente sin intención de lastimarla; y sólo cuando me vio con él en la mano, se me separó, pero saltándosele los ojos, y echando espuma por la boca. ¡Nunca la había visto tan rabiosa!... ¡Parecía una tigra!...

—¡Canalla! ¡Bandido! ¡Ladrón!... ¿De ese modo te acordás que me debes la vida? Devolveme mi plata, birbante, canaglia!

Y yo, ¿cómo iba a dejar que siguiera diciéndome esas cosas, y hasta zurrándome como á una criatura?

—¡Mira, Carolina!—le dije sin soltar el cuchillo. —Yo ahora mismo me mando mudar y para siempre, ¿entendés? ¡Ya no te puedo aguantar más!

Se le cambió la cara, pero todavía siguió gritando é insultándome.

¡Qué! ¿Te pensás ir, Madona! ¡después de haberme dejado desnuda y en la calle, canalla, sinvergüenza, ladrón! Ah, no, per Dio! sos mi marido, y tenes que quedarte aquí, a trabucar como yo, porca la...

Yo me reía a carcajadas.

—¿Y quién te ha dicho que soy tu marido?—le dije—¡Pues no hay tal! No sos más que mi querida.

—¡Mentís, canalla!

—¿Que es mentira? ¡Sí! anda pregúntaselo al cura y verás...

—El cura Papagna...

—¡Qué! tu nápolis se ha ido hace un mes a mangiar macaroni en tu tierra... Anda, pregúntaselo al nuevo, si hay apunte de tu casamiento en la iglesia...

Me miraba con tamaña boca abierta, sin querer creer lo que le decía... De repente, le pareció que debía ser cierto... Asustada, desesperada, loca, salió corriendo. Vi que se largaba a pie camino del Pago, en cabeza, con la ropa de entre casa... Seguro que iría a averiguar...

Yo saqué los pocos pesos que por casualidad había en el cajón, ensillé el maceta, y si te he visto no me acuerdo! Agarré para otro lado, después de hacer pedazos el papel de Papagna, muy tranquilo y segurito de que no me iban a perseguir... ¡Qué! ¿y se afligen por tan poco?... Pero fíjense, y verán que era muchísimo mejor para mí... y también para Carolina...

¿Que si tengo noticias? Sí. Ayer supe que estaba perfectamente; de enfermera en el hospital del Pago.

Appendix A

Buenos Aires, 1905.
CC BY-SA 4.0

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Ulrike Henny-Krahmer

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TextGrid Repository (2024). Collection of 19th Century Spanish-American Novels (1880-1916). El casamiento de Laucha. El casamiento de Laucha. The CLiGS textbox. Ulrike Henny-Krahmer. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-9B96-9