¿Quién no conoce aquí las aventuras del Teniente Miguel Mercado cuando vivió en Tomóchic y Chihuahua?....

Muy pocos, sin duda; pero lo que todos ignoran son sus mal andanzas de periodista bohemio en México.

Sus confesiones son preciosas y utilísimas por sinceras. El me las ha narrado sin atenuar ni restringir, crudamente, con algo que fuera cinismo, a no estar inspirado por el más puro y melancólico amor a la verdad.

Mucho de lo que me ha referido vierto en las páginas de este libro honrado, revelador de tantas miserias y de tantas sombras.

Aquí hay poca literatura y mucha verdad, la verdad apenas velada pudorosamente por la forma novelesca como por una gasa que más descubre que oculta, alegrando un poco la miseria del fondo.

HERIBERTO FRIAS.

I.

Poeta bohemio y editorialista anónimo, abanderado del diario de combate El Campeón Republicano, vagó Miguel por México, un poco más libre, algo menos infeliz que hasta entonces, orondo cual nunca, sintiéndose rico al poder gastar casi sólo en beber, sus treinta pesos de sueldo mensual.

En el tren que le llevó de Chihuahua—extinta la tristeza de la separación de Lola, leyendo las estrofas de hierro del Díaz Mirón épico, y bebiendo tequila de la botella con que le despidieron sus amigos—pudo meditar y resolverse. ¿Iría a un periódico gobiernista donde se le pagaría bien y donde había «empleos» en perspectiva, lanzado al publicismo con una novela que por ser sólo historia y verdad había causado sensación?... Pero sus entusiasmos juveniles, sus arrestos líricos—Jeune soldat ou vas tu?... Je vais combatre pour la Liberté—impulsáronle al campo bello del Honor, hacia lo que él creyó que combatirían por la Verdad y la Justicia, sería un escritor de combate y si no triunfaba gentilmente habría de morir envuelto en su bandera.

Soñaba deliciosamente que al dejar la espada, y no virgen por cierto como la de tantos, y luego de aspirar el olor de la pólvora y de la sangre en una fiera campaña, bien cuadraba a su alta misión el seguir con la pluma en ristre, camino de la Verdad y de la Libertad...

Estrecharía la mano de nobles camaradas, de pensadores serenos y altivos, de los paladines heroicos del Periodismo Independiente, que todo lo habían sacrificado y todo lo sacrificarían por la Patria, mártires, apóstoles, redentores augustos que le llamarían—¡hermano!.....

Creyó haber ascendido de un solo vuelo a la montaña soñada; ¡periodista independiente!... ¡Qué bien le sonaba esta frase!... Ya no recibiría la mísera consigna de «hacer un artículo muy bueno» llamando «Redentor de la humanidad a algún Teniente Coronel Jefe Político que habría que poner muy alto «sin que se sintiera el señor Gobernador...»

Ya iba, pues, a «poder decir la verdad», a escribir cuanto sintiese, a desplegar ampliamente las alas líricas con artículos de muchas admiraciones, interrogaciones y puntos suspensivos, que le parecían el colmo de la elocuencia, el lujo más pomposo y más terrible de la bella y buena retórica del periodismo de combate.

Metería muchos: «Y bien». Sembraría a diestra y siniestra «En nombre del Derecho, ¡oh déspotas!... ¡oh, próceres, oh, tiranos, oh, pueblo soberano!», sin que faltase el consabido despertar del pueblo-león, ni todas las frases de rigor que debían servir para sus artículos de fondo.

Pero Miguel palideció, cuando a los tres meses el diario jacobino, «evolucionó», sé hizo más grande, menos lírico y más sensato y práctico, por lo cual el lírico fue advertido por el Director de que ya no estaba para escribir editoriales, los cuales serían obra de un terrible y misterioso paladín de los derechos populares, que ya los mandaría hechecitos y que... los escribiría de balde, una gran pluma oposicionista que trabajaba sólo por amor a la Patria.

Al él señaláronle como labor insigne recortar noticias de otros diarios y comentarlas duramente o elogiosamente, según la lista de personajes—gobernadores, diputados, senadores, generales, munícipes, profesores o periodistas.

Un frío de muerte congeló el entusiasmo del irreductible poeta, al ver en el Director de El Campeón Republicano un verdadero contrario, a quien apodaban «Tres filos».

Cada nombre tenía un signo convencional. Un cero a su lado, significaba que el tal iría en blanco, sin comentario; dos ceros, leve elogio; tres, muy bien; cuatro ceros ya indicaban celebridad excelsa, y cero quintuple, genio.

Los nombres con un solo cero llevaban «don» a secas y había que redactar de prisa; por ejemplo:

«Sabemos que el Coronel don Evaristo Ruiz B., Jefe Político de San Lucas, acaba de llegar a esta Capital».

Pero si había dos ceros, debería decirse así:

«Sabemos que el distinguido señor Coronel», etc.

Mas si tenía tres ceros, ya era cosa de pensar un poco y asentar:

«Con positivo gusto hemos sabido que el ameritado y pundonoroso Teniente Coronel D. Evaristo Ruiz B., cuya gestión administrativa en San Lucas, del próspero Estado de X. es un modelo de orden, ha resuelto efectuar un viaje a esta Capital, viaje que se relaciona en mucho con los asuntos del importante Distrito que tan dignamente gobierna. Deseamos de todas veras que el digno militar y recto funcionario, a quien damos nuestra cordial bienvenida, tenga éxito en su misión».

El caso ameritaba un entrefilet bien separado de las noticias vulgares, cuando el signo era cuádruple cero. Entonces se enfilaban dos títulos, así:

IMPORTANTES MEJORAS EN SAN LUCAS
Arribo de su progresista Jefe Político

Y el texto tenía que ser obra de concienzuda y pulida labor:

«La villa de San Lucas está de plácemes; la era de reformas sabiamente iniciada, por el integérrimo y talentoso Jefe Político Señor Coronel Don Evaristo Ruiz B., está señalándose más y más por nuevas mejoras. Podemos asegurar a nuestros lectores que este culto ciudadano es de los que saben dar ejemplo de laboriosidad y de amor bien entendido por la localidad.

«En efecto, comprendiendo que no debía poner término a su magna obra de engrandecimiento, ha estudiado largamente vastos proyectos que resuelven muchos de los problemas trascendentales relacionados con la citada floreciente villa de San Lucas, por lo que, puesto en acción desde luego, se trasladó a esta Capital, donde acaba de llegar, siendo recibido en la Estación por numerosos amigos cuyos nombres seria largo citar.

«Faltaríamos a la discreción que es preciso guardar en casos semejantes si dijéramos todos los detalles referentes a las gestiones del digno Teniente Coronel Ruiz B., baste por ahora repetir que ellas significan un paso más en el progreso que disfrutamos, gracias a la paz generosamente obtenida por el actual Padre de la Patria General Porfirio Díaz, héroe inmortal, el estadista más grande de América, el hombre extraordinario y providencial que, para dicha de la Patria, rige los destinos de la nación mexicana!

«Bienvenido el progresista Jefe Político, Teniente Coronel Ruiz B., bienvenido el veterano glorioso, que ha trasformado su vieja espada de combate en bendita hoz de la que brotan las doradas espigas de la felicidad patria; bienvenido el señor Jefe Político Teniente Coronel Ruiz B., y conste que El Campeón Republicano que no cuadra de la baja adulación, elogia lo que elogio merece, así como sabe fustigar duro y terrible a los funcionarios que explotan al pueblo!...»

Y pensar que esta rastrera literatura de triple fondo (adulando a unos, callando a muchos, injuriando a otros) aparecía a Miguel menos servil que la del diario semi-oficial de una Capital de Estado!

Y si esto había que labrar cuando el nombre llevaba cuatro ceros ¿qué no sería cuando alcanzaba, cual los de un ideal los cinco supremos?..... ¡Oh! entonces era un artículo en toda forma, «a dos columnas» y «con cabezas» de letras gordísimas, y llevando debajo un resumen cuajado con bordaduras y relumbrones, y arranques grandilocuentes y tiradas retóricas que era una gloria!...

Al fin y al cabo, de todo podía sacarse provecho, lo mismo para elogiar que para poner de casco a cualquiera. ¿Que un jefe político de cinco ceros viajaba con frecuencia? Bueno; ¿qué mejor prueba de cultura?... ¿Qué manifestación más excelente de que no desea fosilizar su espíritu y su acción en su localidad y va a luchar por su bien allí donde algo puede hacer por ella?... ¿Que jamás viajaba?... pues, «eso es innegable testimonio de que está siempre al pie del cañón, de que se le encuentra siempre en su puesto, siempre en la brecha»; «¡honor a los hombres que saben cumplir con la alta misión histórica que plugo a la Providencia de las naciones imponerles!...»

Pero si en vez de los dichosos ceros eran las cruces fatídicas las que «calificaban» el nombre del General, Gobernador, etc., etc., (que no tomaban suscripciones de El Campeón Republicano), se procedía en sentido diametralmente opuesto. Una cruz: piquete leve, de este tenor:

«Otra vez se ha dejado caer por nuestra alegre Capital el Jefe Político del desdichado San Lucas, D. Evaristo Ruiz B. — Vaya, vaya».

Dos cruces: puya durita y ponzoñocilla tal como:

«¿Creían ustedes que el sitio del Teniente Coronel D. Evaristo Ruiz B. era la cabecera de su Distrito? Pues, no señor; la vida es más divertida en México ¡que diablo! Más cuando sirven tan bien en el Tivoli del Eliseo — este reclamo se cobraba aparte — y cuando hay un Gobernador que encuentra cómodo que sus fieles servidores descansen y se diviertan».

A tres cruces, correspondía una nota un poco más envenenada, y a cuatro un entrefilet agresivo y casi solemne:

«Es positivamente triste pensar cómo hay autoridades que desatienden a tal punto los asuntos más urgentes de sus gobiernos precisamente cuando estos reclaman la presencia del funcionario en el mismo sitio de las desgracias; es triste repetimos, ver cómo les atrae el lujo vacío de esta metrópoli, donde nunca faltan fútiles pretextos para endulzar la vida.

«¿Que, el nobilísimo ejemplo del excelso Estadista, gloria de la América Latina, que es todo acción y tenacidad y que jamás se aparta del yunque donde forja nuestro progreso; que su grandiosa actitud de laborador incansable no será una advertencia a esos malos gobernantes de cómo deben imitarlo?»

Aquello era, pues, un estira y afloja muy sabio, táctica magistral: para herir bien al de abajo, procedía adular mejor al de arriba...

Y un desengaño más fue cuando el pobre poeta supo que, en último análisis, los ceros significaban centenares de suscripciones tomadas por el candidato y las cruces su grado de renuncia a aceptarlas, y cuando vio consternado que del elogio casi tan servil como el del periódico gobiernista de provincia, se pasaba—por quién sabe qué sospechosos motivos—a la diatriba feroz, o cuando acaecía lo contrario, al salto brusco de la cruda injuria al encomio avergonzado, sin mejor explicación que un: «Mejor informados ya, podemos asegurar que no es exacto que...» o si no con: «Hemos sido lamentablemente sorprendidos, se ha abusado de nuestra sinceridad... el vilipendio ha cometido doble crimen: esgrimir la calumnia y servirse de una hoja honrada como la nuestra para consumarlo; pero hoy la luz se ha hecho, hoy pasando por nosotros mismos podemos presentar a la faz pública la radiosa figura del señor X—».

II.

Algún consuelo sentía el melancólico gacetillero en las amarguras y vergüenzas de tan ruin labor, cuando leía las pruebas de los artículos del editorialista aquel que sólo escribía por patriotismo.

¡Qué virilidad, qué entereza, qué temple de pluma y de carácter!... Ese sí que era un verdadero escritor independiente, un periodista de combate, de corte clásico y tanto más digno de admiración y simpatía cuanto mayor era su habitual pobreza.

Había sido un pobre maestro de escuela municipal, un maestro no comprendido como él mismo se decía, y que llegó hasta a fundar un colegio particular en Tacubaya, mas, el Prefecto Político, un ignorantón, negóse a ayudarle, y fracasó, dedicándose a dar clasesitas particulares. El resto del tiempo lo empleaba en el estudio de la política nacional y local, discutiendo en una botica cuál sería la salvación patria y escribiendo tremendos artículos contra los tiranos, contra los liberticidas y contra el Prefecto de Tacubaya.

Eran sus artículos desmadejados, pero venenosos y amargos, cual si escribiese con su propia bilis, zahiriendo con un encono recalcitrante y con eterno mofar el analfabetismo de los hombres del poder, siendo sus caballos de batalla las deficiencias de la Instrucción Pública y la prostitución de los caciques, Jefes Políticos o Prefectos, agentes del despotismo central, como aquel de Tacubaya, que era, según sus editoriales, el tipo acabado del sultancillo de pueblo, verdugo de ayuntamientos y escuelas.

No obstante su amarilla tez de viejo dispéptico, en el corrillo político, en la botica o en la redacción, adoptaba un gesto risueño, y su terrible risa de mofa saltaba de su bocaza imberbe, enseñando los dientes negruzcos con pequeños chasquidos, salpicando saliva amarilla, silbante y sin motivo, gustando de reír de sus propias frases de diatriba contra sus enemigos los tiranos, los prefectos y los maestros no comprendidos.

—Así se escribe ¡recio y tupido! A fuerza de tenacidad ese hombre culminará en nuestra alta política, si es que no sucumbe, mártir... pensaba Miguel, admirando desde el rincón en que recortaba periódicos la faz terrosa y la risa amarilla del valiente editorialista, aunque el admirado gacetillero no experimentaba en lo íntimo simpatía alguna por aquel mordaz y estirado maestro que apenas si se daba cuenta de que el pobre diablo de compañero existiese.‘—Personalmente me choca, por su aire de protección, por su risita agresiva, pero ¡qué pluma tan digna y tan brava!’ decía honradamente Miguel a sus camaradas, intentando eliminar la repugnancia personal que complicaba su admiración periodística al antiguo «sacerdote del templo del saber».

Mas he aquí que una mañana supo, estupefacto, que el Gobernador del Distrito había nombrado Secretario de la Prefectura de Tacubaya, nada menos que al férreo articulista que con tanta saña atacase los procedimientos de los prefectos aquellos... ¡al fin había sido comprendido el hombre!... y supo el aún ingenuo Miguel que plumas «independientes» como aquella y hombres del barro de aquel, había muchas en la Prensa Nacional, prontas a la defección, capaces de borrar en el escritorio del oficinista servil todas las bellezas escritas sobre la mesa del redactor libre.

¿No había resistido por más tiempo la miseria? ¿Era una caída por debilidad? ¿O por sistema había atacado hasta que le callaron la voz y el hambre con el empleo?

Y desde entonces ya no volvieron a aparecer en las columnas de El Campeón los famosos artículos, y desde entonces el amarillo magíster dedicó su bilis y su risa aviesa para condenar a babiecas que sueñan en la honradez, en la libertad, en la verdad, en la justicia...

Honda repugnancia, disgusto mortal, sentía el ex-teniente contemplando semejante pudridero. ¿Podría ser aquel obeso y voraz «Tres filos» un paladín de paladines? ¿sería un apóstol aquel ex-maestrito bilioso cuyo fiero oposicionismo se deshacía ante un empleo ruin en aquella misma Prefectura que tanto había atacado? ¿Y esa era la Prensa Libre y digna con que había soñado? ¿Esa era la Redentora, única esperanza de salvación nacional? Y lo más triste era que, como en Chihuahua, él mismo tenía que intervenir activamente en ello.

III.

En vano, tal como allá en Chihuahua otros compañeros de redacción y de miseria le decían, copa al frente, que así era el oficio y que ellos no fungían sino como instrumentos inertes, reproductores ciegos en sí mismos de otras ideas, de otros intereses, ajenos éstos en absoluto a la conciencia personal de cada redactor, conciencia que quedaba a salvo de toda responsabilidad, incólume. Eran como ciegas máquinas de escribir al servicio de manos extrañas. Había que esperar tiempos mejores para la verdad. Y bebían, consolándose con el alcohol. Más, pensando que acaso, hubiera él caído precisamente en el peor diario, pasó a otro, atraído porque allí debía haber sano elemento obscuro y ser verdaderamente popular. Entró a la llamada redacción de La Voz del Trabajo. Su Director era un hombre habilísimo, Presidente de varias asociaciones obreras mutualistas; de la que se llamó «órgano defensor», su fuerte era el culto de los héroes cuyo aniversario celebraba devotamente con discursos, banquete nacional, banderas tricolores y pulque curado, defendiendo el pan de los desheredados, a cuyo efecto había colocado suscripciones de su periódico en todas las sociedades, entre infinidad de modestos dependientes, artesanos y operarios de fábricas, y para hacer simpática su actitud, adoptóla de una bravura terrible contra el Clero y contra «las autoridades indígenas que ultrajan al noble obrero mexicano», y aunque jamás concretamente habría que decir quienes eran tales autoridades y tales patrones, y aunque luciese en la primera plana el retrato de algún oficial de policía rodeado de guirnaldas y laureles y arriba un texto que rezaba «autoridades que cumplen», y debajo: «Distinguido caballero D. Antonio Lemus Pérez, oficial de la Tercera Inspección de Policía», o si no la fotografía de cualquier fabricante de ladrillos con un rótulo superior que rezaba: «Industriales progresistas». Otro debajo: señalando el nombre de tan digna persona, y en artículo aparte la biografía del héroe, puesto como un modelo a las autoridades e industriales indignos. (Diez pesos biografía sin retrato; veinte con él).

Nuevo desengaño, nueva tristeza; no pudo más y entonces cayó a plomo al pesimismo, a una melancolía sistemática y a una sistemática borrachera.

En la redacción de La Voz del Trabajo había juerga constante y muy especialmente los sábados y los lunes, no faltando jamás un cubito de pulque, comprado a escote o jugado en porra entre redactores y cajistas. Y sobre la tabla que entre dos bancos servía de mesa, jarros alternaban con tinteros, enchiladas con papeles, y había en cazuelas frijoles para los tacos y engrudo para las noticias, oliendo todo aquello a cebolla cruda, tinta de imprenta y amoniaco.

Allí fue Miguel el niño consentido. Sus hazañas en Tomóchic, la historia de su prisión en Chihuahua, el saberse que había estado a punto de fusilamiento y la novela publicada en el extinto Liberal, le crearon leyenda, rodeáronle entre aquella gente de un prestigio heroico, de una aureola de popularidad, una nube de fama que se derretía en fabulosas cataratas de neutle.

Jamás en muchos meses pudo saber de sí de cuatro de la tarde a nueve de la noche; pues a partir de aquella hora entraba en el período de plomo de la más negra de las embriagueces. Hasta el día siguiente sabía por boca de sus amigos y admiradores lo que había dicho o en las pruebas del periódico lo que había escrito, y de no asegurarlo todos, muy serios, no hubiera creído ser el autor de tantas majaderías. Y hubiéralas borrado, o corregido al menos, de muy buena gana, si no le dijesen que eran soberbias; que así era como él se inspiraba mejor y que si seguía así no sólo sería, como ya era, el primer escritor mexicano, sino el primero en la América Latina; y aunque él en tan lúcido instante comprendiera que a donde iba derecho era al hospital de locos de San Hipólito «se dejaba querer» y adular de aquellos ingenuos obreros viciosos que, en efecto, con toda sinceridad le juzgaban alto y admirable.

Y procuraban, ante todo, «curársela» para que volviese a su tono fuera del cual no le reconocían fibra, ni talento, ni bravura, ni inspiración, ni nada. Y le llevaban «su mañanita»: sendos jarros de infusión de hojas de naranjo con «un cuarto de refino», con lo que iniciaba la cotidiana embriaguez y entraba en temple para escribir en prosa y en verso, ya «echando la loa» a cualquier «gendarme verdugo», ya cantando himnos a algún Presidente Municipal de los que tenían para los amigos parejos el más fino Flamapa y una barbacoa con salsa borracha de lo mejor. No obstante, él era siempre sincero. Fácil a la sugestión de los camaradas, les creía y eran ellos los que inspiraban diatribas y las que el mísero poetastro escribía con la entera convicción de que ello era verídico y justo.

Uno de sus grandes éxitos fue la sátira; puso del asco las estrofas más bellas y más conocidas de Acuña y de Becquer, calcando sobre ellas viles parodias aludiendo a cualquier chisme del día, y remordimiento imborrable habría de ser para él parodiar una de las más sentidas crónicas del Duque Job.

Pero hacía reír mucho y el Director de La Voz del Trabajo estaba encantado con su payaso de redacción, tan dócil, tan bueno, tan inteligente y tan barato, ya que gracias a él no había figón en todo el Distrito Federal, ni pulquería, ni taller, ni fábrica donde la sacrosanta Voz no luciera las flamantes décimas del «Mero Petatero», seudónimo suyo que se hiciera famoso por entonces en los barrios de rompe y rasga...

Nadie le igualó entonces en la mordacidad para la injuria personal en tipos de imprenta, tuvo el fácil talento de ganar polémicas periodísticas personalizándolas, replicando con la mofa a la razón y respondiendo a la verdad con el sarcasmo; y como tenía desfachatez de valentón y se sabía bien que había olido la pólvora, infundía terror, amén de que le sobraban «hombres» que le cuidasen la «mona».

IV.

Tenía veintidós años a la sazón y pasaba por un período de inconsciencia absoluta, después de sus rebeldías románticas, de absoluto embrutecimiento, totalmente eclipsados sus antiguos ideales de verdad y de justicia, eliminado, casi del todo, el asco de la prostitución de su pobre alma hurgadora de letrinas. Y, a media cabeza el sucio fieltro comprado en cuatro reales en cualquier empeño, dejando ver las greñas que sombreaban su pálida frente, sucia la camisa—cuando la traía—mal cubierta con luenga corbata de tohalla, tieso el pantalón a fuerza de mugre, torcidos y enlodados los burdos zapatos, apenas si tenía conciencia de su ruin traza y de su vil oficio, y aun cuando la tuviese de vez en cuando, le servía antes de orgullo que de vergüenza. Charritos y carniceros del barrio le hicieron su compadre; les llevaba su correspondencia y ellos se lo disputaban para arrastrarlo a sus parrandas famosas los sábados, domingos y lunes.

‘—Es un verdadero bohemio’,—decían de él los periodistas serios; y tal mote novelesco encantóle y hubo de hacer todo lo posible por merecerlo, aunque no necesitaba más que dejarse llevar por la corriente turbia por donde iba para ser el más acabado tipo del filósofo-poeta-mendigo.

Halagábale, sobre todo, la despectiva lástima que inspiraba de aquella guisa: pálido y tembloroso y taciturno por las mañanas, por la falta presente y la sobra pasada del alcohol, encendido y vibrante y jovial desde el medio día por la zorra incipiente.

‘—¡Pobre Mercado!’—murmuraban delante de él los admiradores-‘sufre tanto que no tiene más consuelo que beber’,—y le invitaban una copa.

‘—¡Lástima de talento!... Tiene una alma tan grande... es un verdadero poeta... va a acabar en el suicidio como Acuña... o en San Hipólito como tantos’—afirmaban los más severos—y le ofrecían otra copa.

Y siempre que de parranda solemne, gira campestre o de fiesta onomástica o de aniversario patriótico se trataba, con almuerzo o meriendita, entre estudiantes, empleados, comiquillos y obreros, era de rigor invitar al poeta Mercado, para que cuando estuviese suficientemente «mono» recitara versos, improvisara discursos, o contase sus desventuras en Tomóchic, y pronunciara algún brindis flamígero y provocase la risa con sus ocurrencias de apóstol de la Libertad y de coplista oportuno, al par que bufón de banquete, como el tal Castoreña que él detestara tanto en un tiempo.

Por entonces a nadie se le ocurría transformar la piedad y la admiración que sentían por aquella juventud náufraga en la terrible manía romántica de idealizar su miseria y cultivar su vicio, en práctico tratamiento de sana nutrición, de trabajo y de aire puro; no; hasta entonces a ninguno de sus admiradores le pasó por las mientes el sencillo pensamiento de que fuese él un enfermo y que lo que necesitaba era no las docenas de dracks de catalán con que se «la curaban», envenenándole más, sino una cura verdadera de aquel envenenamiento; no; no hubo alma caritativa de tantas como le obsequiaban copas y medidas que una de esas mañanas en que él se lamentaba de estarse muriendo, le hubiese metido a una casa decente, le curase con un baño con mucho jabón y apartado de tabernas y parrandas, y bien comido, le tuviese

V.

Por fortuna suya murió a tiempo La Voz del Trabajo, yéndose de Director de un periódico semi-oficial de un Estado su listo propietario.

El famoso Liberal renació entrando en segunda época, curado ya de sus iras rebeldes y de su imposible actitud obstruccionista. Ahora, más reposado, más razonable y más dolorosamente experimentado, siguió el combate, pero cuidando de no atacar al Señor Presidente de la República.

Un hombre henchido de egoístas ambiciones, un hombre de pensamientos y de acción que no desesperó del ex-oficial, fue su Director, dándose a la obra heroica de levantar caretas de farsantes, de destapar falsas reputaciones, de decir algunas cuantas crueles verdades.

Y en ese diario, amonestado generosamente, salió un poco a flote del naufragio; pero estaba ya tan viciado, la intoxicación era ya tan profunda que hubiese requerido más enérgico tratamiento. No se le pudo vigilar bien, y tornó a lamentables sumersiones.

Intensamente alcoholizado, abandonado a sí mismo, enferma su voluntad, sin un amor que ennobleciese su vida, sin un hogar propio, débil, irritable, atribuyó a la injusticia de la suerte lo que ya no era sino obra propia: se creyó víctima; juzgó que los camaradas que mejor sueldo ganaban porque trabajaban más y mejor eran unos intrigantes, unos usurpadores, unos envidiosos que triunfaban por la lisonja y que por envidia le perseguían.

Fue un verdadero delirio de persecución el que sufrió. Amilanado, pusilánime, mal nutrido, convirtióse en un histérico. Acometíanle frecuentes crisis de llanto, lloraba por el más fútil pretexto como una mujer, como un niño, como un idiota, y era susceptible y melindroso hasta lo repugnante, y en sentimentales tiradas, en gemebundas cláusulas se lamentaba como Jeremías o se indignaba como Hugo contra los traidores, los Iscariotes, que afrentan a los buenos, a los que no transigen jamás, a los que llevan alta y limpia la frente por entre las tempestades de la vida.... y aunque la suya estaba muy lejos de toda limpieza, pues nunca se lavaba y de toda altura, pues ni almohada usaba ya que dormía en vivo suelo o sobre montones de periódicos, él encontraba muy de su gusto el hablar así desde arriba entre los que él juzgaba de abajo.

En el rincón de una tequilería en la calle de Manrique se pasaba largas horas, consolándose de su destino injusto bebiendo copitas y abominando, entre borrachines tequileros, del Secretario de Redacción, porque éste le exigía que trabajase un poco más y bebiese algo menos, y porque le tachaba inexorablemente los lirismos hueros y las pedantescas indignaciones y advertía de sus faltas al Director, quien cortó por lo sano en bien del periódico y de Miguel: metiendo al loco a la cárcel.

Obra fue pía, y hubiera sido del todo regeneradora a durar más la estancia del bohemio y el apartamiento en Belem. Se le hizo responsable de un artículo de esos que pegan donde duele más, de un artículo en que se llamaba ladrón a un ladrón de levita, quien por supuesto denunció al periódico, yendo Mercado a la Cárcel, de donde pasó al Hospital Juárez, pues hubo de estallarle innoble erupción de úlceras.

Practicantes que le quisieron, curáronle eficazmente; su gran fuerza vital reaccionó, volviéndole la razón y la conciencia lúcida de su enervamiento y de su miseria. Volvió en la Cárcel al redentor trabajo; y limpio y sano, desplegó otra vez las alas, requirió la parte de vergüenza, que aun no estaba perdida, y quiso demostrar que era capaz de voluntad y acción.

Comprendió que, en suma, todas sus actuales desdichas tenían ya sólo por origen el alcohol. Miró con clarividencia entera que su redención estaba en la salud y que esta sólo podía darla y conservarla en el hogar y en el trabajo, porque en la calma del encierro hubo de recordar el idilio con Lola, la de Chihuahua, una mujer como tantas buenas mujeres, flor de redención, que sólo con su cariño y con su sonrisa pueden salvar a un hombre.

VI.

Soñó en ser dichoso, hasta donde es posible, en una viviendita modesta y limpia con una amable criatura, claro manantial de amor y de paz, que le hiciese olvidar la ciénega, que le limpiase el alma y el cuerpo. Sentía la convicción íntima de que aún no estaban profundamente corrompidos ambos. Como una aurora era para uno y otro el resurgir de la salud juvenil ¡aún era tiempo!

«Es raro ver cómo al punto la salud se resuelve en alegría y en luz, en trabajo y en dinero, en noble ambición de mejorar, en fuerza moral»,—escribía al Director de El Liberal, adjuntándole algunos artículos de observación acerca de las miserias de la cárcel. Y desde entonces fue en él fortaleciéndose la convicción de que todo el mal social y nacional radican en la falta de salud; de que sin hombres sanos no hay ciudadanos dignos; de que criminales y viciosos, no son más que enfermos, pero que precisamente por eso, como dañan a los demás cual ambulantes focos de purulencia, hay que curarlos o exterminarlos inexorablemente.

El espectáculo aterrador del Hospital Juárez y de la Cárcel de Belem, a la que volvía por tercera vez y donde encontró antiguos camaradas que extinguían largas condenas, los casos humanos que allí pudo observar y relacionar con los ya vistos y observados en la misma Cárcel y en la prisión de Santiago Tlaltelolco, en el Hospital Militar y en los cuarteles, le confirmó en tal convicción. Sí, el mal estaba en la sangre, o en la médula. Cuatro meses después salía de Belem, creyéndose curado y salvado; soñando otra vez en dominar inmediatamente; pero la realidad cruda le hizo sufrir aún más; no se encontraba fuerte para la adversidad y la miseria, y las primeras resistencias agotaron el impulso efímero.

El Liberal murió; nadie creía en que Miguel se transformase, y en otros periódicos diéronle labores modestas, ruin trabajo de gacetilla y las aun no disueltas toxinas de su vanidad y de su lirismo fermentaron en cóleras y en despechos y otra vez más en románticos duelos que tuvieron lamentable cultivo en un medio del alcohol y orgullosa pereza donde algunos destripados amigos volvieron a adularle llamándole héroe y víctima.

VII.

No fue necesario más para volver a hundirse: una vez tomada la nueva primera copa de la nueva serie, se sumergió en la cloaca, pero ahora con una rapidez y una facilidad que probaban lo bien preparado que estaba ya su organismo para el desastre.

‘—No tiene remedio’, dijeron sus amigos, y lo dejaron. Y para colmo de males uno de aquellos destripados, un morfinómano ex-practicante de medicina, al pretender aliviarle de atroz neuralgia, inyectóle morfina, y tan bien le supo al desarrapado bohemio, ávido de sensaciones nuevas, que repitió, y algunas semanas más tarde todos se maravillaban de que Miguel ya no bebiese, aunque ignoraban por qué.

Sustituyó el alcohol con morfina, lo cual fue por lo pronto un bien relativo, pues pudo trabajar en menos malas condiciones, adquirió cierto método en sus labores y hasta aseo en su persona; se pudo confiarle secciones más delicadas, por lo que, radiante, consideraba al dulce veneno cual eficaz redención.

Con una inyeccioncita en la mañana, al despertar, un tanto inquieto y molesto, tenía para sentirse contento, fuerte, lleno de íntima alegría, durante toda la jornada, hasta por la noche en que tornábale un malestar atroz, fatiga, laxitud, nerviosidad, dolor en las articulaciones, sudor viscoso, lagrimeo, una irritabilidad medrosa, una gran tristeza y algo como falta de aire para sus pulmones, todo lo cual desaparecía como por milagro, con otra inyeccioncita.

Y no sólo desaparecía sino que a ello sucedía voluptuosísima sensación general, placidez íntima, tonicidad vibrante, delicia tal que no la cambiara por la del amor de una diosa. ¡Y él que había escrito abominaciones contra su ex-amigo, un poeta de moda, que por gala, por refinamiento artístico era morfinómano también!...

Entonces lo admiró sinceramente; entonces penetróse del sutil encanto de las estrofas ininteligibles para el vulgo, que su iniciado creía ya comprender.

Aprovechando la amistad del practicante morfinómano, tuvo para proveerse en las droguerías del nuevo veneno que sin las vilezas del alcohol parecía ennoblecerle mejor que degradarle; y hasta estudió con empeño y amor dándose a la Historia Patria, de donde extrajo sucesos dignos de ser divulgados en forma entusiasta para el pueblo y para los niños. Vivía el huraño bohemio en un rincón de la casa de cierto excelente camarada reporter, cuya vida era perpétua juerga, que le apreciaba y que consideraba como alto orgullo alojar a una víctima, a un poeta héroe destinado al suicidio.

El amor de la Sirena Morfina—como le llamaba otro de los destripados que solía caer a la hora de los almuerzos de cura de cruda, a quien apodaban Papá Argüellitos—le rejuvenecía, muy al contrario de la Sirena Alcohol que le revolcaba en los peores lodazales, tanto que resolvió ingenuamente pasarse la vida constantemente iluminado por tan gratísima llama.

VIII.

Parecía volver a flote. Fueron dos años, de actividad febril, de estudio intenso, de asimilación fácil, de producción fecunda y rápida en que las energías de que era capaz, hicieron fluir de su pluma un torrente de artículos donde puso el más ardiente entusiasmo por lo que creyó la verdad épica de la patria historia, hechos que diluía y animaba en forma de leyendas, de cuentos, de fantásticas evocaciones.

Se aisló, se concentró, se consumió a sí mismo, olvidando un tanto el alcohol, no sintiendo ardor por la mujer, casto como un anacoreta. Érale preciso, para sustentarse medianamente, escribir mucho y muy pronto, a razón de dos o tres pesos por artículo, y él lo hacía con una facilidad y una rapidez lamentables.

Aunque tuvieron éxito gracias al ingenuo sentimiento con que escribía y al espíritu sincero y patriótico que los inspiraba, por los ignorados episodios que divulgaba, no le brotaron enemigos, pues el detestable estilo no le hacía aparecer como literato digno de ser tomado en consideración.

Además, era Miguel tan insignificante, se estimaba a sí mismo tan poco, vestía tan mal aunque ya no se abandonaba tanto, rehuía a tal punto la amistad de los escritores consagrados por la fama y el trato de los periodistas que hacían carrera: y como a ningún prócer dedicaba sus artículos, ni era invitado a los cenáculos literarios, ni deseaba serlo, tan huraño y tímido, seguía escondiéndose, viviendo al lado de obscuros bohemios camaradas, cultivando su vicio, que no producía en los colegas envidias ni temor. Todos, hasta los más ínfimos reporters, le trataban con aire de protección, como a un pobre diablo inofensivo digno de mejor suerte. Continuaba inspirando lástima. Iba convirtiéndose en espectro; aumentaba paulatinamente la dosis de morfina en sus inyecciones y empezaba a sentirse quebrantado ya por el veneno que solía hundirle en somnolencias y en marasmos de los que sólo salía sacudido por el café y el alcohol, otra vez, al fin, el alcohol. Comía mal y digería peor; despertaba con náuseas, atónito, idiota; el sueño no reparaba ya sus fuerzas; sufría pesadillas crueles, y érale preciso redoblar las dosis de morfina u apelar al café con catalán para procurarse aliento y poder escribir el artículo cotidiano, sin cuya publicación no había derecho a recibir un centavo.

IX.

Y por fin, volvieron las grandes borracheras de antaño, sin deleite, sin alegría, pero ahora complicadas con la morfina, más terrible por eso. Y fue otra más negra sumersión... y volvió a vagar pálido, enjuto, espectral, huraño, tembloroso, por los peores barrios de México—La Palma, Curtidores, el Baratillo—asustado, con sus ojos de loco y su desgreñada cabeza, hablando solo, recitando versos tristes o declamándolos entre borrachos, arrastrando penosamente sus torcidas chanclas por el lodo de las plazuelas, acompañándose, a veces, de aquel Papá Argüellitos y de un tal Míreles, antiguo aspirante del Hospital Militar, dos destripados como él, terceto de malogrados que llegaron a azotar sus cuerpos hasta sobre las pulquerías y figones...

Desde aquel infierno miró cerca de él a una mujer que vivía en la misma casa de vecindad, donde él encontraba asilo en la pocilga de un reporter.

Una vida gentil, joven todavía, a quien habían arrebatado sus hijos.... porque sólo de los hijos se ocupó el testamento del finado esposo. El caso era sencillo y vulgar, más que vulgar, brutal: los interesados parientes, tutores, albaceas en cuya casa falleció, lejos del hogar matrimonial, eran poderosos; ella sólo estaba casada eclesiásticamente; no tenía derecho a nada. Miguel, entonces, se sintió Quijote, sacudió un momento su carga de alcohol y morfina, quiso batallar por la justicia y desfiló por las redacciones de todos los periódicos esgrimiendo... un artículo contra los infames explotadores de los hijos de la desamparada. Se rieron de él; y el poeta loco lloró al no poder nada; y la amó.

Sus indignaciones convirtiéronse en piedad, su piedad en un triste amor, que hubo de agigantarse cuando a su vez ella tuvo lástima de aquel pobre que tan inerme, tan enfermo, tan inútil, soñaba ser redentor.

Le ofrecía su juventud, pero el camarada Argüellitos, vuelto a la sana vida, habíale dicho evangélicamente:

‘—¡Tu juventud! ¡valiente cosa le ofreces! Tu juventud es un cadáver; eres un envejecido.... ¡Bonito par de desdichados van a hacer ustedes!.... Tú estás perdido y si te unes a ella, la pierdes también.... Ya que tú no tienes remedio, no contagies a esa pobre mujer. ¡Revienta solo!’

Y ella misma se lo dijo también aunque compasiva con áspera y franca altivez:

‘—No, señor Mercado; le agradezco mucho todo, pero prefiero estar sola que mal acompañada.’

‘—¿Por qué; por qué dice usted eso?’

‘—Porque ha de ser. Eso no es vida, hombre de Dios.’

‘—Sufro mucho, soy muy desgraciado; he caído solo, y si esto es la muerte, usted será capaz de transformarme, de resucitarme, de hacerme otro.’

‘—Pues séalo, y ¡entonces!’

X.

Y el heroísmo insigne de vencerse a sí propio, la hazaña gloriosísima que Miguel acometiera resuelto a morir o a transformarse, lo llevó a espléndido coronamiento. Para ello recordó que todo era cuestión de salud.

¿Cómo combatir el monstruo del morfinismo? Fuese derecho a la casa de un alto Jefe Militar que le quería por su literatura marcial y sincera, y le pidió recomendación para ser admitido en el Hospital Militar. Se la dio, y allí, como quien saca de una víscera el puñal envenenado, le arrancaron, a riesgo de matarlo, el hábito de la morfina.

Fue más que un combate una agonía. Jamás sufrió tanto, ni en Tomóchic, ni en Chihuahua, ni cuando vio cargar a su centinela el arma, ni cuando miró en la sombra arder dos cirios fúnebres frente a un crucifijo negro.

Pero dos meses después, Miguel estaba sano y salvo, dispuesto a trabajar en la obra de ser el sostén de la pobre viuda, y a que aquella le sostuviese a su vez, a apoyar su porvenir en el corazón desventurado de la víctima.

Ambos se sostendrían, bravos y serenos, recíprocamente.

‘Ahora sí’—dijo ella—y una triste tarde, allá, en la humilde casucha donde radicaba la oficina del Registro Civil de la villa de Tacuba, Miguel y Fina legitimaron tranquilamente su amor.

XI.

Iniciada la reconquista de la salud por el propio esfuerzo, púsose Miguel penosamente en camino de la victoria, apoyado en la ternura de una mujer y en el trabajo redentor.

Convirtió al fin en realidad de acción los pensamientos que ilumináranle en su tercera etapa de cárcel, recordando su convicción de que al punto la salud se convierte en alegría y en luz, en trabajo que es dignidad y en dinero que es fuerza y es todo, en noble ambición de mejorar todavía. No olvidaba que muchas veces se había convencido de que todo el problema nacional no era sino cuestión de salud; que la regeneración era imposible, lo mismo al individuo que a la raza mientras fuera débil y enferma; que atender a síntomas y manifestaciones, cambiando sólo de formas, regímenes y gobierno no es curar... Pensaba que un individuo es lo mismo que un pueblo raquítico, porque sus hombres son débiles, prontos al yugo, si se humilla causa lástima, y es ridículo si protesta.

Y fuerte con estas razones y con el amor de Fina y con la ausencia del alcohol y con la buena carne asada y los huevos crudos que almorzaba, y con la esperanza de vestir decentemente su vivienda y su persona y de alegrar el duelo de su esposa que lloraba a sus hijos arrebatados para robarles una herencia, fuerte con tanta fuerza, Miguel creyó vencer definitivamente.

Fue una vía crucis. Nunca había tenido como entonces la conciencia plena y lúcida de lo que es la pobreza, y la suya era algo peor: cruel miseria. Los recién casados aparecieron ridículos: la sociedad de Popotla encontró chusco el caso de que una guapa viuda que tanto había sufrido en su primer matrimonio y que a la postre era despojada—legítimamente, eso sí—de sus hijos y de sus bienes, fuese a curar su infortunio con un gacetillero borracho recién salido del Hospital. Los compañeros del bohemio creyéronle resueltamente loco; por todo hubiesen pasado, a todo hubieran dado disculpa menos a que el poetastro se casase... y legítimamente ¡y con una mujer más pobre y más vieja que él!

Menos se necesitaba para que se le cerrasen las puertas de las redacciones serias. Tuvo que aceptar trabajos que le repugnaban, ya en verdaderos pasquines donde había que hacer escándalo para dar gusto al público, promover polémicas periodísticas, personalizándolas sistematicamente, ya en hojas aduladoras para tal cual personaje cuya vanidad explotaban audaces editores. Pero la ternura de su esposa y una niña que vino a bendecirle, y a aterrorizarle por la inquietud de su porvenir,—triste herencia le dejaría,—diéronle el valor que antes le prestaba el alcohol, para quitar alma a su pluma.

Mas ya no encontraron aplausos sus artículos, faltos de entusiasmo, resistiéndose honradamente su sinceridad al vil oficio, tibios y desmañados; y además, ya su autor no iba como antes guapamente a medios chiles, melenudo, al viento la bohemia corbata, el chambergo alzado a lo maldito; sino grave y tímido, llevando en los ojos y en la traza una gran melancolía, magüer que en lo íntimo alentase entereza limpia y soberbia intrepidez, que era lo que había hecho su metamorfosis posible.

Por otra parte, a la sazón, la Prensa de la Capital agonizaba aplastada por la protección del Poder público a una sola casa editora, la de «El Orbe» y de «El Informador», contra la cual no había competencia posible, empresa que logró atraer casi todas las buenas plumas, acaparando intelectos, halagando a los de la casa mientras tenían jugo que exprimirles, y haciendo vacío en torno de los de afuera para domarles, y si se resistían, para asfixiarlos, según la alta política: pan o palo.

Y como el pobre no servía para nada práctico, ignorante y torpe, y como le repugnaba mendigar como otros camaradas un empleo en cualquier Ministerio, no sabía a punto fijo si por altivez hidalga o por humildad ruin, no tuvo más recurso que entrar nuevamente a esa casa que no hacía mucho le pagara medianamente sus artículos, y de la que le arrojaron, de una parte, el agotamiento cerebral por el exceso de morfina y de trabajo, y de otra, el desafecto de su editor, a quien no simpatizaba aquel extraño articulista que no le sonreía, que jamás le consultaba, que no le hacía, como los demás, corte asidua, tomando a hostil soberbia el huraño retraimiento del ex-oficial.

‘—No hay más puesto para usted que el de corrector de pruebas, amigo’—díjole duramente el prócer editor.

‘—Lo acepto’—contestó Miguel.

‘—Pues dé sus vueltecitas mientras arreglamos eso.’

XII.

No hubiese obedecido el vencedor de sí mismo a no ser porque era un orgullo íntimo sufrir la pena del ínfimo oficio que, tal vez, más por humillarlo que por necesidad, le imponía aquel hombre amarillo y seco, aquel corsario astuto y persistente, a quien todos admiraban y temían y nadie quería.

Un hombre terrible era aquel. Una momia nerviosa y cálida que emanaba antipatía y frío. En el fondo de la faz huesosa forrada de pergamino, sus grandes ojos voraces, profundos y concupiscentes eran manantiales de fiebre creadora de una lucidez diabólica para el «negocio periodístico».

Caudillo y maestro, en un tiempo fue generoso, fue artista y fue leal; pero en la fricción diaria, en el choque perenne contra sus «amigos» protectores, rivales, enemigos y protegidos, (ni peores ni mejores que él) agriósele el carácter, no pensó sino en ser rico y dominador, excitado, irritable, bilioso, acabó en lo íntimo en un pesimismo negro del que sólo le curaba el frenesí de la lucha y del trabajo, el deleite del triunfo, y el encanto del serrallo que dulcificaba y ennoblecía aquel alma de tigre en aquel cuerpo reseco y cadavérico. El espíritu de un Sancho Panza feroz en el cuerpo de un Don Quijote de levita.

Y el ex-teniente Mercado, el novelador de una historia cuyas dos primeras ediciones se habían agotado, el inventor de una novela de sensación, «El reto postrero», el autor de una serie de más de doscientos artículos publicados en la primera plana de uno de los diarios de mayor circulación en la República, y muchos de esos artículos con ilustraciones, el autor de su propia redención, arrinconado en el fondo del «Departamento de Cajas» de El Informador, fue corrector de pruebas, un detestable corrector, por cierto.

Encontró por camaradas a antiguos admiradores suyos, viejos cajistas viciosos con quienes en otros tiempos se emborrachaba; pero que ahora que él se negaba a beber con ellos, le despreciaban, tomando a orgullo, a falsedad y a hipocresía lo que era sólo gentil heroísmo.

Todo lo sufrió valientemente, taciturno, inclinado día y noche sobre las húmedas tiras olientes a tintas de imprenta, tachando erratas y anotando al margen con rápidos signos las correcciones, esforzando a la luz del ruin quinqué de petróleo, sus turbios ojos miopes...

Perra vida. Ni en el hogar encontraba consuelo, pues la falta de buenos alimentos y de vivienda cómoda llevaba a él desazones y enfermedades, que Fina soportaba con brava y alegre resignación pero que exasperaban al impaciente luchador.

...¿De qué le servía su heroica actitud?...

Meses y meses pasaron así...

El regente de la imprenta, un magnífico y leal artesano le compadecía viéndole tan insignificante, no comprendiendo como el que había escrito entre otras cosas una obra que conmoviera a todo el país y que le valiese el honor de ponerle frente al fusilamiento, descendía tan abajo, más abajo todavía que los reporters y los gacetilleros, más abajo que los «gatos» de la Administración... Y el veterano de la imprenta atribuía ingenuamente aquello... a la falta de copitas.

‘—No, amigo Mercado,’—decíale paternalmente el viejo tipógrafo,‘—usted ¡de a tiro la junde!... ¿sabe lo que le hace falta? pues es un buen jalón de tequila. Antes usted se inspiraba y lo veíamos tan alegre y reata; y hoy que no toma nada, no escribe libros, ni siquiera artículos; está usted dándonos lástima... Si yo no digo que la borrachera sea buena; pero tampoco hay que meterse a santo; para algo hizo Dios el vino «entónese un poquito», si lo malo está en abusar... ¡Ándele, métase ésta y verá como es otro!’

No era el único que con tales razones le abrumaba: casi todos sus compañeros tentábanle con iguales palabras, dichas frente a seductora copa de la que emanaba la voluptuosidad acre del pecado y del tequila...

XIII.

Hasta que al fin la tentación fue más fuerte que la fuerza del demasiado recientemente redento trabajador. Y aceptó cierto día una copa antes de comer, súpole a gloria, y al punto, en efecto, «sintióse otro». Ideas más luminosas y fáciles en él bulleron; sonreía ya un poco: consumábase un verdadero milagro y pensaba que el alcohol no era tan malo en sí, que lo malo era su abuso, y resolvíase a tomarlo en dosis discretas que era como tenía indiscutible eficacia.

Y lo peor fue que hasta su misma esposa Fina que encontraba radioso casi al antes melancólico Miguel, no sólo convino en que si podía tomar una o dos copitas antes de comer, sino que debía hacerlo ya que ello, lejos de dañarle, resultaba en provecho de su salud.

Una semana después Mercado era alcohólico de nuevo, como si nunca hubiera dejado de beber; y ya no dos o tres copitas apuraba, sino que desde las once eso era echar tragos a boca de botella en el fondo de su cuchitril del «Departamento de Cajas».

Y, fuera que su labor no pareciese ya concienzuda—tan concienzuda como lo requiere la de corregir pruebas de imprenta— fuese que le repugnara más cada día o que las ínfulas del alcohol le ensoberbecieran, ello fue que contestase duramente a observaciones del Jefe de Redacción y que a la postre se le destituyera... por inepto.

Salió irritado; no faltó quien le consolase con otras copas; ni quien le animara con otras más; se embriagó, escribió sobre el mármol de la misma cantina un furibundo artículo en que vació cuantas verdades y cóleras bullían hacía tiempo en su alma harta de mentiras y farsas servidas al público en el papel pagado por el Gobierno, para brotar contra los que él llamaba «los piratas del periodismo».-

Hubo entre los del corrillo un compañero que por congraciarse con el empresario de El Informador dijérale que Mercado iba a escribir no un artículo sino toda una novela, contando en ella la vida y milagros de todos los periodistas de la Capital; y he aquí que el hábil editor encontró admirable tal idea, y propia para explotarla, acaso en contra de sus amigos que naturalmente eran todos los de fuera y muchos de los de casa.

Esta vez fue él, el desarropado «corrector», el llamado, después de despedírsele.

Y sucedió que casi de súbito pasó Miguel de corrector de pruebas a novelista, pues encomendóle el empresario una obra acerca de las costumbres, vicios, artimañas, gambitos, chicanas, y demás «cosas del oficio» en quienes no se paraban en pintas para sacarle el mayor provecho posible, en la cual obra había de retratar todos los tipos del mal periodista; recibiendo mientras la escribiese, cien pesos mensuales a reserva de que se le diera algo más si resultaba publicable.

Este trabajo fue la salvación y la perdición de Miguel. Le llegaba, en nuevo período de alcoholismo, un dinero asegurado, trabajara bien o mal, o no trabajase. Tuvo para que en su hogar no faltara lo preciso para suprimir el hambre y no se preocupó de más. El alcohol volvióle a envilecer.

Semanas enteras pasábase en Popotla, ya vagando indolente, en camiseta y sin sombrero, por campos y calzadas, sin cuidarse de lo que sucedía en México, dándose el gustazo de no leer un periódico jamás, ya entregándose con furia al trabajo, escribiendo de un tirón, sin meditar, sin corregir, sin enmendar, los capítulos de su viva novela; sin cuidar el estilo, cada día peor, ni enriquecer su instrucción, produciendo sólo ideas con toscas formas, en crisis de actividad asombrosa, virtiendo sobre largas cuartillas de papel todos sus recuerdos de bohemio, su vida propia que renacía allí con potente sinceridad, con vida de verdad, en lo que radicaba el secreto del éxito de su obra. La verdad sin atenuaciones, la vida de sus amigos y camaradas que, sin proponérselo él, solía transcribir con una espontaneidad de producción tal como la de la buena época cuando era musa predilecta suya la morfina.

Cierto que ahora cuidaba de él aquella generosa mujer, que le refrenaba lo necesario para que no se precipitase demasiado de prisa; pero que era impotente para detenerle o tratarle como a un enfermo. En su misma casa procurábale satisfacciones y dulzuras, alegrándole un tanto con el esplendor de su hija; pero en ocasiones, que iban siéndole más y más frecuentes, trataba de reñirle con dureza, echándole en cara su cobardía de haberse dejado vencer por el alcohol, causa de todas sus desgracias.

XIV.

La excelente Fina soportaba heroicamente la tristeza de ver hundirse a su compañero, no atinando en la causa de la debilidad de quien no luchaba ya por mejorar sino que se iba a fondo sin procurar asirse de aquella mano cordial que le tendía la sufrida esposa. La pobre no podía combatir el mal que radicaba ya muy hondo.

‘—¡Bebe menos, condenado, porque cada día te daña más!’

‘—La pobreza me pone triste.’

‘—¿Por qué te conformas con eso de tu novela?... ¿por qué no consigues otra cosa en algún periódico? ¿Por qué no vas a ver, como te aconsejan, al Ministro?...’

‘—Déjame, mujer, déjame...’—contestaba colérico...‘—mis compañeros los periodistas son todos unos bribones, lo mismo los del Gobierno que los otros... tan pelón el pinto como el colorado... y ahora, ¿irme a arrastrar delante del Ministro?... no puedo... me da horror pensar en eso de ir a hacer antesala, de correrle la caravana al portero, luego al escribiente, después al Orvila ese que me injuria con la lástima con que me ve... No puedo, hija, eso es absolutamente superior a mis fuerzas, yo no nací para cortesano ni para pícaro...’

‘—Pero sí para borracho.’

‘—Tú lo has dicho, bien dicho, hermana. Yo nací admirablemente, lamentablemente preparado para eso; sufro mucho y la realidad me es imposible, el alcohol me consuela... eso no tiene vuelta de hoja, aunque comprendo que me envenena.’

‘—¡Y a tus hijos también, Miguel!... ¿qué me importara que reventaras tú y que reventara yo, siquiera por culpa de haberte creído hombre... ¡pero nuestros pobres hijitos!...’

Cuando semejante maldición escuchaba el cobarde, caía aplastado y taciturno, comprendía que su mujer tenía razón y que él era resueltamente un miserable que hubiese tenido derecho a morir; pero no a matar a sus hijos, ni a una buena mujer que juzgándole regenerado para siempre había unido con él su existencia.

Y durante muchos días luchaba contra el demonio del alcohol; proponíase no beber ya ni una gota y lo conseguía, pero entonces entraba en un limbo de mortal tristeza; una depresión espantosa le impedía todo trabajo, y complicábase tal atonía con la debilidad producida por la falta de alimento, perdido el apetito, adolorido el cráneo, aterrado por la visión de su propia vergüenza, consciente de su miseria, de su inutilidad, de su cobardía.

Y tan mísero, tan infeliz mirábalo la buena Fina, que ella misma, arrepentida de sus justas durezas, como una madre que se espanta del castigo que ha impuesto al hijo rebelde, le llevaba una copa, diciéndole indulgente.

‘—Toma, hombre de Dios, bébete esta; pero nada más o cuando más otra, y ya no... Si a ti lo que te pierde es «seguirla»’.

Y Miguel vacilaba; comprendía que tornar a beber era proseguir la sumersión; tenía seguridad de que si resistía por más tiempo, acabaría por recobrar la salud y con ella otra vez la libertad; pero más fuerte que este pensamiento era la tentación, y vencida su voluntad aceptaba la copa y con ella el indefinido prolongamiento de la etapa mísera.

XV.

Terminó como pudo su novela; entrególa; pero como entre los tipos pintados con exactos colores, con toda verdad, aparecía el de un empresario sin conciencia, el editor la juzgó impublicable.

Entonces hizo cuentos para una casa editora de libros baratos... y siguió produciendo lamentablemente.

En Popotla como en México, contaba con amigos de buen humor, ricachones carniceros y pulqueros ingenuos que como allá, le hicieron su compadre y que le llamaban a sus diarias comilonas durante jornadas enteras y de las cuales regresaba completamente beodo, con ira y dolor de la esposa que al día siguiente le castigaba sólo con el rayo de sus ojos airados y tristes, obstinada en silencio terrible que obligaba a la víctima, a salir sin desayunarse, sin lavarse, ni las manos siquiera, sin saco, sin sombrero, rumbo al cantinajo de enfrente donde no se le preguntaba ya qué tomaba, pues verle entrar y servirle un feroz drak de catalán—a las siete de la mañana—era todo uno.

Diez minutos después tomaba el segundo drak, un cuarto de hora más tarde una copita de tequila o dos, y a eso de las nueve, alegre ya, barrido de su ánimo toda la nublazón de la anterior borrasca, íbase a almorzar a la carnicería de un campechanote y liberal compadre que le recibía con una copa máxima de recién llegado.

XVI.

Cada quince días iba a México a cobrar y a presentar la parte de los cuentos exprimidos, ni él mismo sabía cómo, de su cerebro; y una vez en la gran ciudad, con algo de dinero, después de enviar la mayor parte de lo ganado a su Fina, vagabundeaba un poco, y a las veces dábase el lujo de presentarse en las cantinas elegantes donde también tenía amigos: poetas patricios, artistas de cartel, empleados de la Secretaría de Instrucción Pública, la corte de un millonario fronterizo que tenía el excelente gusto de preferir botar su dinero con gente de talento y buen humor que con toreros y prostitutas.

Solíanle invitar un vaso de cerveza que él tomaba en silencio, en actitud ambigua, que unos declaraban altiva y otros humildísima, oyendo discutir y mofarse a los demás que le miraban con un desdén infinito de pontífices, pero con cierta benevolencia. El enfermo bohemio encontraba vil consuelo al comprender que todos aquellos estaban profundamente gastados, por la crápula nocturna, que todos eran alcohólicos, también, y eterómanos y extravagantes y miserables como él.

Uno resultó nada menos que aquel morfinómano cuyas estrofas nadie entendía pero que a él le encantaron desde que cayera al morfinismo; otro era un casi niño; un precoz y gentil adolescente que había tenido la desgracia de apropiarse en pleno París los vicios parisienses, a los quince años, y que al paso que iba entre ajenjo, éter y morfina, pronto daría fin a su vida antes que al dinero heredado.

Había allí un simpático joven pintor de enorme talento y cuya producción parecía una inmensa pesadilla macabra, un desfile espantoso de siluetas de delirum tremens; cierto escultor de magníficos proyectos que el ajenjo ahogaba al nacer; un humorista cuya eterna risa y cuya burla eterna eran la delicia de todos. Un atolondrado y magnánimo poeta, rico un tiempo y adulado también por una corte de artistas... Todos vestían muy pulcramente, llevaban fabulosas corbatas de luengas bandas de seda, por lo cual sólo por lástima y por estudio del tipo, invitaban a Miguel a su mesa.

Era la flor patricia del arte nacional y del periodismo áureo, y fuera de aquel cenáculo no había, según ellos, sino el inmenso rebaño de los burgueses y de los esclavos, la piara de los mexicanos!

¡A cuantos de aquellos desdichados que deleitábanse entonces en lo que llamaban los paraísos artificiales, esperaban fatídica muerte... o vida peor que la muerte!

XVII.

En ocasiones huyendo del justamente irritado ceño de Fina, prefería el cobarde Mercado ir a dar con la chorcha jovial de reporters y estudiantinos de juerga en los segundos patios de populosas casas de vecindad donde era recibido como el niño consentido, donde su vida causaba piedad sincera y en las que no faltaban bondadosas almas que le encareciesen la urgencia de que volviera sobre sus pasos y pensara seriamente en el porvenir, ya que se había casado, ya que tenía dos lindas niñas.

Entonces lloraba él como una mujer histérica clamando porque como antes lo encerrasen en una cárcel o en un Cuartel para que, no bebiendo más, volviese la salud redentora, la salud que le daría fuerza para ser el hombre digno que quería ser con nobilísimos deseos; pero que no podía, que no podía.

Mas en vez de que se le ayudase en tal sentido, le ofrecían una copa y continuaba así en el mismo ambiente, cada día con menos resistencia para las reiteradas cargas del alcohol... cada día aproximándose a los umbrales del manicomio. Porque verdaderas ráfagas de demencia soplaban ya sobre su cerebro, encendiendo delirios y manías atroces, obsesiones, clavándole pensamientos absurdos que le taladraban el cráneo dolorosamente, juzgándose engañado y perseguido, erizándosele los cabellos por inmotivados terrores.

En medio de aquel infierno otra vez le redimió la mujer: su mujer.

‘— Mi única salvación’—habíale dicho un triste amanecer de agonía...‘—eres tú y el Hospital.... quisiera encerrarme, como cuando me arranqué la morfina, para arrancarme el alcohol; ¡pero que tú no me abandonaras, hermanita!’

‘—Enciérrate; no lo pienses; hazlo, no te abandonaré, hombre de Dios; no quiero hacerlo ahora que lo mereces, mucho menos cuando te estés curando. Entra allí si crees que tienes remedio.’

‘—¿Y tú qué harás mientras?...’

‘—Trabajaré. Sé lavar, sé planchar, sé coser. Anda, no lo pienses más. Y te advierto que estaba ya resuelta a separarme de ti... a irme con nuestros hijos muy lejos... ya lo sabes...’

En la misma villa de Popotla tenía el excelente Dr. José Hernández Ortega, un Sanatorio para alcohólicos. Miguel acompañado de un buen amigo se presentó al bondadoso Director; le contó su mal, le dijo que era pobre, que no podía pagar sino parte de la cuenta y que quería adquirir salud, y con ella crear fuerza para su voluntad de olvidar el vicio. Luego pagaría el resto.

Y después de un mes de sano aislamiento y abstinencia, de buena nutrición y aire puro, de vivir visitado y confortado por su esposa, volvió una vez más a la salud, a la vida digna, al trabajo, al amor, al cumplimiento del deber.

‘—Todavía es tiempo de que empiece usted de nuevo...’ le había dicho paternalmente el doctor especialista. ‘Tiene usted treinta años y una naturaleza excepcionalmente resistente, podrá usted ser fuerte y apto en la lucha mientras no beba ni una gota de alcohol; una copa sola bastará para que vuelva a otras caídas y para esas ya no habrá individuo. A condición de no beber más, usted triunfará, no hay lesión alguna. Cumpla usted con su misión; impóngase un alto deber que cumplir en la vida, además de cumplir con el esencial de cuidar a su familia que es su misma existencia.’

—Gracias, doctor, es usted un hombre honrado; estoy por decirle a usted que es el primer hombre honrado que conozco.

Le doy a usted mi palabra de honor que cumpliré con el deber de decir a todos, siempre que pueda, la verdad.

‘—La verdad es la salud, hay que predicar el evangelio de la salud, amigo don Miguel.’

‘—Ah, doctorcito, usted me quita mi pensamiento; es lo que he creído siempre.’

‘¡La verdad! ¡La salud!’—pensaba el extraño bohemio—y recordaba el periodismo semi-oficial, corrompido, precisamente porque todo decía, menos la verdad; porque recordaba a sus pobres camaradas de trabajo, de infortunio y de vicio, faltos de salud, exprimidos por aquellos editores fatídicos que les imponían el deber de mentir, el culto a Sancho Panza, y que, faltos de salud, eran como él, unos miserables, ¡los miserables de la prensa!... ¡Sólo la verdad redime; sólo la salud es fuerte!

Sólo la salud del individuo haría tranquilo y rico su hogar; sólo la salud de la raza hará próspera y digna a la patria.

XVIII.

Dos años, tres años, cuatro años, trabajó Miguel con paciencia y bravura, intrépido y tenaz, como un santo y como un héroe; -y durante ese tiempo abordó todas las labores posibles en el periodismo. Dos años, tres años, cuatro años, su vida fue austera, austera y melancólica en el trabajo y pura y plácida en el hogar donde el amor paternal floreció de súbito mejor que antes. Ya simultáneamente, ya paulatinamente, fue reporter, cronista, gacetillero, cuentista, editorialista, coplero y payaso. Trabajó en varios periódicos a la vez, ya que uno solo dejábale apenas para mal comer y realizando un prodigio de multiplicación, extrayendo de su aún no empobrecido organismo, energías ignoradas.

Volvió a El Informador como reporter. Allí no hacían falta sino reporters, jovencillos avispados que supiesen correr y llegar a tiempo a todas partes; gente reclutada fácilmente entre estudiantes destripados o por destripar, pues los que no lo habían hecho todavía, en poniendo los pies en la redacción perdían las ganes de ponerlos en las escuelas. ¡La Sirena del Periodismo— compadecía papá Argüellitos!

Tuvo que aceptar la labor reporteril para la cual Miguel era perfectamente inepto, pues carecía de ductilidad cortesana, verba insinuante, de desfachatez y de audacia, y a este respecto aún no sabía él si era por timidez o por orgullos más fue el caso que cuando en alguna oficina se le recibía mal o no se le recibía, no volvía, no insistía, no replicaba adulador y meloso, como los demás compañeros que desarmaban al más enfurruñado Jefe de Sección hasta sacarle todas las verdades y todas las mentiras posibles.

Pero en cambio era observador; sabía aprovechar el detalle característico en una persona o en un suceso y por intuición acaso, encontraba rápida fórmula sintética, dando apunto con el alma del ser o la cosa, lo cual para un diario de información superficial y servil, no siempre constituía una cualidad, pues con mucha frecuencia al describir una fiesta de gran solemnidad, fuese religiosa u oficial, artística o cívica, el reporter detallista convencional y ceremonioso, era suplantado inconscientemente por el contemplativo y fiel historiógrafo y el espíritu sincero y alto imponía su dominio de verdad sobre todas las apariencias y reflejábalo en el reportazgo de tal modo que éste más parecía capítulo de crítica o sátira sangrienta que notición bombástico a varias columnas y cuarenta títulos.

En vano el grueso lápiz rojo del Secretario de Redacción tachaba inexorablemente rasgos que hacían olvidar el carácter de la nota y los matices que dábanla el tono real que tuviera; en vano, sí, porque en el resto reaparecía vivo y crudo como un sarcasmo, el gesto, la verdad.

Y el escollo era ¡la verdad! Había que saberla siempre toda, pero no siempre podía decirse toda. Precisamente ese era el quid divinum en la información en los diarios que el Sumo Poder pagaba. Había que decir toda la verdad siempre que esto conviniera, y un reporter veterano ya ni debía preguntar que era lo que había que referir de un suceso, pues habría el tal noticiero de comprenderlo.

Del haz de incidentes de un hecho, había que escoger rápidamente sólo los que fuesen favorables, y si ninguno lo era no se refería el caso, o se inventaba el desarrollo en discreta forma, de tal modo que, aproximándose lo más posible a la verdad, no perjudicara empero los intereses del Gobierno, que eran los intereses del periódico. Esta obra maestra era ya cuestión personal del Jefe de Redacción y aún del mismísimo Director a las veces, si la cosa asumía trascendencia social, que si culminaba a cumbre política, entonces hasta las altas esferas ministeriales se elevaba el asunto a consulta, de donde bajaba ya listo, con todos sus puntos y comas, aderezado para ser servido a todo el país como la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

XIX.

Entonces, por primera vez, sintió Miguel admiración terrible por la obra del periodismo de gran circulación de la hoja informadora y barata, obra que podía ser de verdad y de salud o de engaño y veneno.

Contemplaba estupefacto cómo lo que él había visto y sentido de cerca en todos sus detalles, con toda su alma buena o mala, aparecía al día siguiente en la gran hoja diaria en tal forma, con tal carácter, explicando de tal modo antecedentes y causas, que ello aparecía con la evidencia del acto vivo... y no sólo no era el hecho lo que aparecía impreso, sino que el relato sumaba todo lo contrario. Más de cien mil personas sabían entonces no lo que había sucedido, sino lo que al periódico y al Gobierno convenía que se supiera, y muy rara vez era ello la verdad. Esto cuando no había consigna de silencio sobre cuestiones y personas, porque entonces ni en una palabra o alusión hacía referencia, aunque público y emocionante fuese el caso. Cuando Miguel, sereno en la lucidez de su entonces austera vida, se daba cuenta de todo eso, solía preguntarse, melancólico y aterrado, si no sería siempre ese el procedimiento para escribir la Historia...

De suerte que la gran masa lectora de la República, la capaz de interesarse por el bienestar común, la ansiosa de saber, no sólo ignoraba sino que recibía como cierta una falsificación aviesa. Sólo algunos reporters sabían la verdad, pero de tal modo iban habituándose a no considerar como tal sino lo que pudiera ser favorable a su empresa editora, de tal modo el convencionalismo llegó a ser usado como preciso, que sus intelectos sufrían una degeneración de acomodamiento y de autosugestión al grado de que ya muchos ingenuamente aún en su fuero íntimo admitían como verdad lo que la disciplina editorial imponía en cada caso. A veces, simplemente se bajaba o subía—se transportaba como en música—según era necesario, el tono del hecho narrado, quitándole el matiz característico, dándole color despectivo o admirativo. Así se hacía la crónica de un jurado, de importante sesión en la Cámara de Diputados, de una recepción, de un baile o del estreno de una pieza teatral.

Sin embargo, veteranos reporters había, conocedores del sistema, que en los breves descansos, entre un cigarro y un vaso de cerveza acabado de beber en la cantina próxima, reían en charla íntima con los mismos redactores y Jefes de Redacción, analizando todas las miserias sociales y políticas que al día siguiente iban a aparecer como blasones del Deber y timbres del pundonor... ¡Los noticieros, que conocían en camisa y aún en cueros vivos, en toda su anatomía patológica, a personajes de la triste política nacional; los pobres diablos de reporters, que tan saturados estaban del fango en que arrastrábanse rutilantes todas las avideces victoriosas: ministros, senadores, financieros, gobernadores de viaje, generales, diputados, y sus hijos, y sus esposas, y sus queridas, y sus secretarios, y sus cortesanos, y sus criados, cuya vida íntima conocían tan bien, ellos, los despreciados, los irresponsables noticieros que tenían que llamarlos con algún calificativo honorífico, con algún título más que nobiliario; imprescindiblemente, sabían la verdad y la referían a sus jefes, pero bien se cuidaban de decirla en el periódico, desquitándose de su obra de falsificación sistemática con aquellos desahogos en que las personalidades exactas vivían lastimosamente.

XX.

De no ser por sus numerosos amigos, reporters de otros periódicos que le auxiliaban con sus noticias y apuntes, hubiese perdido Miguel su puesto en El Orbe, pues aunque algo lograba de sociedades científicas y de expedientes de la Secretaría de Fomento, informes consulares sobre Agricultura e Industria extranjeras, eran notas sin valor alguno dada la índole sensacionalista del diario. Mas fue el caso que se ayudaba con lo que para otros periódicos escribía. Y como solía suceder que lo que no podía decirse en uno era lo que mejor cuadraba a los intereses de otro, él se aprovechaba buenamente de todo, resignándose sin remordimiento alguno, por la ruindad de este oficio, a ser una máquina ciega, cuya lámina reflectora de hechos y pensamientos tuviese a gusto del editor la convexidad necesaria y el preciso afocamiento para tenerlos grandes o chicos, exactos o aproximados, fieles o fantásticos, serios o grotescos, con comentarios o sin ellos....

Hasta en periódicos de oposición sistemática, hasta en diarios católicos y en hojas metodistas, más o menos sinceros unos y otras, hasta en semanarios de chantage y caricaturas tuvo justo pago su pluma, que no se aventuró empero jamás ni en política de partido ni de secta, que sólo descansaba cuando las piernas entraban en acción, recorriendo la ciudad entera, de extremo a extremo, animoso, heroico, triunfante, sin ceder jamás a la tentación terrible de la copa ni a la hora crítica del aperitivo entre doce y media y una y media del día.

Noticierismo policíaco, literatura populachera, crítica social, versos oportunistas y crónicas del género chico, todo salió de su pluma para diversos periódicos. Por allá un cuento; una revista de teatro por aquí; ya el extracto de tal o cual obra publicada recientemente,, para el reclamo de una librería; ya la traducción del francés de algún artículo famoso, hecho para un periódico de los Estados; ya correspondencias para los mismos; ora la redacción de programas llamativos para el Circo Orrin, del cual fue representante en la Prensa; ora una leyenda fantástica «obligada», para ilustrar un grabado, cuyo cliché había sido prestado a vocinglera revista anunciadora; cuando no altisonantes discursos cívicos para que cualquier orador de pueblo se luciese, y hasta selectas páginas literarias, o versos amorosos y gemebundos o patéticos que otro había de firmar o de decir, para quedar bien con su novia o con su papá, constituían las diversas labores de ocasión con que el pobre reporter de El Informador completaba el dinero necesario para que en su persona y en su hogar hubiese salud y decoro.

Y sí que lo hubo entonces; y más; y muy bien y muy bravamente conquistado a todas las fuerzas contrarias y a todas las resistencias que le opusieran el ambiente, las cosas y los seres, y no fue la menor la del amor a las sirenas. Pero en esta vez la redentora salud no había sido sólo, como en las anteriores ocasiones, un simple albor de convalecencia que pudo ser borrado al primer nublo y barrido a la primera ráfaga; no, ahora edificaba en firme la torre de una continencia serena y alegre, apenas turbada en las grandes reuniones entre gente jovial, por el calofrío fugaz del alcohol, cuyo halago sabía ahogar con el poder de la autosugestión. Y todos bebían, y brindaban todos; y él brindaba pero no bebía sino agua, soportando con tranquila sonrisa y gentil continente las cuchufletas que granizaban comentando su heroica temperancia.

XXI.

Su hogar, más y más feliz,—crecían sus hijas, lindas y gárrulas, y aquella dicha le consolaba inefablemente de las tristezas y de las vilezas de su perro oficio. Llegaba después de media noche, en el último tranvía eléctrico y muchas veces, cuando no lo alcanzaba, a pié, bajo la lluvia, luego de terminar la nota referente a cualquier función teatral; llegaba fatigado, adolorido, asqueado; con la fatiga de labor múltiple, compleja y dura de toda la jornada; adolorido por las humillaciones soportadas—ya el ceño del Editor, ya la inflexibilidad del cajero que se negaba a pagar un minuto antes de la hora de pago, ya el altanero saludo del poeta consentido del Ministro y por ende del Editor—con el asco de las vergüenzas removidas: las consignas que había que obedecer, el elogio desenfrenado o la diatriba feroz; las injurias de los pasquines que había que soportar en silencio, injurias de pobres diablos, más pobres diablos que él, famélicos ganapanes que sin odio se ven obligados a armar escándalo para dar vida a sus papeles y dársela ellos mismos; los chantages desvergonzados que veía ejercer tranquilamente a tantos camaradas, con un desplante frío, con toda naturalidad.....

‘Vilezas y tristezas del oficio; si esto es el periodismo, ¡maldito sea!’—clamaba melancólicamente al presenciar aquel hervidero de víboras y lombrices.

‘—Hay que vivir, amigo Mercado; no se sulfure usted; hay que comer’—contestábale filosóficamente un compañero cínico— ‘lo que usted llama reclamo y chantage, es un derecho.’

‘—¡De corso!... ¡una piratería!...’

‘—Será lo que usted guste, pero no hay más recurso. El dinero manda. En todos los oficios, en todas las profesiones, es lo mismo. Los periódicos de alta política, si son de oposición, también hacen chantage puro, porque dicen: ‘«si no me cantas— y hacía rueda con el índice y el pulgar—chillo», y’—decía con el mismo obsceno signo—‘los gobiernistas hacen reclamo por tanto más cuanto. Ahora, ¿por qué nosotros, los soldados de filas, la carne de Prensa, no hemos de dragonearla en nuestra esfera, siguiendo mientras nos dejen el mismo sistema? ¡No sea usted quijote!’

XXII.

Muchas veces se negó Miguel a entrar en combinaciones que consideraba de innoble jaéz, no pudiendo resistir la repugnancia que le producían, no obstante que se decía que en el fondo era legítimo el juego, repitiéndose la exculpante de que a nadie podría perjudicar y que en él no entraría su personalidad íntima, su yo, sino, una pluma ciega, una máquina de escribir manejada por no importaba quien, y que de no ser él, otro la manejaría. Pero estos sofismos o razones, que él no sabía a punto fijo qué eran, le convencían cerebralmente, pero el corazón, la voluntad, el sentimiento se rebelaban, oponiendo caballeresca resistencia. Y no aceptaba; y seguía soportando su pobreza.

Cierto día propusiéronle un negocio que le turbó, que fue su obsesión, que le hundió en perplejidades atroces; que halagaba su espíritu bohemio, pero que a su alma lírica hubo de repugnar. Tratábase de temeraria gira por Centro-América, donde se acercarían a los Presidentes pidiéndoles datos y... dinero para una obra acerca de sus respectivas naciones; si pagaban bien, se les pondría por las nubes, si no, con decir simplemente la verdad habría para aterrorizarlos... y el negocio sería espléndido, porque el precio de toda la edición estaba asegurado, ya que los mismos gobiernos aludidos, en bien o en mal, la comprarían para hacerla circular o... para no hacerla circular.

‘—Es un negocio como cualquiera otro,’—dijéronle.‘—Salga usted de este ambiente donde no está a gusto. Podría usted escribir una novela sensacional que se llamara, por ejemplo, La hiena de Quetzaltenango, allá, o publicamos una colección de documentos oficiales que en nada altere su conciencia o escribirá usted la verdad... que alguno la ha de saber... además, hay que conocer mundos...’

Recordó entonces Miguel los casos de audaces aventureros que visitaban a México, dándose bombo de famosos y viejos periodistas, que daban conferencias públicas, hacíanse amigos de las autoridades,—de cuyas miserias íntimas se informaban,— recogían datos... y dinero, enviaban correspondencias a diarios y revistas de Europa y Estados Unidos y que una bella mañana desaparecieron.... hasta que meses después sabíase de la aparición de un libro sensacional acerca de México y su Gobierno... y si él los trataba bien, su Gobierno lo hacía circular, regalándolo por supuesto y pagando espléndidamente a su autor; y si del asco los ponía, el Gobierno también lo compraba... para que no circulara.

Cuando al fin vió lucidamente que aquello no era sino un timo anticuado, aunque eficaz, se negó, como se había negado a acompañar a otros camaradas que excursionaban por los Estados maniobrando en la misma forma con los Gobernadores, de los cuales sacaban protección para algún álbum que, con el retrato del «probo, progresista y popular señor Presidente de la República», habría de resumir los incontables progresos de sus respectivas administraciones. Bien sabía Miguel que algunos de aquellos periodistas aventureros se quedaban en la Ciudad más a propósito a sus planes o en las que no podían ser conocidos, se hacían nombrar corresponsales—oficiosos—de los diarios de gran circulación y se dedicaban tranquilamente al chantage-reclamo.

El comerciante, el munícipe, el cómico, el torero, el empresario, el hacendado, el industrial o el profesionista tímido que se negaban a pagarle caro algún anuncio—era ello como un tributo-empezaba a ser atacado, primero con reticencias, después más duramente, explotando los odios que podría haber contra la víctima y que siempre existen en las poblaciones cortas donde comerciantes, industriales, profesionistas y empleados públicos y aun particulares suelen tener tantos enemigos como competidores o pretendientes hay para sus casas, teatros, negocios, cargos o clientelas.

Bien lo sabía Miguel por confesión de los mismos andantes periodistas y por las quejas de los agraviados, quejas que llegaban a los secretarios de Redacción, quienes les daban, gentilmente, carpetazo seco, pues como decían, son buscas de nuestros corresponsales... no se les puede repelar como que no se les paga bien o no se les paga... Lo cual equivalía, según pensaba Miguel,—ya eso lo había escrito en su malograda novela Los piratas del periodismo a lo hecho a ciertos escritores que no se les paga sino con patente de corso, o como a aquellos espadachines que se alistaban bajo cualquier bandera, sin soldado, pero con manos libres a la hora del saqueo.

Y todos hacían fortuna, se iban arriba, y muchas veces sus flamantes levitas dejaban estupefacto al viejo saco del novelista reporter, de aquel sandio quijote, incapaz de vencer, de arrimarse a un buen árbol, de seguir el sabio consejo del Gobernador de Chihuahua, de juntarse con los que valen más. Pero no; él no podía ser de otro modo; él no sabía fingir ni adular; se sonrojaba de todo, aún de sus mismas buenas obras; era como siempre el encogido y huraño niño por cuyo cuerpo había pasado, empero, un torrente de alcohol y de infortunio, de experiencia, de dolor y de crápula, sin dejarle sino un poco más triste y más viejo.

XXIV.

Sin embargo, no todo estaba podrido; periódicos sinceros aún había, aunque pobres, donde tenía buenos amigos, ya añejos liberales, verdaderamente sinceros, o católicos de veras. También en las Agrupaciones científicas, como en la Sociedad Astronómica mexicana, en el Instituto Médico, en la Comisión de Parasitología Agrícola, en la Academia de Medicina o en el Instituto Geológico, a donde iba en demanda de notas, tuvo amigos, no faltando quien comprendiera debajo de la ruin traza reporteril, una alma entusiasta por la verdad, un melancólico vagabundo, que por crapuloso y enfermizo pudo haber sido pícaro, y no lo fue, y que ya triunfante de sus vicios y sano, sólo era un inepto y lírico soñador.

Fue en el Instituto Geológico donde conoció al apacible y gordo Ingeniero Manuel Muileón, que desempeñaba interinamente, cierto cargo importante y quien le manifestó cariño tal, tan franco y tan vivaz que obligó la gratitud del noticiero, a quien invitó a comer a su casa de la villa de Guadalupe.

Allí Miguel fue espléndidamente recibido por la anciana madre, y por la esposa, la romántica María, no precisamente bella pero sí arrogante y tentadora, con su seno magnífico, su cuello voluptuoso y sus ojos grises, ojos de acero, sensuales y profundos. Aquella mujer le recordó a la Lola de su infancia. Aquellos ojos decían las mismas cosas; pedían lo mismo...

‘—¡Pobre hombre!’—pensó él al presentir el drama íntimo.

Sabía que «el niño Même»—como le llamaban en su casa—era un alma de Dios, un sabio geólogo que como Ingeniero de minas hubiese ya debido hacer la base de una fortuna, pero que pegado a las faldas de la madre que lo adoraba y temblaba por la salvación del alma del «niño», no obstante sus profundos conocimientos técnicos precozmente adquiridos en la Escuela de Ingenieros de México y de intensa práctica al lado de un ingeniero inglés en la región minera de Michoacán, permanecía ignorado, mediocre y pobretón, pasándola con unas clases de Matemáticas y de Dibujo, en el Seminario y en Colegios católicos, y tal cual ensaye o peritage. Y supo atrocidades de María, con quien le había casado la madre, porque era ésta su ahijada, la había recogido y sabía que heredaría una cuantiosa herencia.

El triste poeta tuvo miedo de aquella mujer y de sí mismo, si bien le encendía la sangre aquella carne soberbia desdeñada por el gordo ingeniero cuyos únicos goces, después de ardua labor mecánica eran comer bien, contemplar las estrellas en la Sociedad Astronómica y jugar al ajedrez, mimado por la madre devota que parecía dividir su vida entre la cocina y la iglesia, aderezando selectos guisos para el niño «Même» en la una y preparándole la salvación eterna en la otra. La esposa, en tanto, romántica y sensual, leía novelones, soñaba y se aburría. A las veces, mientras el marido acariciábase las patillas, clavada toda su alma sobre un alfil, Miguel encontraba los ojos ardientes de María que se exhibía obstinada con las manos enlazadas tras la nuca, los codos al aire, echada atrás la cabeza, indolente y lánguida. Resueltamente, Miguel huyó de aquella casa con insigne bravura, como había huido del alcohol, como un día, veinte años atrás, había huido de aquella Lola, que le inició en el vicio, en el dolor y en el amor.

XXV.

‘Vea usted a algún Ministro, hombre... tienen tajada otros que valen menos que usted, ¿por qué no ha de conseguir algo?’— animábanle cariñosamente muchos.

‘—No tengo carácter para servir de empleado público. Me da tonta tristeza ver esa vida... servir al infame Gobierno del tirano Díaz, escribir oficios... matar el zapo sobre los escritorios....’

‘—Pero convenga usted en que en ese periódico también le sirve usted; en que es un empleado del Gobierno y un cortesano, nada más que olvidado y pésimamente retribuido.’

Era verdad. ¿Por qué no resignarse a vivir apaciblemente en la penumbra discreta de cualquiera oficina de una Secretaría de Estado, aprovechando la protección de un Ministro, como tantos que con menos méritos, o con ningunos, o con méritos negativos, engordaban en el dulce ocio burocrático?

Habíale ensordecido desde hacía mucho tiempo el coro de alabanzas que en las redacciones cantábase a un Ministro, hoy ya muerto... políticamente.

Se presentó entonces en la Tierra Prometida, no como reporter, sino como cualquier pretendiente, encontrando en apacibles corrillos de empleados superiores a muchos de aquellos gentiles artistas de luengas corbatas que en el cenáculo de elegante bar pontificaban bebiendo ajenjo y despreciando el rebaño de los burgueses y la piara de esclavos que, según ellos, integraban la nación mexicana.

Al punto comprendió el inepto bohemio que en aquella opípara mesa no había cubierto para él, que él era un intruso indigno, un versero ignaro.

Todos se lo dijeron casi en crudo; todos estaban completos y aun algo estrechitos, no habría tajada, por lo menos de las medianas, pues las buenas todas eran de los poetas máximos. Le recibieron, empero, con regia benevolencia; diéronle consejos prácticos.

‘—Insista usted, insista con el señor Ministro; es muy bueno; pero métasele al verdadero Conde, al Secretario particular.’

¡Cuántas ingenuas ilusiones llegaron a sonreír en el alma inmensamente pueril del irreductible poeta ex-teniente!...

Todos los escritores amparados por la bondad ministerial sacaban su ciencia de los libros, y sólo con otros libros hacían libros, y sólo con proyectos hacían proyectos, y toda su obra, cuando alguna hacían, era de copia, de recopilación, de traducción, de suplantación, de recortes, como en los periódicos faltos de redactores, de falsificación, inconsciente en ocasiones, pero siempre envenenadora, porque en aquellos sus libros, en sus proyectos aquellos, en sus textos, en sus informes—hojas vergonzantes de originales exóticos—todo brillaba, todo podía esplender menos la verdad, menos la realidad presente ni la vida nacional.

Lo mismo que en el periódico oficial destinado a informar al público, en los libros de texto, en las conferencias pedagógicas arregladas para instruir y educar a los niños mexicanos, todo era artificial, hueco, exótico, puramente mercantil, convencional.

Los autores de aquello, execrando la vida mexicana, respirando el aire extranjero que brotaba del torrente de libros nuevos europeos, no sabían, no podían saber ni mucho menos reflejar la verdad, y en aquellos centenares de miles de libros que iban a las escuelas mexicanas, no había nada sincero, nada mexicano—¡y eran esas las semillas del porvenir, y así caían esas semillas en las nuevas generaciones, única esperanza de salvación para la rebelde raza casi podrida y enferma?

Muchos de aquellos empleados ilustres vivían saturados hasta la médula del ambiente literario, artístico y científico del mundo entero; estaban al tanto de la nueva producción y eran portento de erudición bibliográfica y hasta había, entre ellos, quien se cartease gentilmente con los maestros de París y Stokolmo, pero muchos no sabían nada ni nada querían saber de ‘«este México cursi y bellaco»’ en que habían tenido la desgracia de ‘«surgir»’, por lo que quienes tal decían, en su cátedra, o en su comisión, o en sus obras de texto, o en su labor oficinística, eran extranjeros, casi enemigos, y hacían obra extranjera...

Tal pensaba Miguel. Si aquellos excelentes hombres deseaban hacer obra de verdad, debían dejar que alguien se acercase y les dijese: Hablemos a los niños mexicanos de nuestras cosas, de nuestros padres y de nuestros defectos.... No los embanquemos pintándoles por un artista de París, charros de relumbrón, con sombrerazo galoneado, bufanda y zarape tricolor... porque eso es caricatura y la caricatura no siempre es la verdad...

XXVI.

Miguel soñaba con escribir un libro sincero, que sólo por serlo habría de resultar bueno y útil; un libro en que no habría de inventar nada, bastándole sólo contar su vida de estudiante destripado, refiriendo con plena verdad personal todos los daños que le ocasionara la falsa alegría del alcohol y la falsa alegría del romanticismo; un libro de verdadera, de sincera moral práctica, disecando su propio ser ante los niños o ante los jóvenes... un libro escrito para estudiantes mexicanos... informado no en otros libros sino en su propia vida.

Pensaba también escribir pequeños cuentos para los niños, pero cuentos-historias, sin aberraciones, sin mentiras, trabajando así por la verdad y por la raza enferma e ignorante.

Llegó a creer ingenuamente que en el Palacio del Ministerio aquel habría lugar para el peregrino que tantas cosas buenas y malas había visto y sufrido y gozado; que allí encontraría asiento, y no para su reposo ni para su regalo, sino para trabajar en paz. Contaba en favor de tal ilusión con el apoyo del Secretario particular, a quien debía honda gratitud, ya que creía deber a su espontánea gestión que la gran librería de Bouret editase, pagándole bien, cinco volúmenes de Historia Militar Mexicana, propia para ser comprendida y amada por los oficiales subalternos.

El Secretario, al ser entrevistado por Miguel, mostróse magnánimo, contestando:

‘—Dé sus vueltas; la cosa anda muy mal, y la verdad es que usted ha dejado recuerdos amargos, muy amargos, viejecito’— y le tocó cariñosamente el hombro.

Creyó Miguel que se aludía a su antigua vida de crápula, y aceptó el reproche, respondiendo:

‘—Es cierto; pero «eso fue ayer»... quiero trabajar mejor pagado que en el periódico... le aseguro a usted que hace más de tres años que no bebo una copa; a usted le consta, hombre; soy más que temperante, soy abstinente.’

‘—No, viejecito, si no se trata de eso... Todavía arde en algunos pellejos aquella «Agua de Rosas», ¿eh?’

Al fin comprendió Miguel. Aludía a una sección de mordaces artículos contra los poetas cortesanos, sección famosa de El Liberal y de la que era autor nada menos que uno que vino a formar en la cohorte fustigada por el látigo transformado ahora en incensario. El satírico cruel contra los de adentro cuando estaba afuera, hoy que estaba adentro encontraba cómodo echar la culpa de sus feroces zurriagazos al mísero gacetillero cuya inevitable ruina había profetizado y cuyo camarada fue, en tiempo de igual infortunio, cuando ambos vivían la misma vida obscura y vagabunda, a quien dejara como recuerdo un «nene» tenido con cierta criada indígena, achacando también al «borracho versero» la paternidad de la pobre criatura.

‘—No fui yo el autor de eso’—respondió entristecido.‘—He escrito cosas peores, pero esas no,’—y no dijo más, creyendo que aquel recuerdo significaba la negación de todo auxilio.

Comprendía que el dulce poeta fustigado antes por el Director de El Liberal y por el autor de «Agua de Rosas» en la persona de su protector—actual Ministro—vengábase ahora en el pobre diablo del humilde reporter.

Creyó ver—¿se engañaría?—en el fondo del alma del omnipotente Secretario particular, uno de esos rencores de indio que se endurecen con el tiempo y se erizan en la ocasión...

‘—Pero no se apure, viejecito; ya le estoy buscando algo bueno; dé sus vueltas.’

No volvió en mucho tiempo; pero la sabia voz de otro talentoso poeta práctico que disfrutaba de pingües canóngias, le evangelizó cariñosamente, recomendándole que insistiese, que insistiese... ¿Rencores? todos los tenían; otro peor bahía en la Corte del Ministro, otro que había acumulado odio y hiel en filigranas maravillosas, en alfilerazos de oro envenenado, en lacerantes epigramas contra el mismo Secretario y contra su favorito, y sin embargo, después de un «mea culpa» y unas sonoras estrofas, habíase borrado todo... ¡tenía su sitial aquel Benvenuto Cellini, que el Ministro cual Papa artista absolvió! Y era... poeta máximo y se sentaba a la diestra de Dios Padre... ¡Aquel otro poeta—porque era también artista como el niño consentido del Ministro—aquel otro poeta con quien Mercado había bebido en la misma copa tantas veces, lo mismo que con el autor de «Agua de Rosas», también había vaciado en un tiempo un odio infinito, una inmensa cólera de despechado, de impotente, contra el rival victorioso!... Y hoy por una ironía atroz, unidos por el mismo pan, fraternizaban y se sonreían...

Si Miguel nunca había escrito con odio, sino cuando más ciegamente, convirtiéndose en instrumento vil, sin poner nunca, entonces en sus artículos sino el fango del ambiente, bien podía ser absuelto o perdonado. ¿Quién, de todos los favorecidos, podría tirarle la primera piedra?

Y los contemplaba execrando los expedientes que pasaban, desflorándolos apenas, a las manos plebeyas de los escribientillos, poetas mínimos, temblorosos idólatras de sus jefes, que miraban a Miguel, de reojo, enseñándole los dientes, temiendo que fuese a quitarles su hueso aquel desgarbado intruso que no obstante no ser más que vil noticiero hablaba de tú a los poetas máximos.

XXVII.

Miguel comprendió que era preciso apoyarse en alguno de aquellos ínfimos para saber qué puesto estaba amenazado y penetrar algo más a fondo en la urdimbre administrativa íntima, en él toma y daca de los empleos; bastóle para ello deslizar astutamente un elogio a cierto proyectado. «Brindis litúrgico» para obtener de su autor preciosas confesiones.

Era éste, un alcohólico neto, mordaz y jovial cuando bebido, que se pasaba la mañana anulado por la cruda cuando no salía a echarse un trago y a boca de botella en el W. C. Un provinciano acogido a la famosa bondad paternal del Ministro, uno de tantos fracasados que soñó en vencer y que en su pueblo era genio y en la Metrópoli hundíase en la perezosa rutina burocrática consolada en las noches por el fulgor de los ponches de catalán y el fuego de las fragatias de tequila.

Conversó largamente con él en ruin cantinajo que de las doce de la mañana a las cuatro de la tarde, bullía de escribientes, escapados por unos instantes de oficinas próximas en el Correo, o del Palacio Nacional, para entonarse, inútiles ya para el trabajo si no tenían dentro su dosis de alcohol. A trueque del sarcasmo de antiguos camaradas que veían al abstinente en el mero fragor de popular tequilería, Mercado, delante de una limonada y de la fragatita doble del poeta mínimo, supo en detalle, lo que en suma ya conocía, que en el Ministerio aquel, como en los demás, había un hervidero de chismes, de odios feroces, de intrigas y favoritismos; que allí unos trabajaban mucho y eran los que ganaban poco y que algunos que ganaban mucho no trabajaban nada; que los Jefes de Sección discutían a Nietzche, a Maternichk y a Wagner, mientras en las mesas, corrían la plumas y traqueteaban las máquinas; supo cómo venían las recomendaciones para otorgar empleos, cátedras, comisiones, licencias, inspecciones, pensiones, y cómo en el ramo femenino aquello era un inefable pandemónium, de faldas, rasguños y sonrisas, un barullo delicioso, las rivalidades de las profesorcitas nerviosas, y sus dulces maledicencias, y sus perfumadas ferocidades, y sus amoríos, y sus enredos, y sus sainetes, y sus dramas...

¿Y lo de las Escuelas Profesionales? ¿Y lo de las Corporaciones técnicas oficiales? Andaban a la greña muchos empleados, y sus rivalidades no eran peores que otras, y era el caso que los de más bambolla, los más intrigantes, los más cortesanos lograban los mejores puestos, honoríficas comisiones, distinciones y hasta condecoraciones extranjeras... De todo eso ya sabía mucho el reporter, que más de una vez escribió crónicas falsas que hinchaban falsas reputaciones...

XXX.

Una tristeza inmensa hubo en el alma de Miguel; encontraba a los pedagogos, a los artistas, a los ilustres escritores, a los profesionistas, en camisa, tal como había visto a tantos periodistas, a tantos funcionarios, a tantos militares, mordiéndose los unos a los otros, convirtiendo todo en negocio, lo mismo el periódico que el libro de texto, igualmente la cátedra que la clínica del hospital, la estrofa lo mismo que la gacetilla; apoyando o desechando proyectos se inspiraban en el lucro personal, con mengua del Arte y de la Verdad... y de la honradez, y era como pleito de verduleras todo.

—Ni peores ni mejores que nosotros,—pensó,—todo está igualmente podrido.

Todo aparecíale, en efecto, aparatoso, e igualmente convencional, teatral y vano. Y las palabras patria, verdad, justicia, moralidad, sonaban hueco, cuando sonaban, no suscitando idea alguna, pues su significación exacta era como una fruta fabulosa de otros tiempos, de otros países, digna sólo de otros hombres, unos hombres de leyenda, unos hombres inverosímiles...

‘—¡Estamos fritos! Échese otra fragatita y vámonos a comer a mi casa... ¡Y pensar que hay que tener fe en la Justicia!’— suspiró el reportero.

‘—¡Salud!...’ Y limpiándose el bozo juvenil con el dorso del índice, el poeta mínimo, confortado y feliz, recobrando con el alcohol su verba fácil y su perdida alegría, agregó: ‘¡La Justicia!... ¡Oh crepúsculo! ¡Oh muerte!... ¡Oh infierno! ¡Oh Dante! ¡La Justicia... oh mistificación!... ¡Ay, amigo Mercado, tengo un compañero allá arriba, en el otro Ministerio!—¡y que bien dibuja!—¿y ve usted lo de la Instrucción Pública, abajo? pues ríase de eso... Aquello de arriba es peor... Por allí, sí, hombre, ni pierda el tiempo. Es el reino de los abogaditos, de los escribaños, de los jueces, de los defensores... ¡Oh Dante! ¡Oh infierno!... Muchacho, ¡tráete otra fragatita!’

‘—No, por ese camino no me llama Dios. Sin embargo tengo alguna esperanza, abajo, en un buen protector; es al que debo que me editaran mis libros de historia militar...’

‘—¡Qué penitente es usted! y perdone la indirecta; tantos años de público escritor y no saber como se hila la madeja.... ¿Usted cree que por su bonita cara o por los chicotazos de El Liberal contra los versos del Ministro—que Dios guarde—le ayudó a usted... su protector? ¡oh cándido!...’

‘—Entonces la verdad no me explico qué interés haya tenido; le aseguro a usted que ni un centavo le di yo, no le he dedicado ni un solo artículo, y los artículos que le hago en El Orbe son de consigna, es decir no son míos; no le he pagado su espontáneo favor sino con gratitud...’

‘—Para nada la necesita. Guárdela usted o tírela. Dígame: nuestro admirado Fakir puso al Príncipe del asco... ¿se acuerda usted?’

‘—Me consta; yo escribía también en El Periquillo, donde el Fakir me elogió estruendosamente...’

‘Para hacer rabiar al Príncipe—como se han reído de aquel —en dos pesos me compró Godines un ejemplar del periódico. Bueno pues fue el caso que la obra militar esa la iba a hacer el Fakir; por lo que el Príncipe acudió a usted para... quitarle al otro el hueso, diciendo, en represalias, al editor: ‘«Mercado es el único que puede y debe escribir eso. ¡Qué va a saber de Historia de México un Fakir! Mercado sí, porque fue oficialero. ¿Entiende usted?»’

Fue una revelación para Miguel. No le extrañaba el insólito caso de una oferta espontánea, de apoyarle para la edición aquella que le diera vida un año entero. Sin embargo, no aceptó del todo la versión del oficinista y tornó melancólicamente a insistir para ver de lograr la suspirada entrevista con el Ministro. Mas en vez de ésta lo que obtuvo fue una amplia carta de recomendación para su colega el de Guerra.

¿Era un sarcasmo? ¿Volver al ejército por tercera vez cuando no hacía mucho había salido por no acomodarse sus aspiraciones a ser un tenientillo de filas, capatáz de pobres forzados?

‘—Pero viejecito, si con esta carta se le comisionara a usted como antes; para escribir algo de su cuerda, y luego...¡arriba!’ le consoló dulcemente su protector.

XXXI.

Fueron días amargos como los peores de su vida, pero los soportaba con insigne heroísmo. Fina, enferma gravemente y las niñas creciendo, ocasionaban gastos imprevistos; la labor en El Orbe era cada vez más dura y cada vez advertía más adusto el ceño del triunfante Editor que ganaba dinero en razón inversa de la salud perdida. En cambio, la de Miguel era excelente y ella y su ánimo valeroso asomaban al rostro, al grado que una noche el seco y amarillo prócer díjole: ‘¡qué buen negocio haríamos con que usted me diese la mitad de su sangre y yo la mitad de...!’

¿Se sentiría personalmente aludido en la misma novela «Los piratas del periodismo» que le enmendara por haberle pintado acaso inconscientemente?

El Circo Orrin había salido de la Capital y él dejó de hacer sus programas y de inventar uno nuevo y más sugestivo cada día y dejó de recibir los sesenta pesos—¡una ganga!—que por tan ligera labor se le daba. Un día lloró de cólera y tristeza. Sucedió que al bajar la empinada escalera de la ex-aduana, a fin de llevar a tiempo una nota del Consejo de Salubridad, resbaló rodando y azotándose contra las losas, recibiendo golpe tal que permaneció desmayado por algunos minutos; por lo que tres días guardó cama y como tuviera que levantarse para ir a cobrar su decena, no se le pagó integra, sino que se le descontaron los días que había estado enfermo. ¡Ni una bestia de carga se le trataba así, ni los soldados, ni los peones merecían que se les suprimiera la ración y el salario, ni menos cuando el cumplimiento del deber los invalidaba!

Pero sufrió este golpe ultrajante con heroica paciencia, trabajando y luchando por mejorar, obstinado en levantarse, abstinente, austero, sufriendo la atroz ironía de verse más abandonado que cuando era un pobre soñador borracho, sintiéndose en México, solo. Y a las veces el calofrío del alcohol pasábale; pero sacudía la falaz insinuación y continuaba confiado en su propia fuerza, a pesar de todo, con la esperanza de poder un día escribir, con plena libertad, con amplia sinceridad, no una novela inventada, o calcada en otras novelas, sino su propia vida, por más que en ella sacara al sol todas sus miserias y las de tantos que tan cerca pasaron...

¿A dónde iría a decir la verdad, a divulgar sus ideas, a despertar conciencias, a hacer periodismo sincero, ya que él no servía para otra cosa que para reflejar las angustias que latían confusas en la pobre raza americana, explotada como él y como él oprimida y deprimida, fatigada, sin voluntad; tan híbrida, tan nerviosa y acaso tan excitable por eso, como él, como tantos, como casi todos... ¿a dónde iría?

Y cuando miraba en torno, serenamente, volvía de las perspectivas circunstantes con náuseas, «prefiriendo no pensar más, dejarse llevar por el curso de los acontecimientos, aboliendo hasta la actitud especiante, juzgando en el colmo del pesimismo, que la única salvación del individuo y de la Patria era la muerte...

XXXII.

Pero en su hogar, la sonrisa de sus lindas hijas disolvía el hierro que apretaba su corazón; y sus gritos eran como afable música y en sus pupilas miraba el cielo abierto de par en par. Y contento ya, sentábase a la mesa, en cuyo centro embelesar solía un gran ramo de rosas de San Angel; y devoraba con glorioso apetito una comida sabrosa y suculenta, netamente mexicana, clausurada con sendo vaso de agua cristalina y fresca, gentilmente servida por Fina, de un pintoresco botellón de Guadalajara. Y pensaba, al comer plácidamente sus duraznos suplementarios, contemplando el cortinaje de bugambilias de la ventana, que no era tan dura su vida, ya que tenía un hogar, ya que el trabajo no le faltaba y con él el pan de cada día, ya había vencido a un demonio, ya que gracias a la resistencia heredada, no era todavía su cuerpo una ruina fisiológica, sino que sobre su salud bien podría ser tiempo de edificar vida mejor para sus hijas.

Lo demás vendría después. Primero era el bien propio para el bien de la familia, para que los nietos sanos construyesen a su vez, sobre los escombros nacionales, la Patria sana, consciente, libre y próspera...

Resolvió, pues, seguir trabajando en varios periódicos simultáneamente, multiplicando artículos, crónicas, traducciones y versos, aceptando todo género de trabajos, excepto los de calumnia y de injuria, pero acogiendo con gusto los de crítica social, en los que exhibía tipos, no personas, aunque solía suceder que muchos imbéciles se daban por aludidos; más él lo único que hacía era tomar de cada persona el detalle característico de su vicio, de su pasión o de su actividad y con muchos detalles de varios individuos, componía un tipo que compendiaba a todas pero que no era ninguna.

XXXIV.

De una redacción a otra saltaba donosamente, bien recibido en todas, llevándoles algo, noticias, crónicas o artículos, pero exento de comprometedoras intimidades, pues su abstinencia alcohólica le aislaba, de lo cual no siempre sacaba provecho. En los ministerios, cuando los oficinistas y cortesanos se convencieron de que no era ya pretendiente, no le enseñaron los colmillos y sí hasta menearon la cola volviendo a tratarle como a un inofensivo. De esto si obtuvo provecho, pues el aparentemente superficial reporter ocultaba al observador, adquiriendo así la facultad de esconder como una arma, por imposición del editor, aquella su afición por el estudio de los dramas que en torno latían, de los personajes que en ellos actuaban y de los escenarios donde sufrían.

Sin embargo, hizo la última tentativa por elevarse: obsequiar sus libros con las dedicatorias de rúbrica, y venciendo su honda repugnancia, llenó la primera hoja de algunos ejemplares con buscadas palabras que fuesen gratas a los altos señores ante quienes el pobre diablo eran más pobre diablo aún.

Y sucedió que uno de los Ministros le dio las gracias por conducto de su secretario particular, y otro le dijo—contemplando con fina atención los libros—¡qué bonitas pastas!—y le pidió la dirección del encuadernador; y el tercero ni le contestó siquiera, por lo cual, indignado y abatido, no siguió con los demás, no encontrando ya fuerza para dominar su vergüenza, subiéndole toda la sangre al rostro, incapaz de insistir, resuelto a morirse de hambre, antes que seguir humillándose como le aconsejaban...

.. Reconocía una vez más que le pasaba con los grandes hombres aquellos, lo que antaño con las hermosas mujeres: que si resistían la insinuación primera, las dejaba, no sabía si por humildad o por soberbia.

‘—Se sacó usted la lotería, viejecito; ahora sí le tengo una buena noticia.’—Le saludó una mañana el Príncipe—y dejó caer fraternalmente la diestra sobre el hombro del azorado Miguel —agregando a su oído:‘—Es un buen destinito aunque no lo parezca; sobre todo para empezar no es malo; ya está usted propuesto ¿eh? ahora, sí, viejecito...’

Súbito alborozo. Hacía mucho tiempo que el reporter de El Orbe no recibía una emoción más intensa; se vio ya en plena corte de los artistas, con el pan asegurado, sin el apremio del trabajo ruin, sin la caza del artículo, de la noticia y del vil reclamo; se vio apaciblemente instalado en uno de aquellos escritorios sobre los cuales en las muchas horas de ocio escribiría lo de su gusto y discutiría con los poetas máximos y tendría toda la tarde y toda la noche libres, gracias a su leal protector que bien merecía ser protegido por su maestro, iba a trabajar a gusto y bien retribuido...

Luego habían calumniado a aquel príncipe de los poetas; luego su corazón era tan bueno como su talento; luego era verdad lo que decía en sus versos de caramelo y oro, aquellos versos que él de niño tantas veces recitara, embelesado, en sus noches de romanticismo o borrachera; luego la historia del Fakir, narrada por el escribientillo aquel, era una vil calumnia; luego era verdad que el Ministro era un dulce, un verdadero Maestro, un Padre, un Santo, un Jesucristo...

Sí, debía serlo, ya que con un gesto augusto cambiaba la triste vida de aquel peregrino—y se propuso ser digno de su protección y admirarlo de cerca y quererlo filialmente.

Tal pensaba el ingenuo y no pudiendo hablar por la emoción, oyó luego que agregaba el protector:

‘—Me costó algún trabajo; pero es seguro ya, viejecito... Está usted propuesto para portero de la Escuela de Bellas Artes...’

XXXV.

Rehecho del dolor de golpe tal,—y fue el caso que el Director de la Escuela de Bellas Artes protestó sensatamente contra la imposición de un portero semejante, diciendo al Ministro que quería para eso un hombre de escoba y no de pluma— luego de tragarse tan gran sorbo de hiel y de eliminarlo, tras el estrago ineludible, volvió a la lucha y al trabajo, venciendo todo después de vencerse a sí mismo,—porque en las duras crisis el alcohol le insinuaba su ardiente amor de olvido y de muerte—confiado en su propia fuerza, aunque la desgracia se obstinaba en perseguirle.

Su esposa vióse tan enferma nuevamente que se le advirtió al ex-poeta que de no ser operada, moriría... aunque también podría morir en la operación o de sus resultados.

Era lo imprevisto, lo que ya no dependía de su fuerza ni de su voluntad; era la ciega terquedad del Destino anonadándole... ¿Qué sería de él y de sus hijas si aquella mujer risueña y valerosa, que era para él una compañera y una madre, toda la alegría y el apoyo de su vida, le faltaba?.... Su egoísmo sublevábase a tal pensamiento que le hacía temblar, considerando que la muerte de Fina sería el último desastre de su existencia, la catástrofe final,— alcoholismo, miseria, hospital manicomio,—¡de la que sólo restarían dos huérfanas por el camino de la prostitución y de la muerte!...

Era preciso ganar más dinero para que su esposa fuese operada en un buen sanatorio... Ideó descabellados proyectos; llegó el desdichado hasta pretender «lanzar» un periódico en que jugando audazmente la vida, se encarase con el viejo Dictador de la República y le pidiera cuenta de sus actos en gruesos tipos de imprenta como esos de los cartelones de escándalo, o si no, publicaría una carta abierta al General Porfirio Díaz, comunicándole, él, como el último ciudadano a que dijese al país lo que pensaba, lo que quería, lo que preparaba para el porvenir... O una proclama al «pueblo soberano», un grito como aquel lírico de los estudiantes de un día, como aquella «Oda a Atenas»:

¡Madre Atenas, levanta la cabeza!

cuyos autores por una ironía espantosa eran hoy plácidos diputados, risueños eunucos.

¿Por qué habría de ser ello criminal?... Ya que la prensa independiente no lo hacía, ya que la Cámara del Pueblo callaba como nunca, y que los más audaces, aquellos que en otro tiempo prometían ser los redentores, engordaban apaciblemente, cebados por el Poder, ya que a igual nivel ínfimo creía ver todo, puesto que tan mal, tan míseramente vivía callando y obedeciendo como todos, que al menos fuese útil a su Patria escribiendo con convicciones.

‘—¡Música celestial,—hombre, está usted loco!’—respondíale un su amigo escéptico.

Y en efecto la vulgar realidad de las cosas derretían aquellos sus feroces arrestos y Sancho Panza se imponía en él a Don Quijote, tornando al sentido común, a la paciencia, a la resignación, a la argolla y al pan de su destino de vencido, de su suerte de esclavo, abandonándose, falto de orientación mental y de fuerza para gobernar el timón de su vida, a la voluntad del viento y de las corrientes, al garete...

XXXVI.

‘—Pues, búsquese usted un Mecenas entre los particulares ricos de los Estados. Sí, amigo, sea usted práctico, dedíquele un buen libro a cualquier ricachón espléndido. ¿Por qué no le habla usted a....?’

Y le nombraron al famoso millonario fronterizo, un minero que anegaba de champaña cada seis meses todos los burdeles elegantes, regocijo de tiples y toreros, mina, a su vez, de algaleotos y celestinas, y consuelo de viudas pobres con hijas bellas, un tesoro hecho hombre, muy negociante en sus haciendas, donde por una deuda de veinte pesos que cualquier peón se negara a pagar era capaz de matar de sed, quitándole el agua a toda la familia, pero que en México dábase el inocente gustazo de dejarse robar, de hacerse el tonto...

Si otros bellacos, si los truhanes del Distrito Federal, no salían jamás con las manos vacías del leonero del prócer, ¿por qué Miguel, un escritor, un autor de novelas e historias que solían venderse hasta agotar ediciones, no habría de merecer del potentado salvador billetito?—

Le entusiasmó la idea. Acaso podría editarle la colección de tradiciones mexicanas referentes al Norte del país, y hasta la bautizó: «La heroica Frontera», y ya se imaginaba el lírico arranque de la dedicatoria: «A un libre hijo de las selvas fronterizas de esos cuyos padres lanzaron con sus reatas los cañones invasores, etc., etc...»

Era seguro, el hombrachón aquel, no corrompido en la Corte, francote y campechano que tiraba el dinero tan gallardamente ¿le dejaría en blanco? El vil matador de toros que en el caso le brindaba uno estaba seguro de recibir como regio don, por malo que lo hiciese, lo menos el áureo fistol de su corbata... y lo más,—y era lo más frecuente,—la cartera, que nunca iba vacía.

Era seguro, por muy mal que al pobre diablo de escritor le fuera en este brindis—y por muy ignorante que fuese el rico minero, no lo habría de ser tanto de no saber que la dedicatoria de un libro, de un libro de verdad, que es sangre y vida y alma y esperanza y redención del autor, vale algo más que la dedicatoria del asesinato de una res; que el brindis de un torero analfabeta que es acogido por la befa de la muchedumbre y que mientras mayor es el pago que por él recibe, más intenso es el sarcasmo que a la postre envuelve al generoso, y que no así la dedicatoria de un libro que este se imprime, por malo que sea habrá quienes lo conserven siquiera aunque no lo lean, llevando en la hoja primera el texto de la dedicatoria como un homenaje insigne y puro...

Eso pensaba el candoroso reporter; y a media noche, al llegar fatigado a su casita de Tacubaya, entrando de puntillas para no despertar a la esposa enferma, íbase a la cocina, encendía el quinqué, y en vez de dormir trabajaba con furia, hasta la una, arreglando la colección de tradiciones mexicanas que habían de formar el libro digno para ser brindado al opulento.

Despertaba, trémulo, después de un escaso sueño; se levantaba más fatigado y adolorido que a la hora de acostarse, sintiendo oprieso el cráneo por un férreo casco y en la médula una irritación dolorosa, y en el corazón fatiga y tristeza, como antaño al despertar, después de las grandes jornadas de crápula.

Pero tras de algunos meses de tenaz trabajo nocturno dejó listo el manuscrito y lo guardó como oro en polvo para cuando reapareciera el glorioso minero; y luego que esto acaeció y después que hubo pasado la etapa de los primeros banquetes, juergas, encerronas, y demás fiestas con que le agasajaban sus paisanos, socios, clientes y favoritos, una mañana, a las once, después de larga antesala entre gente sospechosa que esperaba también su turno para el sablazo—alguna ganga en venta, un gallo finísimo, un potro de raza o una doncellita en su punto— se encontró cara a cara con el futuro Mecenas, quien sentado al borde del lecho, en mangas de camisa aún, tenía en la diestra una taza de té humeante.

‘—Señor’,—balbuceó —lo mismo que frente al Ministro un día,‘—soy escritor; he sido soldado... sé que usted que es de la frontera donde yo he vivido, ama nuestras glorias nacionales; tengo el honor de dedicarle este libro.’

Y le tendió el rollo.

‘—Um, um’—gruñó largamente el prócer, luego de sorber su té con coñac, dando vueltas al rollo.‘—Bueno, amigo, bueno.... Conque; córramela despacio, ¿qué es esto, amigo?’

‘—Un libro, señor, que... que...’

‘—¿Libro?... Um... um... ¿Libro?’—preguntaba azorado.‘—Pero sin encuadernar, hombre.’

‘—Es el manuscrito, señor; el manuscrito de la obra que le dedico a usted, porque sé que...’

Y temblando como un niño que ofreciera sus primeras planas a un rey, desenrolló el mazo de hojas, y cobrando ánimo al contacto de la obra—el orgullo del padre que presenta al hijo robusto y guapo—hizo ver su grosor, desplegándoles con orgullo.

Movió la cabeza el millonario, miró de reojo, tuvo agrio gesto de disgusto ante tanta tinta, hizo ademán de repulsa, y alzando la voz, colérico, le gritó casi...

‘—¿Y para qué chinchorros quiero yo todo eso?’

Fue un latigazo. El ingenuo Miguel no esperaba esta réplica sin réplica. Quedó fulminado y fulminado en frío, porque al punto, tras la llamarada de cólera y vergüenza, un hielo inmenso, un desconsuelo infinito circuló por su cuerpo, apretó su garganta y aflojó sus piernas. No pudo contestar, ni explicar, ni insistir; no pudo, y cuando pudo, no quiso.

‘—Usted dispense, señor, me equivoqué... yo creía que, que...’ y retrocedió, deseando ante todo salir de la estancia para que aquel Cacique que derretía sus onzas en champaña para bañar y regalaba a los toreros carteras llenas de billetes, no le viera llorar...

XXXVII.

Más tarde Miguel se reprochó no haber esperado, no haber explicado, ignorante de que aquella cólera era un tanto ficticia, y aquel «¡chinchorro!» era su palabra favorita, aquel gruñir del magnánimo minero era muy suyo, una de «sus ocurrencias» en tales casos, y, que a tiempo que regañaba solía meter la mano a la bolsa trasera del pantalón para sacar un revoltijo de billetes o un puño de pesos o de onzas, cosa que era fama hacía con todo aquel a quien no deseaba proteger a fondo pero que nunca dejaba salir sin algún liberal recuerdo.

‘—Se ahoga usted en muy poca agua. No sirve usted para el caso’—diagnosticó el consejero.

Y convencido Miguel de que no tenía carácter para medrar por la escondida senda por donde han ido muchos, casi todos los escritores que en México han sido, buscó otro camino y se metió por el del Género Chico Teatral.

¡Al diablo el Arte, la Patria, y la Verdad, al demonio los inútiles heroísmos y las infecundas labores literarias! Puesto que falto de carácter servil y de tino cortesano se le cerraban todas las puertas, él intentaría abrir las del éxito teatral fácil, dando al público lo que podía: tipos grotescos, urdimbre bufa, cochinos retruécanos, alusiones obscenas, y lujuria lépera, todo ello musicado sensualmente por algún músico como el famélico autor y no menos sanamente y lujosamente interpretado por sugestivas hembras y payasos hábiles.

La cosa urgía; Fina acababa de ser internada a un sanatorio, donde debía sufrir gravísima operación quirúrgica, acudiendo él a los primeros gastos, gracias a la elaboración de un catálogo de vacas holandesas, traducido y extractado de otros catálogos franceses, para una empresa de «Ordeña» que iba a exponer sus proyectos de compra, en la Exposición Ganadera de Coyoacán.

Pero él se prometía un éxito colosal para su zarzuela que habría de ser la última palabra en el Género Chico, en México, y tan pornográfico era el asunto que habría de salir nada menos que un gentilísimo coro de vivas cantáridas, las cuales, por sugestión de la Serpiente,—coplas con danza del vientre,— habrían de picar a Eva momentos antes de que esta entonase «el tango de la manzana», y un coro de burros, y otro de Guajolotes, y otro más de gallos y chivos, todos ellos perseguidos por las cantáridas, pues la escena pasaría nada menos que en el Eden bíblico.

El tema no era nuevo, ya otro igualmente desdichado colega había intentado una zarzuelilla así; pero Miguel se prometía ser más feliz, entrando más a fondo en el negocio.

Fue cómplice un artista músico, cuyas óperas—porque tan alto llegó a volar que tenía hechas varias óperas y una de ellas estrenada pomposamente por toda una compañía italiana—un maestro que daba clases de piano en el Conservatorio; a donde iba Miguel a esperarle, y de donde salían a fraguar la combinación; y tan convencidos quedaron ambos de su victoria futura que antes de terminar con lo que empezaban, ya discutían las obras con que seguirían... hasta hacerse modestamente ricos. El profesor de piano dejaría las clases y el periodista las redacciones y hasta se negaron orgullosamente a ingresar a una sociedad de autores zarzueleros para no dividir con estos sus ganancias.

‘—Ya les pesará a ustedes,’—les dijo alguien, pero no hicieron caso, creyéndose demasiado fuertes.

El gran escollo era el ceño de las terribles empresarias del Teatro Principal; pero Miguel como cronista de los más serios de El Informador, en los estrenos sabatinos—se impuso y hubo de dárseles entrada.

Metióse el bohemio a la misteriosa selva de los bastidores, en un ambiente extraño, hostil; anduvo más de cerca que antes entre la gente de teatro, cuyas aventuras y desventuras, cuyos vicios, enredos, chismes y amoríos hubieran sido un tesoro de observación y de contemplación para el novelista; pero que él no pudo apreciar, entonces, ni debidamente gustar, entregado por entero a su obra magna, a la puerca y baja obra que él pensaba que habría de producirle más que todas las otras altas y limpias que había escrito.

Para abordar los versos de tangos y coplas, recordaba sus famosos tiempos de truhán populachero, cuando vivía borracho de pulque o tequila, elaborando décimas con finales de rompe y rasga:

¡Ay reata no te revientes
que en el último jalón!

pero a las veces en cualquier lapso lúcido comprendía que su musa bellaca no le inspiraba ya como antes, resentida, justamente, acaso, por el desvío de tantos años de agua; y hasta en ocasiones pasóle como relámpago demoníaco el pensamiento fugaz de emborracharse sistemáticamente para poner su numen en tono con la obra; pero con singular entereza rechazó la torpe insinuación, aceptando sólo algunas mañanas después del ensayo, un poco del amor de una corista. Era fea la pobre, pero aún no vieja, dulce y tierna todavía, y tanto enamorada mostróse que él, inquieto la abandonó al punto, sabiamente.

XXXVIII.

Llegó la noche solemne de la lectura de la pieza ¿y que tal sería que se ruborizaron las empresarias y que el Director de escena se escandalizó?

Sin embargo acaso no obedeciera sólo a pudor la resistencia a aceptar el libreto sino a la audacia de introducir en escena animales, pues el coro de chivos y el de cantáridas y la encarnación de la Serpiente—papel que estaba destinado a la tiple de honor, y aun el mismo de Eva en traje de carácter o mejor dicho sin traje, eran impracticables, según el alarmado Director de escena.

Y Miguel que creía haber tenido al fin una idea práctica y genial, la única tal vez de su vida, Miguel que se prometía ir en camino de la riqueza por aquella su audacia, sufrió el martirio de que se desechara de pleno su obra.

‘—¿Usted cree, señor Mercado, qué hay quien quiera hacer el papel de chivo y de burro?’

‘—Pero hombre, si lo hacen con frecuencia...’

‘—Todas las noches, convengo; pero allí nos pone usted chivos y burros de veras; con cuernos y pellejo peludo... imposible, señor mío, imposible...’

Y el autor quedó aterrado, y el compositor protestó porque había trabajado ya, y su música había sido no sólo aceptada, sino aplaudida.

‘—No hay cuidado, maestro’—dijo valientemente el bohemio— ‘haré otro libreto en el que propongo no poner tanta cantárida, ni tanta desnudez, ni tanto animal.... había allí todavía algo simbólico, algo sincero que trascendía a verdad, a arte... no pudo ser comprendido... qué vamos a hacer... aceptado. Hagamos algo más llanito.’

Pero el caso era apremiante, de no entrar a ensayo a los quince días, llegarían después algunas maravillas teatrales de Madrid y sabría Dios cuando habría lugar para la «Obra mexicana»; por lo cual durante una semana, trabajando sólo de media noche a la madrugada, el ex-teniente y ex-novelista, zarzuelero de ocasión, dejó listo el segundo libreto: «El Caimán!»

Pero tampoco gustó; había muchos versos, diálogos largos, y la Venus de la Alameda que un «payo» borracho confundía con la Virgen de Guadalupe, lo cual indignó, naturalmente, la piedad religiosa de las empresarias. Pero Miguel aceptó cuantos recortes, modificaciones, retoques, enmiendas y tachas impusiéronle y por último tuvo que pasar porque no hubiese ni una decoración nueva, ni las tiples estrenasen un traje. Había empezado la campaña y no quería retroceder; su esposa recién operada encontrábase en el umbral de la muerte; y a sus hijas atendidas por la fiel criada indígena, acallaba con regalos, y como no tenía tiempo para escribir otros artículos en otros periódicos, sólo contaba con el ruin salario de El Informador; así era que se obstinaba, terco, en que apareciese en el Teatro Principal el «Caimán».

Y «allea jacta est», se anunció en sendos cartelones el estreno y aunque él intentó que se suprimiera su nombre para no verlo infamado como autor de aquel parchado, corregido y maltrecho engendro, en el que habían colaborado hasta los coristas, no pudo conseguirlo, pues precisamente su pobre nombre no del todo ignorado, serviría al menos de eficacísimo clarín de anuncio.

No durmió ni un sólo minuto la víspera de la batalla. No así en Tomóchic la víspera de la espantosa jornada del 20 de octubre de 1892, en que él pudo dormir bien y levantarse fresco y listo para matar y morir... La verdadera tragedia no le impuso tanto como aquel vil sainete.

Fue un día inolvidable, y luego una noche más inolvidable aún. Músico y libretista almorzaron y comieron juntos en un buen restaurant, y dándose valor recíprocamente no se apartaron en toda la jornada; presenciaron el ensayo general — el coro de billaristas y el tango de la pulguita resultó a satisfacción.

Discutieron, el uno con el director de orquesta, y con el de escena el otro; para ver de salvar la pieza de las mutilaciones de última hora; sufrieron la befa de las tiples de primera fila que no les perdonaban la insignificancia de sus papeles, fueron estrujados por el respetable coro de señoras y disimularon su cólera al ver que las empresarias se habían encerrado con el General—había también como en Tomóchic un General entre bastidores—sin concederles audiencia, lo cual según un viejo lobo del teatro significaba que olfateaban un gran «meneo».

Pero nada de esto les arredró; los dos estuvieron admirables, Mercado sobre todo que nunca se había visto en trance parecido y que en lo íntimo sentía la fruición bohemia y estética de sentir una nueva sensación, de verse en un nuevo drama, porque para él todo aquello era un gran drama, en el cual él era el héroe.

XXXIX.

Hubo un lleno colosal, los revendedores cobraron el triple las localidades numeradas y en el intermedio entre la primera tanda y la del extremo el portero no bastó a contener la muchedumbre. Se sabía además que la Empresa del Teatro Renacimiento derrotada en la competencia con la del Principal, y cuyo último estreno había sido un fiasco, enviaría numerosa claque hostil para que se aprovechase del menor incidente a fin de «menear» la obra y reventarla... pero habían ofrecido los compañeros de los autores defenderla contra viento y mareo, por lo que era de esperarse una bronca famosa, lo cual regocijaba a la gente tandófila.

Un hombre compasivo, una de esas buenas almas que dan un consejo oportuno o una advertencia feliz para el que sabe y puede utilizarla, acercóse a Mercado y le dijo:

‘—Óigame; es mejor que no asistan ustedes... Acuérdense que se negaron a entrar en la sociedad de zarzuelitas... y que los del Renacimiento están furiosos, no vayan, por lo que pueda suceder, porque...’

‘—¿Y qué? No faltaba más, amigo’—interrumpió colérico el músico‘—nosotros estaremos en nuestro puesto, ¿verdad señor Mercado?’

‘—Naturalmente,’—respondió el autor, escondiendo, heroico, su miedo, recordando sus tristes tiempos de milicia.

El monstruo, el público del teatro, producíale más miedo que los tomoches; pero lo mismo que antes ellos y ante tanta desgracia fue heroico; quemó sus naves y se metió con el compositor en el foro, luego de finalizada la tanda anterior.

Pero allí como un recluta al entrar al fuego perdió la lucidez de su situación, la noción de tiempo y de lugar; algo le dijo agriamente una de las empresarias desde el augusto sitial donde imperaban rodeadas de su corte de tiples y ricachones; no recordó que disculpa le diera el Director de escena sobre otro pasaje suprimido ni pudo saber quienes obsequiáronle cariñosísimos manotazos en el hombro. El terror de la aventura apretábale la garganta y el vientre como en las grandes crisis y apenas si se daba cuenta del ir y venir de las coristas y tiples aquellas aventureras pintarrageadas, semidesnudas que se daban tono de reinas cuyos muslos en las jotas, tangos y cancanes eran la gloria del público tandófilo.

Los dos compañeros sentían posar en torno suyo toda la baraúnda del coro, arrinconados tras los bastidores entre líos de cuerdas y barrotes al pie de una escalera suspendida de las baballinas, bajo un ramillete de foquillos eléctricos.

Más allá del telón que separaba la enorme sala del escenario oíase el rumor de la muchedumbre impaciente, rumor en crescendo, formidable, cuando se desenfrenaba el trueno del taconeo y la granizada de los bastonazos.

‘—Nada, amigo Mercado, todo va bien... ¿ve usted qué enfurruñadas están «las señoras» —aludiendo el autor musical A las empresarias‘—pues es que ahora están arrepentidas de no haber gastado algo para montar bien la obra; están furiosas contra los que les dijeron que no servía y que no valía la pena de pintar una decoración. Ya Gavilanes se convenció de que no debe entrar en el terceto... y la Traguitos me jaló de la oreja... Lo que es a ella sí le ofrecemos una cena... ¡el tango de la pulguita le va a poner muy alto su cartel!, Sí, le digo que todo va bien... y ahora le confesaré á usted que traje a mi familia... ¿sabe para qué?... pues para que no nos comprometan luego los amigos con el champaña ¡que diablo! no hemos de ser tan penitentes que estando tan brujas gastemos la pólvora en salvas, ¿verdad?...’

‘—Ya lo creo’—contestó el desdichado Miguel, sin saber a punto fijo cual de los dos autores era más valiente o más bruto. Sin embargo, esta actitud segura de su cómplice, esta confianza en el éxito le disipó un tanto la bruma de incertidumbre y de miedo que envolverle parecía en un frío velo amarillo.

Resonó, de súbito, largamente, el repique de la campana de aviso; acentuóse tras el telón el rumor del público, seguido de apaciguamiento henchido de curiosidad; el señor Director de la orquesta pasó cerca diciendo a su colega el compositor:

‘—¡Ahora sí, maestro!’—y se alejó de estampida para ir a tomar su puesto al frente de los músicos, afuera.

XL.

‘—¿Estoy bien así, señor Mercado?’

Era una tiple que iba, según precepto de rigor teatral a correrle la caravana al autor para ver si estaba vestida como lo pedía su libreto. Tras ella siguió frente a Miguel, estupefacto, un desfile de pasadilla: otros coristas disque trajeados de léperos y charros, ridículos, extraños, híbridos, con sombreros de palma, chaquetas de chulos y zarapes mexicanos, llevaban largas corbatas de listones, y pantaloneras de percal, bandas de golfos, zapatos bajos y bastón. Las mujeres que debían representar rancheras del Bajió viniendo a la Villa de Guadalupe, estaban vestidas con corpiños chillones, y mantillas madrileñas y fajas de toreros, servíanles de tapados y de rebozos. Aquello no era ni español, ni mexicano, ni húngaro, ni nada; ni poesía teatral, ni verdad local... En vano había repetido Miguel a los coristas de uno y otro sexo que con salir con sus propios trajes dejarían a salvo la verdad, y habría propiedad; pero se rieron de la ocurrencia y se echaron encima aquellos disímbolos trapos exóticos.

¡Y vio el autor como todo aquel rebaño iba desembocando en la escena que debía representar el Atrio de la Colegiala de Guadalupe para formar ambulantes parejas! No había tal atrio guadalupano ni cosa que lo pareciera sino un viejo telón de fondo que representaba la Catedral de Sevilla.

Otros repiques de aviso, gritos y carreras, avanzante vuelo de faldas entre bastidores, acállase lentamente el rumor del público, el coro de «peregrinos del interior» le alienara contra la remendada manta.

‘—Venga usted a ver, mientras, el monstruo, hombre...’—y el autor se llevó a Miguel hacia el agujero del telón.

Por allí miró unos tres o cuatro segundos, ¡miró atónito! Nunca había visto el teatro así; le pareció espantoso. Las luces, los rostros, las pupilas, los trajes, todo le parecía vago, lejano, fabuloso, imposible, como una visión de otro planeta, como si hubiese saltado a otro mundo y a otra vida, y él fuese otro. Lo arrancó del telón su camarada, quien con más calma, miró a su vez...

‘—Muy buena señal... sí, hombre, sí, resulta... sí, resulta... se lo aseguro a usted...’—decía el músico, extasiado y trémulo, queriendo leer en el rostro del divino monstruo lo que iba a suceder dentro de menos de media hora.

Retrocedieron a sus puestos, encogiéndose de nuevo por entre cuerdas y medaderas, tras del haz de bastidores. Las señoras empresarias dirigíanse, majestuosas, a su oculto palco de proscenio; revoloteaba en la penumbra la levita de el Director de escena; y por fin tras el telón sonó espantablemente la obertura.

El compositor quitóse el sombrero y se limpió el sudor de la frente y su colega arrullado por la alegre melodía de los violines que esbozaban el pícaro tango de la Pulguita—que iba a ser el gran éxito—acopió aire en sus fatigados pulmones.

Iban en tanto desfilando cual promesas líricas los mejores y los zandungueros temas musicales de la zarzueleja; pasó el coro de risas de las billaristas y se desenfrenó un instante el dibujo del cancan final,—otro éxito seguro,—y terminó la obertura. Ni un aplauso.

‘—Está frío el público,’—murmuró el músico.

‘—Algo,’—contestó el poeta.

Los dos se miraron, muy pálidos, a la luz intensísima del haz de focos.

‘—Bastante’—rectificó el compositor.

La orquesta atacó el coro de peregrinos guanuatenses y se levantó el telón.

Entonces volvió a ver Miguel al monstruo; pero sólo observaba el ala derecha y un fragmento del fondo; no pudo distinguir detalles ni personas, era una sola masa inmóvil y cóncava que formaba un solo cuerpo agujereado de ojos y erizado por líneas de luces que lo rayaban geométricamente, de donde partía profundo silencio de expectación ante aquella escena estrafalaria, ante aquel coro insulso y grotesco de payos imposibles que iban y venían meneando las caderas monótonamente, cual si interpretar quisiesen cualquier escena de manolas y chulas y no de encogidos payos del Bajío. Y paseaban así cantando desabridamente un aire brincón en el que el compositor quiso poner reminiscencias del jarabe, algo del «Pica, pica, pica, perico» el cual fue imitado por un chusco o maligno de galería que devolvió el son con un silbido.

‘—¡Chiss, chiss, chiss!...’—cecearon algunos. Otros aplaudieron rabiosos protestando contra la injusta demostración, callando todos al fin.

Pero el coro de hombres se había desconcertado; perdió el compás; se hicieron bola las parejas en el centro rozando el pórtico de la Catedral de Sevilla que se bamboleaba y entonces el coro de fuereños desafinó notablemente.

Carraspeos, risas, toses y ceceos en el patio y palcos iniciáronse primero, a la sordina, muy piano; después el rumor empezó engrosando, abajo, y por fin algunos silbidos en la galería ahogaron la última frase del coro, siguiendo un silencio lleno de disgusto, y en aquel silencio el público contemplaba tan lamentable montón de híbridos tipos sin adivinar que representaban sin comprender donde pasaba el sainete.

Entonces avanzaron las partes, los héroes; el famoso Gavilanes de «catrín de pueblacho» y la célebre Etelvina Rodríguez, de vieja beata celosa. Hubo en los espectadores rumor de satisfacción; los dos sí estaban en carácter y abordaron bien el diálogo sembrado de equívocos truhanescos; saltó un chorro de aplausos y de carcajadas. Miguel respiró, vio abrirse el cielo de par en par, palpitó de orgullo, y una delicia inconmensurable dilató su apretado corazón; sonrió inefablemente a tiempo que el compositor le cogía la mano y se la estrechaba fraternalmente diciendo:

‘—¡No se lo dije! Conste que el primer aplauso es para usted... Vamos bien... no está tan frío el público...’

XLI.

Pero llegó el Caimán, un ratero que debía acometer su entrada con una polka dificilísima. El público rió un poco; el coro contestó al Caimán, y la polka terminó seca y brusca.

Algunos de la galería cecearon, otros en el patio aplaudieron, mas fue el caso que se cortó así el primer cuadro cayendo el telón de anuncios en frío, en un silencio molesto propicio a la bullanga, pero en el cual sólo se propagó un susurro de tedio accidentado por risillas y zumbidos burlones, y toses sarcásticas, insistente, en inquietante crecendo... Y transcurrió el tiempo, el público miraba impaciente y disgustado, el telón de anuncios que no volvía a levantarse, y como no sonaba la orquesta, tornó el susurro a acentuarse pronto, más y más fuerte, repercutieron algunos bastonazos coléricos, y de la Galería saltó de repente, potentísimo, prolongado, agudísimo silbido de arriero, silbido feroz que fue á clavarse como un largo puñal en medio del corazón de los autores.

‘—¡Es la claque! ¡son esos canallas del Renacimiento!... no le haga usted caso’ tartamudeaba el músico,‘—ahí viene el coro de billaristas que va a salvarnos... no hay cuidado...’ pero estaba tan amedrentado que tuvo que apoyarse en el hombro de Miguel, quien a su vez se recargó contra un bastidor, y como temblaba atrozmente y sudaba, sacó su pañuelo y empezó a sobarse las manos con furia; y su sombrero rodó, sin darse cuenta de ello...

‘—Pero a qué horas alzan el telón: ¡con un badajo!’—rugía en tanto el pobre músico.

Al fin la orquesta insinuó un vals; subió la cortina apareciendo en fila seis de las tiples, en trajes de capricho pero sin exhibición de carnes ni de sedas, apuntando, obscenas y agresivas, hacia el público con largos tacos de billar. Todas aparecían malhumoradas; las empresarias no teniendo fe en la obra negáronse a gastar en vestirlas, y ellas aún más desanimadas, salieron del paso improvisándose vestidos nuevos con restos de antiguos.

El efecto de este mal trajeo y de lo insolente del ademán unido a lo detestable de la nueva decoración fue atroz; y así empezó el vals, un largo vals, dicho de tan mala gana, que el fatídico silbido aquel cruzó nuevamente por el salón, más prolongado, más potente seguido de otros.

Abajo un grupo de fieles aplaudió el trozo musical que era bello, y esto produjo la rabia de la galería que silbó unánime, furibunda.

Se declaró entonces el pánico en el coro y en la orquesta, y aún el mismo Gavilanes torció el gesto; tenía que extasiarse delante de las billaristas, olvidó los versos y siguió el desastre. Y para colmo, volvió a caer el telón; pero ya no en frío, ni en silencio como la vez primera, sino en plena tempestad de ceceos, taconazos, carcajadas, bastonazos, injurias y silbidos.

Miguel veía negro y rojo. Perdió toda sensación; no hubo despierto en él sino el oído por donde se le metían los doscientos mil puñales de aquella bronca colosal. Era un infierno, un infierno rojo y negro de silbidos, de risas, de voces irónicas, de gritos, de alaridos, de bravos de sarcasmo, de bastonazos tremebundos y hasta un cencerro de los que se llevan a los toros había, que ponía su nota trágica en la sinfonía de semejante catástrofe.

Era un estrépito ensordecedor, una tormenta desecha que no dejaba a los consternados actores decir sus réplicas; que obligaba al Director de escena de empujar desde bastidores a los coristas, a empellones para que entrasen.

El famoso Gavilanes, payaso insigne, mimado del público, cual veterano heroico acostumbrado al fuego, optó por tomar a guasa aquello, reía también, se encogía de hombros y a las veces con mímica elocuente y cómico ademán pedía al público.... piedad para los autores.

‘—¿A qué horas acabará esto?’—pudo gemir el compositor.

Miguel no sabía de cierto si cantaban o si declamaban, de si sonaba o no la orquesta, de si ya iba a terminar el suplicio o apenas empezaba, lo único que escuchaba era el fragor de la bronca en la cual aquel fatídico silbar de arriero y aquel cencerro formidable culminaban y dominaban cual la burlona voz cantante del desastre, que después se transformaba en un crudelísimo dibujo de gorgoritos sarcásticos al que respondía un pandemonio de carcajadas. De repente el desventurado sintióse reciamente extraído de aquel su rincón; una mano férrea le acogotaba tirando del saco ¿estaría delirando? ¿qué pesadilla era esa?... y oyó una voz lejana y extraña que le decía:

‘—Véngase, hombre, véngase ¿qué sigue usted haciendo aquí? váyanse ahora que nadie los ve. ¡Sálganse!’

Pero él, sin reconocer al caritativo salvador, miró a su lado el rostro del músico y lo encontró tan descompuesto, tanto retorcía la boca, hacía tales gestos de ahorcado y le miraba de tal modo, en su agonía, que se consoló vilmente, pero comprendiendo que era una cobardía dejarlo, díjole:

‘—Vámonos, maestro, ahorita es hora...’

Mas el camarada músico se había rehecho en uno de esos milagros de la épica de las batallas, contestando:

‘—¡Ni parece que ha sido usted soldado! Corra usted si quiere. ¡Yo me quedo!’

‘—No sean ustedes brutos, véngase hombre, ande maestro... vámonos, Mercado...’

‘—¡No, no, no!’

El hombre aquel desapareció. Un momento después también escurríase el Maestro y Miguel, solo, oía los apaciguamientos de la borrasca que tomaba ya piadosa o cansada, un giro plácido, y que se resolvía en guasa y sarcasmo, y aplausos y bravos irónicos, como en una plaza de toros.

Todo había naufragado; el famoso tango de la pulguita fue cantado con verdadero terror por la desdichada «Traquitas» que sin seguir la batuta del Director, quien hecho un energúmeno la injuriaba con estrepitoso regocijo de los que aquello advertían,—precipitó aún más la reventazón. — Ya el Director de escena lo que hacía era suprimir, abreviar, y apresurar todo, para que cuanto antes terminase aquel infierno. Por fin una salva de aplausos, nutrida, frenética de gritos, —¡los autores!... ¡los autores!... ¡para que los fusilen! ¡bravo, bravo!—y una enorme carcajada confundióse con el desesperado cancan final y misericordiosamente cayendo el telón.

Ya era hora. Luego se prolongaron rumores y risas, el pataleo de la muchedumbre perduró algún tiempo y se desvaneció entre uno que otro lánguido silbido, últimos disparos de un combate de fusilería que se extingue lentamente.

Y detrás de sí el autor vio el confuso barullo de actores y coristas y tiples comentando frenéticos de ira contra los autores de aquella catástrofe.

El, en tanto, inmóvil y estúpido, sentía una desolación más terrible, mucho más que la de la noche en que lo iban a fusilar de veras.

De pronto una voz femenina, dulce, cariñosa, casi maternal sonó deliciosamente a su oído.

‘—Eh señó, eto no e naa... la claque... viera Uté en Madri... no tenga cuidao... son eso gacho de lotro teatro que vinieron a meené... mañana verá Uté que diferente... no se apure... E cosa de lo moreno...’

Y aquella buena chica,—¿quien era?—¡ah sí! La del amor de una mañana que olvidara después, aquel guiñapo de bastidores, marchita carne de teatro, flor de consuelo y de piedad, le miró a los ojos patéticamente, y le estrechó la mano.

Tres días después de esta catástrofe Miguel salía de México, rumbo a las costas del Pacífico.

Appendix A

FIN.
CC BY-SA 4.0

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Ulrike Henny-Krahmer

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TextGrid Repository (2024). Collection of 19th Century Spanish-American Novels (1880-1916). Miserias de México. Miserias de México. The CLiGS textbox. Ulrike Henny-Krahmer. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-9B99-6