EL CAPITÁN PÉREZ

I

A modo de fiera en un redil, la desgracia se había encarnizado con la familia de Itualde. Primero perdió en especulaciones toda la fortuna el padre y jefe, don Adolfo. Poco después murió, dejando «en la calle» a su viuda, doña Laura, y sus cuatro hijos: Adolfo, Ignacio, Laurita y Rosa, la pequeña, a quien llamaban «Coca».

Doña Laura, que amaba a su esposo, lo lloró inconsolable. Y más todavía, si cabe, sintió su antigua fortuna, perdida precisamente entonces, cuando su hija mayor iba a ser una señorita. Cayó en profundo abatimiento y languideció un año más, al cabo del cual fue a reunirse con su esposo, en el sepulcro de la familia.

Adolfo, que fuera educado en la abundancia y la holgazanería, tomó sobre sí las deudas de su padre, púsose a trabajar empeñosamente, y casó con una niña modesta y bella... Pero estaba escrito que el destino probaría la paciencia de aquella familia. Al nacer el que sería primogénito de Adolfo, murió la madre y murió el chico...

«La desgracia no viene sola—pensaba Adolfo.—¿Qué nos esperará después de estos nuevos golpes? ¿O habrá terminado ya la «racha negra»?...

Pues la «racha negra» no había terminado, y otro golpe le esperaba todavía: fracasó en sus negocios y se enfermó del pecho...

Dejándose vencer del desaliento, pronto hubiera muerto también Adolfo, sin la enérgica y generosa decisión de su hermana Laura. Habían recetado al enfermo campo y descanso o trabajo metódico y moderado. Importándosele poco su vida, ya sin halagos, pensó él descuidar los consejos médicos... Pero Laura no lo permitió. Facilitó la liquidación de su casa en la ciudad. Solicitó y obtuvo para su hermano el destino de gerente de una pequeña sucursal del Banco de la Nación, en el Tandil, interesante pueblo de la provincia de Buenos-Aires. Y fuese con él y con Coca a establecerse en el pueblo.

Adolfo había protestado.

—Yo no puedo permitir, Laura, que tú vayas a soterrarte, en plena juventud, en un pueblo de campo. Quédate más bien en casa de cualquiera de nuestros tíos, como te lo pidieron, y déjame a mi solo...

Laura replicó:

—De ningún modo. No te cuidarías, a pesar de que todavía estás a tiempo... Iremos a cuidarte con Coca. Te haremos allá un confortable hogar... Para nosotras no será sacrificio alguno, porque llevaremos un largo luto antes de podernos distraer y divertir. Y en ninguna parte se lleva mejor el luto que en el campo.

Accedió Adolfo, y fue a instalarse con sus dos hermanas en una modesta casa-quinta del pueblo donde debía desempeñar su nuevo cargo. Ignacio no los acompañaba porque, siendo alférez, vivía en el cuartel su vida militar.

Hizo Laura prodigios con el poco dinero que llevaran y con el escaso sueldo de su hermano. Poco a poco, comprando un mes un mueble y otro mes otro, amuebló toda la casa. La hizo pintar, empapelar, decorar. Llenó las habitaciones de tiestos, moños, grabados ingleses, mecedoras, almohadones, lámparas con delicados abat-jours... Hizo arreglar el jardín, improvisó una huerta, cuidó un corral de aves domésticas... Y todo esto, agregado a su biblioteca, su subscripción a varias revistas, y a sus habilidades caseras, hicieron de la casita un verdadero oasis en el desierto de Tandil.

Adolfo olvidó allá su perdida mujer, que no fuera, por cierto, un dechado de diligencia... De carácter tranquilo, acostumbrose pronto a la sosegada vida de un burócrata de aldea. Puso todo su empeño en el servicio del banco y encontró allí una distracción y un rumbo. Llegó así otra vez a comprender el bonheur de vivre y a amar la vida. En consecuencia, su sangre tuvo vigor bastante para cicatrizar las incipientes llagas de sus pulmones, y se sintió fortalecido y casi curado.

En aquella monótona existencia campestre de la familia de Itualde, también corría el tiempo. Y Laura cumplió los treinta años, Coca los veinte. Como la sociedad mejor del Tandil era rústica y cuentista, la habían evitado en su vida discreta y retirada. Temían, y con razón, que su superioridad chocase demasiado en aquel medio y que la maledicencia tomase pronto el desquite...

Por ahora, las «morochas» del pueblo se contentaban con llamarlas «esas orgullosas de Itualde». ¡Y había que ver con cuánto menosprecio las calificaban de «orgullosas», sabiendo que no eran ricas!... Poco les importaba a ellas este menosprecio, con tal de que las habladurías no pasaran a mayores...

Constituían la única verdadera diversión de las dos muchachas huérfanas las cortas temporadas que pasaban en Buenos-Aires, en las casas de sus parientes. Pero nunca quisieron, especialmente Laura, prolongar esas ausencias, por no dejar largo tiempo solo a Adolfo.

Laura no era bonita. Con su alma deliciosamente tierna y femenina, sus formas parecían demasiado rígidas y sus maneras demasiado decididas. En cambio, Coca, que no poseía un temperamento tan femeninamente abnegado, se había hecho una mujer elegante, flexible, de agraciados modales y hermosa fisonomía. Era la beauty del Tandil. Tenía no menos de quince admiradores silenciosos, que iban todos los domingos y fiestas de guardar a lanzarle sus incendiarias miradas en el atrio de la iglesia, cuando salía de misa de nueve. No tenían más remedio que admirarla de lejos, pues ella esquivaba toda ocasión de tratarlos. Sin embargo, no faltó quien la acusara de «coqueta»...

De vuelta de una de estas idas a misa, las recibió una vez su hermano con una noticia importante. Había llegado al Tandil, a organizar una estancia inmediata al pueblo, que acababa de comprar, un antiguo amigo suyo, don Mariano Vázquez, soltero y de buena familia, excelente persona que iban a tratar con frecuencia...

—Le he invitado a comer para esta noche—dijo a Laura.—¡Y es todo un novio el que te anuncio!—agregó bromeando.

Laura se había puesto escéptica en materia de novios. Pensaba que no se casaría, ella que naciera madre, por sus sentimientos, de todo ser que necesitase su auxilio o protección.

Como no frecuentaba la sociedad, no conocía las rivalidades femeninas y su carácter de soltera de treinta años no parecía agriado... Por eso no hubo el más leve sarcasmo en su clara y bien timbrada voz cuando contestó a Adolfo:

—Mil gracias. Pero si tu don Mariano es un candidato a novio... lo será a novio de Coca.

Coca preguntó entonces:

—¿Qué edad tiene?

Adolfo repuso:

—No sé bien... Creo que cuarenta años.

—¡Cuarenta años!—exclamó Coca.—Pues se lo dejo a Laura.

Arreglando la casa para recibir la visita anunciada, Laura y Coca conversaban y se divertían a costa del candidato todavía desconocido...

—Es preciso que usemos de todas nuestras armas—decía riéndose Coca,—para vencerlo y que quede en casa, contigo, y si tú no quieres o no puedes, aunque sea conmigo... Dime, Laura, ¿y qué harás tú para conquistar a ese don Mariano?

—¿Yo?—contestaba distraída y complacientemente la hermana mayor.—Lo que tú quieras. Le pondré ojitos tiernos... le diré palabras dulces...

—¡Qué mala idea! ¡Cómo se ve que no conoces a los hombres!

—Y tú, ¿los conoces acaso?...

—Por lo menos sé que deben ser tratados enérgicamente para que se les venza y domine... ¡Con ojitos tiernos, con palabras dulces, poco ha de hacerse!...

Laura miró sorprendida a su hermana, diciéndole irónicamente:

—Habrá que tratarlos a rebencazos...

Encogiose de hombros Coca y rectificó:

—¡Tonta! No quiero decir eso, y bien lo sabes... Quiero decir que para enamorar a los hombres no es conveniente ser buena y franca. Hay que ser coqueta y mentirosa.

—Según con qué hombres...

—¡Con todos! ¡Todos son iguales!

—Pues no te aconsejo que ensayes el sistema...

—¿Con ese Mariano Vázquez?...

—Con ése.

—¿Y por qué no con ése?...

—Por lo que yo me sé...

Y Laura dijo lo que se sabía, habiéndolo oído contar en casa de su tía Viviana. Don Mariano Vázquez tuvo en sus mocedades una novia, a quien idolatraba... Pero ella, la muy picara, rompió un buen día el compromiso para casarse con su primo, un calavera «de siete suelas»... Don Mariano debía ser pues un hombre melancólico y escarmentado...

—Sea como sea—afirmó esa locuela de Coca—es un hombre, y hay que emplear con él los recursos que sirven para con todos...

—¿De dónde tú tan enterada?...

—Es que tengo dos orejas que oyen bien y dos ojos que no ven mal.

—Tu cabeza es la que piensa mal, tu cabeza de chorlito...

Coca se picó y repuso prontamente:

—Hagamos entonces una apuesta. Pongamos en práctica los dos sistemas, el tuyo y el mío, a ver cuál da mejor resultado con Vázquez. Tú harás la niña buena y yo haré la niña mala... La que le trastorne primero el seso se casará con él y... como es muy rico... dotará a su hermanita, si se queda soltera. ¡Trato hecho!... ¡Nada de echarse atrás!...

Como no podía enfadarse, Laura se rió de la malicia de su hermana... Y su hermana, tomando esta risa por su aceptación de la apuesta, exclamó triunfante:

—¡Aceptas!... ¡Pues ya verás!... Pero tendrás que ayudarme en todo... Yo fingiré novios y coqueterías, ¡y tú vas a desmentirme!... En cambio yo no me cansaré de hacerte «réclame», insinuando tus condiciones de hacendosa y casera... ¿Estamos?... ¡Pues ya verás!...

Y para que Laura no se arrepintiese del pacto tácitamente consentido, Coca se lo estuvo recordando constantemente... Tú harás esto... Yo haré lo otro... Tú te pondrás bonita, pero con tu traje azul de ama de llaves y hasta con un delantalcito muy mono... Yo me emperejilaré con todas mis galas: me pondré flores y polvos; aun me pintaría un lunarcillo en la cara si Adolfo no fuera a notarlo...

Sugestionándose por su propia charla, Coca se hizo, mientras hablaba, el cuidadoso aliño de una prometida para su primera entrevista con el novio. Laura tampoco se descuidó, no viendo gran peligro en las chanceras intenciones de Coca... Y así fue que todavía estaban riendo y proyectando, cuando sonó, a las siete en punto, un breve campanillazo. Era don Mariano Vázquez que llamaba a la puerta de calle.

II

Don Mariano, un cuarentón bien parecido y mejor conservado, se presentó como amable hombre de mundo. Manifestose alegre y decidor. Si tuvo una novia inconstante en otro tiempo, esa novia parecía ya harto olvidada.

Dio durante la comida alguna broma a Adolfo, con una «elegante señorita» que había visto en la ventana de una casa vecina. Adolfo protestó ingenuamente; él no volvería a casarse...

—Se encuentra usted demasiado bien así—dijo Vázquez—con unas hermanas como las que usted tiene... ¡Feliz de usted!... Pero esta felicidad no puede durarle toda la vida... Ellas se casarán alguna vez...

—¡Oh no!...—interrumpió Coca.

—¿Y por qué no se casa usted?—preguntó Adolfo a su amigo.

—En cuanto a mí—contestó Vázquez, con un vago dejo de tristeza—debo decir que siento no haberme casado... ¡Sobre todo cuando visito un «home» tan alegre y cariñoso como éste!

—¡Pero aun está usted a tiempo de casarse, señor Vázquez!—interrumpió otra vez Coca, como distraídamente y como arrepintiéndose luego de su distracción...

Vázquez no se dio por entendido, y siguió hablando, ahora de temas indiferentes. Describió su establecimiento, exponiendo sus planes y proyectos con juvenil animación. Terminó insinuando su deseo de que lo honrasen pronto con su visita de buenos vecinos de campo...

—Aunque mi hospitalidad y mi mesa de solterón—añadió—no serán tan confortables como las de esta casa...

Coca hizo un gesto como diciendo que no les importaba la casa y la mesa, sino el dueño de casa y amigo... Mientras éste, saboreando el postre, un dulce de fresas, exclamaba sinceramente:

—¡En mi vida comí nada más delicado!

—Es obra de Laura—observó Coca, faltando impudentemente a la verdad, porque ella era la autora del dulce.—Esta Laurita tiene unas manos de oro para la cocina... Yo la envidio; pero prefiero pasear o leer a perder mi tiempo en esas labores caseras. Y miró a su hermana mayor para que no la fuera a desmentir. ¡Cada cual debía desempeñar hasta el fin el papel que se impusieran!

Y desempeñando su papel, por seguir la broma, Laura ofreció más dulce a Vázquez... Luego le convidó con un licor de su cosecha... y dejó que admirara su habilidad—esta vez verdadera—en el arreglo de la casa...

A su vez, Coca no olvidó un momento de hacerse la coquetuela, melindrosa y casquivana. Dijo que la música le atacaba los nervios, que detestaba el campo, que su ideal era el dolce far niente, y cien necedades más...

Vázquez le preguntó si tenía novio, y ella se puso muy colorada al contestar débilmente que no, como si dijera: «Los tengo a montones».

—Supongo que todavía hay jóvenes de buen gusto en el mundo—dijo galantemente Vázquez.

Con femenina impertinencia, Coca le repuso:

—Los jóvenes de buen gusto no me han de querer a mí, pobre y rústica campesina...

Después de comer, Coca ofreció bombones al estanciero, en su rica caja de porcelana de Saxe, resto de los antiguos lujos de la casa.

—¡Hermosa bombonera!—observó Vázquez, admirándola.

—Un recuerdo del corso de las flores, en la última temporada que pasamos en Buenos-Aires...—aclaró Coca, afectando cortedad.

—¿Regalo de quién?...

—¡Oh, no suponga usted nada!... De un buen amigo y compañero de armas de mi hermano Ignacio... el capitán Pérez...

Y así soltó, aprovechando la ausencia de su hermano Adolfo, que se había levantado a traer cigarros, el primer nombre que se le vino a la cabeza... Dijo «Pérez» como podría haber dicho «Fernández», «Rodríguez» o «Martínez». Lo importante era inventarse un novio, ya que no lo tenía verdadero, para despertar celos en Vázquez... ¡Los hombres debían sentir los celos antes del amor!...

Laura miró con asombro a su hermana, y no se atrevió a aclarar el punto, dejando correr la invención del «capitán Pérez», el pretendiente fantasma...

Despidiose Vázquez y volvió al cabo de tres o cuatro días. Sus visitas menudearon desde entonces. Venía a jugar al ajedrez con Adolfo. Se hizo íntimo de la casa...

En presencia de Coca, nunca se olvidaba de mentar al capitán Pérez, con cualquier pretexto...

Una vez, Adolfo preguntó:

—¿Quién es ese capitán Pérez?

Levemente turbada, sin mirarle, Coca le repuso:

—Un amigo de Ignacio... Creemos que ahora está con él en el campamento de Mendoza, pues era de su mismo batallón...

Viniendo en auxilio de su hermana, Laura agregó:

—Lo conocimos y tratamos mucho en casa de tía Viviana, a donde iba casi diariamente.

«Es extraño que no hablaran antes de tal capitán Pérez», pensó un momento Adolfo, sin dar al militar mayor importancia...

Por el contrario, Vázquez parecía darle importancia... Y nunca se olvidaba de colocar a su respecto alguna palabrita, que Coca escuchaba simulando una displicencia afectada...

El personaje imaginario llegó así a ser familiar en la casa. La misma Laura, que afirmaba haberlo conocido y tratado en casa de la tía Viviana, se prestaba a una broma que parecía inocente... El capitán Pérez era simpático, buen mozo, alegre, en fin, poseía numerosas condiciones que la buena voluntad pudiera suponer en cualquier sujeto militar joven... Tenía un brillante porvenir... Se había batido una vez en duelo... Y el capitán Pérez esto... y el capitán Pérez aquello...

Estando una tarde Vázquez de visita, recibieron del campamento de Mendoza la fotografía de los oficiales del cuerpo, que les enviaba Ignacio, últimamente ascendido a teniente primero. Laura lo buscó en el grupo y se lo indicó a don Mariano... Y Coca, anticipándose a un deseo de éste, señaló con su dedito rosado un oficial cualquiera, diciendo, con agradable sorpresa:

—Y aquí está el capitán Pérez...

—¿Cuál? ¿cuál?—preguntaron a un tiempo Adolfo y don Mariano, no pudiendo precisar la indicación de Coca.

Coca, imperturbable, señaló:

—El tercero a la izquierda de Ignacio... Ese que tiene la mano puesta en la cintura.

El «que tenía la mano puesta en la cintura» era uno de tantos, sin señas particulares, de bigote y de uniforme como los demás...

—Está bastante parecido—observó Laura, dando un pellizco en el brazo a su traviesa hermanita.

—Regular...—contestó ésta.—Es más buen mozo.

Con más sorna que ironía, intervino Vázquez:

—Pues en el retrato parece un negro...

—¡Un negro! ¡un negro!—exclamó Coca indignada.—¡Si es más blanco que usted!...

—Es que la fotografía es bastante mala—observó Adolfo, con su acostumbrada buena fe.

Los originales son sin duda mejores que el retrato—agregó Vázquez.—¿No es verdad, Rosa?

Sólo después de un rato, Coca se dio por entendida:

—¿Me habla usted a mí, Vázquez?... Llámeme «Coca» entonces, como todo el mundo, ¡por favor!... Yo no sabría a quién habría hablado usted, si me llama «Rosa»... «Coca» me llaman todos mis amigos... ¡Y creo que tengo bien el derecho de pensar que usted es uno de ellos, y de los mejores!

Don Mariano asintió, inclinándose con galantería y sonrojándose levemente:

—Mil gracias por considerarme un amigo, aunque un poco paternal... ¡Pues «Coca» llamaré mientras viva a la más bonita niña que he conocido!

Al oírle, Coca le amenazó graciosamente con su abanico chinesco...

—Si es usted un amigo tan paternal, principie por no hacerme cumplimientos ni adularme. ¡Los piropos son un veneno para las niñas frívolas y coquetas como yo!

Y miró a Vázquez con la más tierna de sus miradas y le sonrió con la más mona de sus sonrisas, como diciéndole: «Pero no importa que las lisonjas sean un veneno. Yo soy golosa de ese veneno como un ratoncillo... ¡Sobre todo cuando viene de persona tan simpática como tú!»

¡Era demasiado para don Mariano!... ¡Con qué gusto se cambiaría por aquel afortunado capitán Pérez!... ¡Y pensar que tan odioso militarejo pudiese llegar de un momento a otro a destruir el pequeño e inocente placer de su amistad con la deliciosa criatura, como un asno que arranca con los dientes, al pasar por un jardín, una florida mata de claveles!

III

Mientras don Mariano se desvelaba recordando las gracias y donaires de Coca, Coca conversaba largamente con Laura sobre don Mariano. Las dos hermanas dormían en la misma habitación desde que muriera su madre. Y, una vez apagadas las luces, antes de dormirse, aprovechaban ese momento de silencio e intimidad para hacerse sus inocentes confidencias y comunicarse sus temores y esperanzas.

—Tú no has cumplido bien con nuestro pacto—decía Coca a Laura.—En vez de tomar la «pose» de niña buena y hacer gala de tus caseros talentos, te achicas y enmudeces cuando viene Vázquez... Te limitas a sonreírte de mis manejos, y en el fondo los execras, hallándome indigna de ti...

—¡Indigna de mí!...

—No me vas a decir que apruebas mi proceder, porque yo sé que por dentro me lo desapruebas... ¡Pero no podrás ya pensar que no sea excelente mi sistema de hacer la niña mal criada!... A don Mariano se le cae la baba cuando me mira...

Después de un momento, con voz ligeramente sorda, Laura repuso:

—Si resultas vencedora no es por tu «sistema», como dices, sino porque eres más joven y más bonita que yo...

—¡Más joven y más bonita que tú!—interrumpió fogosamente Coca.—¡Si tú eres la más buena, la más inteligente y la más linda de todas las mujeres del mundo! Ese tontuelo de don Mariano no ha de tener ojos ni seso cuando no te elige a ti, que pareces mandada hacer para él!... ¡Los dos sois generosos y tranquilos, los dos aficionados a la lectura y a la música, los dos de una edad correspondiente!...

Dejando pasar otra pausa, y con voz todavía más apagada, dijo Laura:

—Pues ya lo ves, él te ha elegido... y me ha desairado.

—Ni te ha desairado, ni me ha elegido... Soy yo quien no le ha dado tregua un momento... Y si alcanzara el triunfo, tú tendrías un poco la culpa de mi triunfo... ¿Por qué no has aplicado tú también tu sistema de conquistarlo, como convinimos?... Es necesario no dejarse andar. Ayúdate y Dios te ayudará..... ¡Pues yo quiero que te ayudes, hermanita! Y para empezar, mañana harás algún postre exquisito, que mandaremos a Vázquez...

Con más energía de la que al caso correspondiera, protestó Laura:

—¡No faltaba más!... ¡Puedes estar segura de que no haré semejante cosa!

—Entonces, yo lo haré por ti. Fabricaré algo bueno y se lo enviaré en tu nombre... El inconveniente es que no sé si contaré mañana con los elementos indispensables. En todo caso, se me ocurre prepararle unas empanadas de vigilia, de esas «especiales» que yo sé amasar...

—¡Por Dios, Coca!—exclamó alarmada Laura.—¡No vayas a mandar empanadas de vigilia! ¡Mira que hemos pasado la Cuaresma!

—¡Empanadas de vigilia o cualquier otra cosa! ¡Mañana mismo las tendrá Vázquez en tu nombre!.....—afirmó Coca con decisión.

Deseó luego las buenas noches a su hermana para cortar toda réplica, diose vuelta hacia el lado de la pared, y quedó pronto dormida como un pajarito. Entretanto, escuchando su fácil y rítmica respiración, Laura se revolvía insomne entre las sábanas. Agitábanla pensamientos tan vagos y tristes, que no acertaba ni hubiera querido confesárselos a sí misma...

A la mañana siguiente Coca se puso muy temprano a la obra. Sin atender a las protestas de su hermana, que amanecía con dolor de cabeza, amasó y coció unos delicados pastelitos criollos. Y, escondiéndose de Laura, mandóselos en su nombre a don Mariano, «para que los probase, ya que había sido tan amable de elogiar en dos o tres ocasiones sus habilidades de repostera.»

En la misma tarde pasó don Mariano por la casa de sus amigos a agradecer la atención.

—Eran deliciosos sus pastelitos. Se notaban en ellos las manos de una hada benéfica—dijo a Laura.

Sin atreverse a aceptar un agradecimiento que no mereciera, Laura parecía turbada... Adolfo, que estaba presente, contestó entonces por ella:

—No son obra de Laura, Vázquez, sino de Coca...

—Laura fue quien los hizo y los mandó—afirmó ésta osadamente.

—¡No me explico entonces cómo es a ti, Coca, a quien se los he visto amasar esta mañana, cuando pasaba por el jardín!—exclamó Adolfo sin la menor malicia.

Hízose un silencio embarazoso... Observando que también se sonrojaba Coca, don Mariano pensó: «Parece que la chica es la de los pasteles... Es muy extraño que me los mandara con el nombre de su hermana...» Y, aunque quisiera desecharla, desarrollábase en su espíritu una idea bien halagadora para su vanidad de cuarentón. Coca debería sentir hacia él viva y juvenil simpatía... ¿Por qué, sino por eso, le enviara su pequeño obsequio? ¿Por qué, sino por eso, ocultaba su nombre bajo el de su hermana, ruborizándose luego de su ingenuo subterfugio?...

Y en la memoria de Vázquez fueron precisándose una serie de pequeños detalles, que bien pudieran considerarse síntomas de la simpatía de Coca... El agrado con que siempre le recibiera, el rubor que solía enrojecerle las mejillas cuando le hablaba, las cariñosas miradas que más de una vez sorprendió en sus ojos claros y límpidos... ¡El obstáculo era ese maldito capitán Pérez! Evidentemente, algo había pasado entre ella y él... De otro modo no se explicaban las frecuentes alusiones y chanzas que acerca del oficial provocaba la misma Coca, ¡sin duda por tenerlo siempre presente!...

Preocupado con estos pensamientos salió Vázquez de la casa de Itualde, y tan preocupado, que tropezó en la calle con un transeúnte...

—¡Vamos, don Mariano—lo interpeló éste—que me atropella usted!... Anda usted distraído... Las malas lenguas dicen que está usted enamorado, y casi me siento en disposición de creerlo...

Levantó Vázquez la cabeza. Viendo que era el juez de paz quien le hablaba, se apresuró a disculparse y a preguntarle, con voz cortante, casi con fastidio:

—No veo cómo pueden las malas lenguas decir que yo esté enamorado, señor juez... ¿De quién?...

—No podría ser sino de alguna de las señoritas de Itualde, puesto que ellas son las únicas personas que le interesan a usted en Tandil...

—Visito a Adolfo; siempre fui su amigo... No veo nada de particular en ello... Y, por otra parte, las señoritas de Itualde son dos: ¡Con las dos no he de casarme!...

—Al principio—explicó el juez de paz—se creyó que usted pretendía a la mayor, a Laura. Después hemos sabido que es a la Coca...

—¿Cómo han podido saber tal cosa?

—Muy fácilmente... Observándolo a usted las pocas veces que se ha encontrado con ellas en público, al salir de la iglesia o en la plaza... Entonces se ha visto que usted hablaba más con la menorcita que con la mayor, y la gente ha notado lo que pasaba...

—¿Qué importa a la gente lo que pasaba... si es que algo pasaba?

—Es que en estos pueblos de campo no hay más distracción que ocuparse de lo que hacen los demás...

Vázquez rectificó:

—Y de lo que no hacen... ¡Bonita ocupación!—Y añadió, cambiando de tono:—Pues sépase usted que Coca tiene un novio, o festejante...

—¡Cómo!—replicó incrédulo el juez de paz.—¡Si no se ve con nadie en Tandil!

—Podría tener el novio ausente... Y le diré a usted que presumo lo tenga... Para más datos, puedo asegurarle que él le ha regalado una preciosa bombonera de Saxe... ¿Aun duda usted?... Para que no dude más le agregaré que, según creo, es militar...

Viendo que todavía vacilaba el juez de paz, Vázquez no pudo contenerse, y dijo:

—Se llama el capitán Pérez.

Apenas enunciado este nombre, arrepintiose de enunciarlo don Mariano... Pero se arrepintió tarde... Se desmintió, y no le creyeron... No le quedaba más recurso que pedir encarecidamente silencio y reserva al juez de paz... Hacíalo así cuando el juez le interrumpió despidiéndose:

—Vaya tranquilo, don Mariano, que no lo diré a nadie... ¿Por quién me toma usted?... ¡Detesto los cuentos e intrigas como al propio demonio!

No habría andado veinte pasos el juez de paz después de despedirse de don Mariano, cuando tropezó con el médico. Y no habría hablado veinte palabras, cuando ya le dio la noticia, muy confidencial y secretamente, de que la menor de las de Itualde, la beauty del Tandil, tenía un novio en Buenos-Aires, el capitán Pérez... No se sabía eso con certeza; pero había muchos datos para presumirlo. ¿Cómo explicar de otro modo su desvío para con la juventud dorada del pueblo?...

El médico contó la noticia esa misma tarde, pidiendo reserva, en la tertulia del boticario... De la tertulia del boticario pasó ella al Club Social, donde fue la novedad del día...

Esa noche era jueves, y había concierto popular y paseo en la plaza principal del pueblo. Todo Tandil estaba allí. La novedad del día, saliendo del Club Social, cayó como una bomba entre la «selecta y numerosa concurrencia». Los admiradores y cortejantes de Coca recibieron general rechifla...

Entre ellos sobresalían dos periodistas: Publio Esperoni, secretario de redacción de La Mañana, y Jacinto Luque, cronista de El Correo de las Niñas.

Publio Esperoni recibió la noticia sin pestañear, con ostensible incredulidad, tirándose los negros mostachos...

Jacinto Luque, poeta barbilampiño y melenudo, tal vez por contradecir a su execrado rival, dijo que la noticia era cierta... Él la sabía desde algún tiempo atrás... No había querido publicarla para que «otros» persistieran en el desairado papel de pretendientes...

—¡Qué maldad!—exclamó Lolita Sartori.

Y Filomena Lorenzana preguntó:

—¿Qué tal persona es ese capitán Pérez?

Dándose aires de hombre de mundo, Jacinto repuso:

—¡Excelente sujeto!... No lo he tratado mucho; pero lo encontré a menudo durante mis permanencias en la capital federal. ¡Frecuenta la mejor sociedad bonaerense!

—¡Claro!—interrumpió sarcásticamente Publio.—¡Si frecuenta la mejor sociedad bonaerense, tiene que haberse encontrado a menudo con Luque en los salones elegantes!

Riose Lolita Sartori de la impertinencia de Publio, y Jacinto comprendió que se burlaban de él... Dudaban de que hubiera conocido al capitán Pérez... Para vencer esa incredulidad, hombre de rápida y fogosa imaginación, ipso facto inventó él y contó cómo le conociera, ¡oh, de un modo bastante chusco!... Estaba él en un baile, conversando con la joven y distinguida dueña de casa, sentados ambos en el comedor... Como hablaba al oído de su compañera, tenía agachada la cabeza...

—¡Las cosas que le estaría diciendo el muy pícaro!—interrumpió Lolita.

Jacinto prosiguió impávido su historieta. Tenía agachada la cabeza, de modo que el cuello de la camisa se le separaba un poco del pescuezo, en la parte de atrás, dejando algo como una rendija... ¡Pues por esa rendija sintió de pronto que se le colaba un líquido helado y le corría a lo largo de la espina dorsal!... Dio vuelta la cabeza dispuesto a castigar severamente al bromista, encontrándose con un apuesto capitán que tenía en la mano una botella de champaña «frappé»... ¡Era el capitán Pérez!... El lo increpó duramente pidiéndole su tarjeta para mandarle al siguiente día sus padrinos...

Otra vez Lolita, esa pizpireta incorregible, tan movediza como la «Piedra movediza» de su pueblo, dijo burlonamente:

—¡Así me gustan los hombres, altivos y valientes!

—Verá usted—terminó Jacinto.—No hubo tal duelo... El capitán Pérez, que es un cumplido caballero a quien conoce toda la sociedad bonaerense, me dio sus explicaciones. Estaba sirviéndose champaña y le empujaron el codo... ¡Debía, pues, disculparlo!... Y como lo cortés no quita a lo valiente, ¡lo disculpé!... ¿Tenía él acaso la culpa de que le empujaran el codo?

IV

Habiendo afirmado Jacinto Luque la suma distinción del capitán Pérez, todos los «dandies» del Tandil, declararon conocerlo, siquiera de vista. El presunto novio de la beldad local llegó así a tener cierto renombre en el pueblo. Los innumerables pretendientes de Coca excusaban su derrota adornando al vencedor de excepcionales cualidades. Por lo menos, era buen mozo y rico...

La prueba de su riqueza era el espléndido regalo que enviara últimamente a su novia... La bombonera que mencionó don Mariano Vázquez se había convertido, para aquellas imaginaciones meridionales, en un cofre artístico lleno de piedras preciosas; perlas, diamantes, rubíes, zafiros... ¿Quién podía hacer semejantes obsequios en el Tandil?... ¡Esas mujeres! ¡Bien las conocería Mefistófeles cuando aconsejó a Fausto que regalara aquellas magníficas joyas a la pequeña y modesta Margarita!

No pudiendo guardar secreto por más tiempo, Jacinto Luque publicó en El Correo de las Niñas, la siguiente noticia:

«Aunque temamos pecar de indiscretos, nuestros buenos deseos de informar al amable público tandilense que nos favorece, impídenos guardar silencio más tiempo sobre una novedad sensacional. Se trata de un noviazgo últimamente concertado entre una de las más distinguidas señoritas de esta localidad y un conocido caballero bonaerense. He ahí sus respectivas siluetas:

Ella.—Tiene la belleza de una hurí del séptimo cielo de Mahoma y la gracia de una andaluza. Es joven como una mañana y fresca como la flor cuyo nombre lleva y que suele reputarse «la reina de las flores». Más que por este nombre, conócesela por un gracioso diminutivo, que consta de cuatro letras, principia por la tercera del alfabeto y rima con «boca» y con «tapioca».

Él.—Es oficial del ejército argentino. Aunque joven, ostenta ya los galones de capitán, y pronto será sargento mayor, y luego teniente coronel. Tiene aire marcial, no es alto ni bajo, usa bigote. Goza de verdadero prestigio entre los compañeros y superiores que han sabido avalorar sus excelentes prendas. Su apellido, de cinco letras, es uno de los más comunes y generalizados en gente de origen español. Termina con la última letra del alfabeto y principia con la misma que «prócer» y «pueblo». ¡Feliz coincidencia, que bien podemos reputar como augurio de que alguna vez será un Prócer del Pueblo!»

Tan precisos eran los datos y tan claras las señas, que ningún lector ni lectora de El Correo de las Niñas dudó un instante de quiénes fueran los «silueteados». Hasta las modistas y los almaceneros del Tandil sabían perfectamente que el suelto se refería a Coca Itualde y el capitán Pérez.

Por si alguno dudaba todavía, La Mañana, el diario de Publio Esperoni, confirmó la noticia, esta vez con nombres y apellidos. El suelto, breve y displicente, limitábase a decir que «el capitán Pérez había pedido la mano de la señorita Rosa Itualde». El casamiento iba a verificarse a fin de año y el matrimonio fijaría su residencia en la capital federal... ¡Nada más decía La Mañana!

¡Cuál no sería el asombro de Laura y Coca cuando, sin preparación previa a causa de su vida retirada, leyeron las noticias de El Correo de las Niñas y La Mañana!

—¿Será éste el Pérez que yo he inventado?—preguntaba Coca, entre divertida y fastidiada.

—¡Vaya una gracia con el Pérez que inventaste!—respondió Laura.

—Sí, pero lo inventé en familia,—agregaba Coca,—para nosotras y no para que estos indiscretos de los periódicos la creyeran y repitieran... ¡Sólo Vázquez puede haberla contado!... ¡Francamente, yo lo creía más discreto!... ¡Ya me las pagará!

—Deja tranquilo a Vázquez, que él no tiene la culpa. La culpa es tuya y nada más que tuya, que estabas continuamente insistiendo con la bromita de tu Pérez... ¡Alguna vez iba a divulgarse la noticia, si tú, la interesada, parecías hacer para ello lo posible!... ¿Querías que Vázquez te guardara eternamente el secreto?... Además, todavía no sabemos si ha sido él... ¡Y debemos presumir que en ningún caso él ha dado la noticia a esos papeluchos, y menos en esa forma asertiva y categórica!

—¡Es para morirse de risa... esto de que me casen con un personaje de mi propia invención!

—No es sólo para reírse, Coca. También hay que desmentir la noticia, pues que te perjudica...

—Pero si el novio es un fantasma imaginario...

—No importa. La gente te creerá comprometida... ¡Hay que desmentir hoy mismo!...

—¿Descubriendo que no existe semejante capitán Pérez?... ¡Por favor, Laura!...

—No hay necesidad de decir eso. Daremos por cierta la existencia de tu capitán, y sólo negaremos tu compromiso. Deja que yo hable con Adolfo, para que él pida una rectificación en La Mañana. Y pierde cuidado... ¡No descubriré tu mentirilla, para no avergonzarte, como lo merecías, por faltar a la verdad!

Coca dio un beso a Laura para desenojarla y agradecerle su intervención. Laura habló con Adolfo. Y Adolfo «se apersonó» a Publio Esperoni, pidiendo «rectificara» la noticia.

Recibiole Publio cortésmente y se lo prometió. Mas su rectificación no fue un verdadero desmentido. Como La Mañana se pretendía infalible, limitose a decir que «la noticia anunciada del próximo enlace de la señorita Rosa Itualde y el capitán Pérez era todavía prematura. Hacíase esta rectificación a pedido de su hermano, el distinguido caballero don Adolfo Itualde, gerente de la sucursal del Banco de la Nación.»

Nadie creyó el desmentido. El capitán Pérez siguió siendo, para todo el Tandil, el pretendiente predilecto de Coca, su novio o su futuro novio...

El mismo don Mariano, presumiendo toda la culpa de su indiscreción, dejó de ir unos días a la casa de Itualde... Cuando fue, después de enviar cómo heraldo un gran canasto de la más hermosa fruta de su estancia, encontró a sus amigos como de costumbre... Sólo Coca le hizo sus recriminaciones. ¿De quién sino de él podía haber partido la mentirosa noticia?

Vázquez estaba tan cortado y confundido ante la niña, como un reo homicida ante su juez. Se disculpó en cuanto pudo. Habían exagerado y tergiversado sus palabras, dichas al descuido... Él había creído simplemente, por las continuas bromas, que el capitán fuera uno de tantos festejantes...

Coca lo negó:

—¡Nada de festejante!... Un amigo, nada más que un amigo cualquiera... Ni siquiera un amigo íntimo y preferido como usted, al que antes considerábamos poco menos que de la familia...

El dardo dio justo en el blanco. «¡Conque el capitán Pérez no era más que un amigo—pensaba Vázquez,—y yo soy un amigo mucho más querido que él!...» La antigua idea del especial afecto que había despertado en Coca, retornaba pues a su espíritu... ¿Y por qué no podría ser cierta?... ¡Pasiones más extraordinarias se veían a cada momento!

Sin apurarse, poco a poco, se insinuaría él en el ánimo de la agraciada niña. Para escapar a las indiscretas miradas de los tandilenses, el mismo capitán Pérez le serviría de pantalla...

V

Porque, mientras don Mariano continuaba callado y pacientemente su obra de ganarse la voluntad de Coca, corrían en el pueblo innumerables anécdotas e historietas acerca del oficial. Los amigos de las de Itualde lo defendían y ensalzaban, le atacaban los enemigos...

Entre esos enemigos, sintiéndose desairado por la esquiva beldad, el más temible era Publio Esperoni. Publio Esperoni podía bien considerarse un mal sujeto. Hacía gala de serlo, hacía profesión de serlo... Sin Dios y sin patria, atacaba con implacable ironía de anarquista lo que desdeñosamente llamaba los «prejuicios sociales», es decir, ¡Dios y la patria! Su acerada pluma, guiada por su espíritu venenoso, abría heridas y levantaba ampollas en la epidermis de los pacíficos e inofensivos burgueses del Tandil.

Odiando sinceramente a su afortunado rival el capitán Pérez, esperaba ansioso la oportunidad del desquite. Pronto se le presentó esta oportunidad. Los grandes diarios populares de Buenos-Aires dieron cuenta al público, en sus últimos números, de un presunto escándalo en el ejército nacional. Habíase levantado un sumario contra varios oficiales, a quienes se acusaba nada menos que de traición a la República... Sus nombres permanecían aún reservados...

Pues La Mañana del Tandil insinuó vagamente alguno de esos nombres. Publicó un extenso artículo titulado «Los traidores a la patria», comentando y abultando la noticia de los periódicos bonaerenses... Y al final agregaba que, según datos enviados por sus bien informados corresponsales de la capital federal, ellos conocían los nombres de los oficiales indignos, tan severa y justamente acusados... Aunque no se pudiera todavía afirmar con seguridad, parece que entre ellos figuraba el capitán P. Era sin embargo de desearse que sólo por un error judicial y militar se incluyese en la ignominiosa lista el nombre de este oficial, amigo de una de las más respetables familias de la localidad.

El «capitán P.» no podía ser sino el capitán Pérez... Y todo el Tandil se conmovió con la noticia. ¿Sería verdad?... ¿Qué harían ahora los Itualde?... Pero nadie se conmovió más que Jacinto Luque, el joven poeta barbilampiño y melenudo, redactor de El Correo de las Niñas. Con su viva inteligencia y su conocimiento del periodismo local pronto sospechó que se trataba de una insidia de Esperoni. Confirmole esta idea el hecho de no hallar, en los periódicos de Buenos-Aires, ni la más remota referencia a ningún capitán Pérez...

Profundamente indignado contra el redactor de La Mañana, que tantas veces le ridiculizara y burlase, publicó en su periódico un suelto terrible destinado a desmentir la atroz imputación. Se titulaba «El honor y la calumnia» y se subtitulaba «Un Dreyfus argentino».

«Es realmente lamentable—decía—que un diario que se precia de serio, La Mañana, publique tan pérfidas y calumniosas insinuaciones como la que aparece en el número de hoy... No tenemos por qué ocultarlo: la insidiosa inicial del «capitán P.», se refiere al capitán Pérez... ¡Más valiese haberlo nombrado!... Nosotros conocemos a este distinguido militar, con cuya amistad altamente nos honramos... Le sabemos pundonoroso y honesto... La noticia de que esté mezclado en la traición últimamente descubierta es falsa, absolutamente falsa. Lo garantizamos bajo nuestra fe de periodistas y de ciudadanos...»

La Mañana contestó este suelto. Decía que en su poder obraban documentos sensacionales que publicaría más adelante... Por entonces se limitaba a asegurar que el capitán Pérez (ya que el colega lo nombraba) estaba acusado... La Mañana deseaba de todo corazón que fuese inocente y se le absolviese... Hasta lo esperaba... Pero había sus comprometedoras presunciones y sus sólidos comprobandos, que ya conocerían a su tiempo los lectores...

Al leer estas pérfidas líneas, se extremeció Jacinto con justa cólera. Vibrante como una arpa agitada por los esqueléticos dedos del huracán, su alma estalló en protestas e imprecaciones. Publicó así El Correo de las Niñas un nuevo suelto «poniendo en su lugar a la pluma viperina que arrojaba diariamente su ponzoña, desde las columnas de La Mañana, sobre todo lo más santo y respetable: el honor, la libertad, la religión, la familia, la patria...»

El «asunto Pérez» degeneraba en una cuestión personal entre los dos periodistas. Pues Publio contestó la última tirada de Jacinto llamándolo «afeminado esteta»... El «afeminado esteta» le mandó sus padrinos, y el de la «pluma viperina» nombró los suyos...

Cuatro largos días pasábanse ya los padrinos discutiendo sin descanso en el Club Social las condiciones del duelo... Los representantes de Jacinto pretendían que Jacinto era el ofendido, los de Publio que lo era Publio. Ambos se arrogaban pues el derecho de la elección de armas... Para Luque, el arma debía ser el nobilísimo acero de la espada; para Esperoni, buen tirador de pistola, la pistola... Aun aceptando la pistola los de Jacinto, los de Publio exigían condiciones imposibles: a diez pasos de distancia y tirar indefinidamente hasta que uno de los adversarios quedase tendido en el campo del honor...

El Tandil presentaba entretanto el animado aspecto de una ciudad griega durante las guerras del Peloponeso. La población entera se agitaba y hablaba en todos los sitios, públicos y privados...

Un grupo de señoras de la sociedad de beneficencia llamada de las «Damas del Divino Rostro», compuesto de la presidenta primera, la vice-presidenta tercera y la secretaria segunda, fue a ver al comisario. Se solicitaba la intervención de la policía para impedir un encuentro sangriento entre los dos distinguidos caballeros... Y el comisario prometió hacer cuanto pudiera para evitarlo.

No tuvo necesidad de hacer mucho, porque los mismos padrinos lo evitaron. Llegaron por fin a ponerse de acuerdo haciéndose recíprocas concesiones. Publio no había afirmado nada deshonroso respecto del capitán Pérez; se limitaba a dar una noticia, tal cual le fuera comunicada de la capital federal, y hasta poniéndola en duda... Por consiguiente, Jacinto retiraba sus calificaciones de «pluma viperina» y de «pérfida calumnia»... No dejando ya en pie lo de la «pluma viperina» y la «pérfida calumnia», quedaba en nada lo de «afeminado esteta»... Y así de seguido, hasta resultar, naturalmente, que nadie tuvo jamás la intención de ofender a nadie y que los dos duelistas eran unos perfectos caballeros. En constancia de ello firmaban las actas los cuatro padrinos de un tenor.

Publicadas las actas al siguiente día en La Mañana y en El Correo de las Niñas, ocupaban tres largas columnas, las tres primeras y de preferencia... Con ello, aumentó, si cabe, la popularidad del capitán Pérez en el pueblo del Tandil...

La pacífica solución del «lance personal» dejaba sin embargo en blanco el problema de la culpabilidad del capitán Pérez. ¿Era traidor? ¿No era traidor?... Tal era el dilema que corría en todas las bocas.

Unos se declaraban por la culpabilidad del capitán Pérez, otros por su inocencia. Y las discusiones violentas y sutiles arreciaban como en las grandes crisis políticas. Es que en el fondo del asunto había una verdadera cuestión política. Los conservadores y moderados se declaraban perecistas, antiperecistas los radicales y liberales. Del temperamento y de las ideas dependía pues el estar o en contra o en favor del acusado, por su condena o por su absolución.

Cuando dos tandilenses se encontraban en la calle, en el club, en los negocios, en cualquier parte, la pregunta de rigor era ésta:

—¿Y qué piensa usted de la Cuestión?

El interrogado contestaba, si era perecista, que se trataba de una perversa intriga; si antiperecista, que el ejército nacional debía depurarse de sus malos elementos...

Naturalmente, no siempre coincidían las ideas de los interlocutores. Y al chocarse las opiniones contrarias, se iniciaban interminables contiendas. Los contendientes barajaban en sus largas peroratas y mariscalendas las fundamentales ideas de honor, patria, verdad, progreso, etc., etc. Estas ideas eran en gran parte tomadas de la prensa local. Porque aun después del «lance de honor», El Correo de las Niñas y La Mañana siguieron tratando el asunto Pérez, si bien evitaban incurrir de nuevo en ingratas cuestiones personales y de campanario.

Más de una vez se temió que las discusiones degenerasen en disputas, las disputas en peleas, las peleas en batallas... Algunos bofetones y botellazos volaron en la estación ferroviaria y en el Club Social... También hubo sus trifulcas en la escuela. Marciano Esperoni, un sobrino de Publio, se permitía vociferar contra el capitán Pérez, al cual prodigaba los epítetos más injuriosos y hasta obcenos... Al oírle, Atanasio Luque, el hermano menor de Jacinto, replicole como se merecía... Y sin respeto al maestro, que estaba presente, los dos alumnos, después de insultarse a gusto, se vinieron a las manos... Los antiperecistas (futuros radicales) tomaron inmediatamente la parte del pequeño Esperoni, los perecistas (futuros conservadores) la de Luque... ¡Y tal fue la batahola, que tuvo que venir la policía a aplacarla! Los pisos, los bancos, los mapas, los pizarrones, todo quedó para siempre salpicado de sangre arrancada de las narices a feroces soplamocos.

Alarmado por la exaltación general de los ánimos, el comisario pidió a la provincia se reforzara la policía con nuevo personal...

El cura, desde el púlpito, fulminó a los antiperecistas, declamando contra la calumnia y la difamación. ¡Menester era cortar, una por todas, las siete cabezas de esa hidra feroz, para salvar el honor de la patria y la santidad de la iglesia!

También las bellas artes contribuyeron a la terrible lucha de ideas que tenía por teatro el pueblo del Tandil. En un semanario cómico popular, el Pica-pica, de furiosas ideas radicales y por ende netamente antiperecista, aparecieron una serie de caricaturas del «Gran Capitán» (ya se podía llamar a Pérez como a Gonzalo de Córdova). Representábasele en ellas de puerco, de serpiente, de «clown», y hasta de «mascarita», es decir, ¡poniéndose por careta la noble imagen de Dreyfus!...

El «maestro» Thigi, director de la única banda de música que había en el pueblo, era compositor y perecista. Por eso compuso una marcha militar titulada «La marcha del capitán Pérez», que, en los conciertos populares de los jueves, arrancaba los aplausos de una mitad del público y la rechifla de la otra... Dos o tres anarquistas llegaron a interrumpir la preciosa música, que tenía sus pujos de wagneriana, con retumbantes rebuznos, para los cuales poseían particular habilidad. El «maestro Thigi» mandó entonces al del bombo que cubriera los rebuznos, en cualquier momento que se oyeran, con estruendosos golpes. Pero los rebuznos eran más fuertes que el bombo, y echaban a perder los mejores efectos de la pieza... Para acallarlos tuvo que intervenir el comisario, con amenazas y juramentos...

El comisario deseaba permanecer neutral. Se decía sólo partidario del orden y del derecho. Mas nadie ignoraba que, en el fondo de su sensible corazón de patriota (un comisario tiene corazón como los demás hombres), inclinábase hacia la causa del capitán Pérez; conceptuábala como la Causa de la Justicia y de la Patria. Esta tendencia oficial contenía un tanto los avances y rabiosos desmanes de antimilitaristas y anarquistas. «La paz reinaba en Varsovia»... ¡Felizmente para el Tandil!

VI

Intimidados por la tormenta de las «pasiones populares» y deseosos de evitarla, Adolfo Itualde y sus hermanas refugiáronse en su casa-quinta. Hasta allí llegaban, sin embargo, los ecos de la lucha, ¡y de modo harto expresivo!...

Los partidarios de Pérez enviaban su adhesión a la familia que suponían lo representara en el pueblo, en forma de felicitaciones para Coca, por su compromiso. El compromiso era el pretexto de hacer presente su simpatía. Nadie se daba, pues, por enterado de la rectificación de La Mañana... ¡Y había que aguantar aquel chubasco de inoportunísimas enhorabuenas!

Los contrarios, gente enemiga de la burguesía, gente grosera y sin delicadeza, mandaban, en cambio, a los tres miembros de la familia, terribles anónimos difamatorios contra el supuesto novio... Y los anónimos eran más copiosos y categóricos que las felicitaciones...

El cartero dejaba en la casa de Itualde, por término medio, desde hacía dos semanas, una felicitación diaria y tres anónimos. Laura era ya tan ducha en conocerlos, que por el sobre distinguía la una de los otros. Los sobres limpios y firmemente escritos eran de felicitaciones; los sobres sucios, ordinarios y con letra desfigurada o de imprenta, de anónimos difamatorios... Para mayor brevedad, todo se rompía o iba al canasto.

Adolfo tomaba las cosas con visible y creciente mal humor. Y Coca no podía salir de su sorpresa. ¡Ella era la que inventara aquella piedra de toque de los sentimientos locales, aquel capitán fantástico, aquel pleito interminable!... Llegaba hasta dudar de sí misma. Suponía que no había inventado más que... ¡la verdad!

—La verdad en este caso—le decía su hermana—es que la gentuza de este pueblo es ingenua y envidiosa... Se ha agarrado de este pretexto como pudiera hacerlo de cualquier otro, para desbordar su maldad y su tontería. ¡Nada más odioso que los pueblos chicos!...

Y la hermana mayor tenía que hacer grandes esfuerzos para tranquilizar a la pequeña. Porque Coca, llena de temor y de amargura, tomaba ahora su asunto por el lado trágico. Antojábansele burlas las felicitaciones y personales insultos los anónimos. Lloraba en secreto y se quejaba sin cesar. Temía ser una gran culpable. La mentirilla de inventarse para su particular uso un capitán Pérez se le presentaba ahora como un verdadero crimen. Y así como una ave se resguarda en el caliente nido cuando estalla la tormenta, ella no tenía otro refugio que la inagotable ternura de su hermana.

Adolfo y Laura propusieron a Coca un viaje a Buenos-Aires, para escapar del infierno de las habladurías tandilenses, de los artículos y de los duelos, de las felicitaciones y los anónimos. Con gran sorpresa de Adolfo, Coca se negó enérgicamente a este viaje, ella siempre la más deseosa de distraerse y divertirse en casa de sus tíos... Dijo que ello significaría una huida cobarde, que era mejor afrontar la situación, que no valía la pena...

Adolfo insistió, rebatiendo tan débiles argumentos... Y se hubiera llevado a la niña a Buenos-Aires, malgrado, buen grado, a no apoyarla Laura en su negativa...

Es que los ojos maternales de Laura habían comprendido esa negativa. Coca quería quedarse en el Tandil porque le interesaba Vázquez. ¡Eso era todo!

Allá en su fuero interno, durante largas noches de insomnio y hasta de vergonzantes lágrimas, ¡cuánto había meditado Laura sobre Coca... y don Mariano! El hecho era que don Mariano no se había fijado en ella, sino en su hermanita, y que ésta creía ahora corresponderle...

Al principio, pareciole absurdo a Laura el casamiento de Coca y el estanciero. Ella debía intervenir y oponerse, teniendo en cuenta las distintas edades y contrarios caracteres... Pero esta oposición, ¿no obedecería al inconfesable sentimiento de un interés personal? ¿No era que a ella misma le gustaba para sí ese don Mariano, tan caballero y bondadoso?... Y en el alma de la joven librose silenciosamente una verdadera batalla de afectos y razones. De esta batalla resultó que, poniéndose en guardia contra su propia persona, Laura tomó la decisión de no oponerse al casamiento de Coca... El candidato era bueno; nada tenía que objetarle.

Fue así que una noche, en la intimidad de la alcoba, cuando estaban ya acostadas, hizo Coca a su hermana la esperada confidencia. Vázquez la pretendía, ella lo aceptaba...

Después de oírla en un largo silencio, Laura, disimulando lo trémulo de su voz, respondió pausadamente:

—Sólo buenas condiciones le conozco a Vázquez... Pienso que serás feliz con él, si le quieres... Lo que me temo, y estoy en el deber de no ocultártelo, es que no le quieras suficientemente... No debes casarte sino enamorada, ¡completamente enamorada!... Todavía eres demasiado niña e impresionable. Medita bien antes de dar un paso definitivo. No te dejes llevar de un rápido impulso, que después ya no habrá remedio... Hago, pues, mis objeciones contra ti y no contra él...

Al escuchar esta respuesta, tuvo Coca por primera vez en su vida la impresión de que Laura, esa buena y cariñosa Laura, pudiera ser algo como una persona distinta e independiente de ella; un ser con ideas y sentimientos personales diferentes de las ideas y sentimientos de la hermana a la cual parecía siempre identificarse... Pero, con el egoísmo de la inocencia, pronto desechó esta vaga y obscura intuición, sin buscarle causa, para festejar alegremente el consentimiento de Laura, a quien no dejó dormir en toda la noche con la cháchara de sus proyectos...

Como dieran las tres de la mañana, Laura indicó a su hermana que durmiese, con esta última advertencia:

—Vázquez te hará su declaración uno de estos días... Lo único que te pido es que no lo aceptes inmediatamente. De todos modos no se descorazonará, porque está bien decidido... Dale una contestación ambigua y espera por lo menos un mes para consentir en el sí, que es para toda la vida... Dile, por ejemplo, que tomarás un tiempo antes de contestar, porque no estás todavía bien segura de quererlo...

Aunque las últimas palabras se ahogaron en la garganta de Laura, Coca las atrapó al vuelo, respondiendo prontamente:

—¿Estás loca?... ¡Eso sería echar agua al fuego!... Aplazaré la contestación un mes como me pides; pero con otro pretexto... Le diré que todavía no estoy segura de que me quiera.

Con esto terminó la conversación, tomando cada una postura para dormirse...

Después de un larga pausa, todavía dijo Coca:

—Un mes es demasiado, Laura... Esperaré sólo quince días, que ya es bastante.

Laura no contestó. Hizo como si estuviera absorta en sus oraciones, o acaso durmiendo ya.

No se dejó esperar la declaración de don Mariano. Con la gravedad del caso, dijo a Coca su amor y su deseo de hacerla su esposa... Como lo conviniera con su hermana, Coca le contestó, muy conmovida, que aun no se conocían bien, ni estaba segura de su cariño. Aplazaba, pues, su contestación para cuando ambos adquiriesen mejor ese conocimiento y ella tuviera esa seguridad... Pero con su mirada húmeda, agregaba bien claro: «Esto es pour la galerie... Ten un poco de paciencia, Vázquez, que no te haré esperar mucho. ¡De mi afecto, bien segura estoy!»

Al poco tiempo, don Mariano apremió a su pretendida:

—Debe contestarme usted pronto, Coca... ¡Esto se va haciendo inaguantable!... Hace ya dos semanas que usted me tiene en la duda y la incertidumbre...

Muy formal, respondió Coca:

—¿Dos semanas?... Espere siquiera a que se cumplan... Apenas han pasado doce días desde que usted me habló. He contado muy bien, ¡doce días!

Vázquez no pudo menos de reírse...

—Entonces me quedan aún tres días de espera para cumplir las dos semanas... ¡Cuánta cosa puede suceder en tres largos días!

Y así fue. En el breve plazo de los tres días, mejor dicho, esa misma tarde, sucedió una cosa extraordinaria...

Como era de rigor, había resuelto Coca consultar su probable compromiso con Adolfo, el jefe natural de la familia...

Aunque en el primer momento Adolfo no recibiese bien la noticia, pensándolo mejor, aprobó el proyectado enlace. No tenía ningún tilde serio que oponer a don Mariano. Lo encontraba excelente, aunque tal vez demasiado maduro para la novia... Y, coincidiendo con lo que antes observara Laura a Coca, observole él también:

—Mi único temor es que tú te engañes a ti misma y que no estés del todo enamorada... El más grave de los errores que puede cometer en la vida una persona honesta, es casarse sin amor. ¡Y a tu edad y con tus encantos, Coca, ese error sería imperdonable!

Por toda respuesta, Coca abrazó y besó a su hermano, con sus naturales mimos y zalamerías...

De pronto cruzó una idea por la cabeza de Adolfo...

—¿Y tu capitán Pérez?—dijo.—¿Estás segura de no haberle tenido nunca una simpatía más viva que a Vázquez?

Ante tal pregunta soltó Coca la más sonora y franca de sus carcajadas...

—¡El capitán Pérez!... ¿Conque tú también te lo tragaste?...—Y refirió en seguida la historia de esa invención, explicando que no se había atrevido a contar la verdad a su hermano, por temor de que reprobara su mentira...

Adolfo reveló la sorpresa más profunda... Meditó, se rió, estornudó, rascose la frente y, como había ojeado a Renan y leído a France, dijo al cabo:

—¡En mi vida vi nada más curioso!... ¡Si lo que no inventan estas mujeres nadie podría inventarlo!... ¿Con que lo del capitancito era un «truc» para que Vázquez se decidiese?...

—Pero no se lo vayas a contar—imploró Coca.—Me moriría de vergüenza si me creyese una embustera...

—Pierde cuidado... Vázquez es ahora lo de menos... ¡Lo asombroso es que hayas agitado de ese modo con tu fantástico personaje a todo el público!... El caso es interesantísimo ejemplo de cómo nacen los mitos; de cómo la inofensiva creación de una chica retirada y tranquila puede dar origen a sólidas creencias y hasta a pasiones políticas... ¡Si no salgo de mi asombro!

—Hubo un momento—dijo Coca en tono confidencial y aun supersticioso,—en que yo, ¡yo misma! llegué a creer en el capitán Pérez... Si no es por Laura, me convenzo de que hay espectros, transmigración de almas, espiritismo, telepatía, magia, ¡todo lo que se quiera!

—El hecho es que si un historiador concienzudo revisara más adelante los documentos y archivos del Tandil, encontraríase con una misteriosa personalidad en el tal Pérez... ¡Y no le faltarían datos para investigar su vida y carácter! Los diarios locales le darían entonces pormenores... Encontraría que lo ha mencionado el comisario, al pedir refuerzo de la policía local... En los archivos escolares habrá posiblemente algún parte del maestro explicando la batahola aquella que armaron sus discípulos con motivo del famoso capitán... Hasta se podía reconstruir su retrato físico con las caricaturas del semanario cómico...

—Y con la fotografía que yo os mostré, a ti y a Vázquez—terminó triunfalmente Coca.

—¡Cuántas convicciones, cuántas historias, reposarán sobre bases no menos falaces!... Porque para los futuros historiadores hará plena fe la documentación del periodismo y de los archivos tandilenses. ¿Quién dudaría de la tan probada existencia y hechos no menos comprobados del capitán Pérez?...

Hubiera seguido Adolfo disertando sobre el tema, a no interrumpirlo el sirviente, con una carta que acababa de traer el correo...

Fastidiado por la interrupción y por el temor de recibir una nueva impertinencia o tontería de la gente del pueblo, preguntó a Laura, que entraba detrás de la carta:

—Adivina qué será... ¿Una felicitación o un anónimo?

—Esta mañana ya recibió Coca una felicitación—repuso imperturbablemente Laura.—Ahora debe ser un anónimo.

Tomó Adolfo la carta, alegrose al reconocer la letra del sobre, y, rasgándolo con rápida mano, exclamó:

—¡Es una carta de Ignacio!

—Tiempo era de que escribiese—dijo Laura.—Veinte o más días hace que no nos daba noticias suyas.

—Cuando ha pasado tanto tiempo sin escribir—observó Adolfo,—ha de ser porque está para tomarse unas vacaciones y venirnos a ver... ¡Será una felicidad que podamos festejar con él el compromiso de Coca! Y veremos lo que diga—añadió chanceando,—porque yo no me atrevo a aprobarlo sin consultar...

Estaba escrito que Adolfo Itualde iría aquella mañana de sorpresa en sorpresa... Leyó las primeras líneas de la carta, las volvió a leer, las releyó de nuevo, restregándose los ojos con la mano como si no viera bien, frunció el ceño y prorrumpió en un:

—¡No puede ser!... ¡No puedo ser!...

Como electrizadas de curiosidad y de alarma, Laura y Coca preguntaron a un tiempo:

—¿Qué?...

En la fisonomía de Adolfo se pintaban el pasmo, la duda, el susto, la risa... mientras decía incoherentemente:

—O es una broma de Ignacio... O Coca me ha engañado... O es una superlativa coincidencia...

Laura y Coca preguntaban de nuevo:

-¿Qué?... ¿Cuál?...

—Que se nos viene Ignacio con un amigo y compañero... Pide que le preparen el cuarto de huéspedes, porque el amigo parará tres o cuatro días con nosotros, aprovechando la temporada de caza... ¡Pero esto no puede creerse!...

Con franca impaciencia interrogó Laura:

—¿Y con quién se nos viene Ignacio al fin?

Adolfo miró a Coca... miró a Laura... miró la carta... miró al jardín... y repuso, cómicamente trágico:

—¡Con el capitán Pérez!

VII

No quedaba la menor duda. En la carta leída varias veces sucesivamente y en voz alta por los tres hermanos hasta aprenderse el párrafo de memoria, Ignacio decía bien claro: «Se nos conceden unas cortas vacaciones que aprovecharé yendo a visitarlos al Tandil. Llevaré conmigo a un camarada, el capitán Pérez, con quien me liga estrecha amistad. Pérez se muere por la caza y sabemos que por allá hay perdices. Prepárenle una habitación. Es un buen muchacho, de constante buen humor. Contamos con que el amigo estanciero de quien ustedes tanto me hablan en sus cartas, el señor Vázquez, nos permita cazar en su campo... Pasado mañana a la noche tomamos el tren. No nos detendremos en Buenos-Aires; al día siguiente de que ustedes reciban esta carta, nos recibirán a nosotros en cuerpo y alma.»

Anonadada, repetía Coca:

—¡En cuerpo y alma!... ¿Quién lo creyera?... ¡En cuerpo y alma!...

Laura explicó el caso como una mera casualidad. ¡Habría tantos Pérez en el ejército!...

Coca pidió, ahora con más razón, que no se le dijera una palabra a Vázquez. Ella se arreglaría con él, sin descubrir aún su broma...

Y Adolfo, encarando la cuestión por el lado práctico, opinó que convenía evitar el encuentro de Coca y el capitán. Pero, ¿cómo?... Coca no podía huir a Buenos-Aires el día que llegaba al Tandil su hermano, después de año y medio de ausencia... A Ignacio no podía enviársele telegrama alguno, para que aplazase la invitación a Pérez, pues que ya venían los dos en viaje... Alojar a Pérez en la casa era impropio, después de lo sucedido... Mandarle al pésimo hotel del pueblo era cruel... ¡Qué problema de más difícil solución!... Observó Coca que recordaba el de aquel pobre hombre que tenía que transportar al otro lado del río una cabra, una col y un lobo, sin que la cabra se comiera la col, ni el lobo la cabra. Contaba para ello con un pequeño bote dentro del cual sólo cabía cada vez una de las tres cosas. Y no podía dejar, en ninguna de las dos orillas, ni al lobo con la cabra, ni a la cabra con la col...

Después de mucho discutir, los tres hermanos convinieron en arreglarle a la visita una pieza en el hotel, e invitarlo diariamente a almorzar y a comer. Coca lo evitaría, explicándose con don Mariano...

Don Mariano supo en el día la terrible noticia. ¡El capitán Pérez estaba ad portas!... Sin perder un momento, requirió una contestación categórica de Coca... Y Coca, que no quería otra cosa, le juró que jamás había amado al capitán Pérez...

Vázquez le preguntó aún:

—¿Está usted segura, Coca, de no haberlo querido... y de que nunca hubiese llegado a quererlo?...

¡Si estaría segura!... Por eso repuso, mirando hondamente al estanciero:

—¿Llegar a quererlo?... Creo que antes me hubiera enamorado de un títere o de un árbol... ¡Puede usted creerme!

Había que creerla... ¡Feliz don Mariano!... ¿Conque el capitán Pérez era como un títere o un árbol?... ¡Oh don Mariano, mil veces feliz!

Habiendo tomado tan favorable giro la plática, el pretendiente instó y apremió a su pretendida para que de una vez lo aceptase como novio... Coca se hizo de rogar bastante... Discutió todavía... ¿Podía estar segura del amor de Vázquez?... ¡Eran tan inconstantes los hombres!... Y razonando así, entretuvo un buen rato al estanciero, como una gatita blanca que juega con un ovillo de seda roja...

Agotada la paciencia de Vázquez, él la amenazó con irse y no volver más si no lo aceptaba o rechazaba definitivamente esa tarde... ¡No era él un adolescente para prolongar mucho tiempo esa femenina política del «tira y afloja»!

Como Coca lo sabía firme y decidido, temió que ejecutase demasiado pronto su amenaza, y le dio el «sí», ¡el ansiado «sí»!... ¡Ya eran novios!

Después de proclamar oficialmente en la casa el noviazgo y recibir los parabienes de estilo, Vázquez tomó una discreta y delicada resolución... Resolvió irse esa noche a Buenos-Aires, por una semana, para evitar su encuentro con el capitán Pérez. A su vuelta, despachado el capitán, arreglaríase el casamiento para fin de año.

VIII

Todo el Tandil se conmovió con el memorabilísimo acontecimiento de la llegada del capitán Pérez. No se le hizo una gran recepción pública, porque, no habiéndose previamente anunciado, su arribo fue imprevisto... ¡Ya les quedaba tiempo a los tandilenses para las manifestaciones!

Ignacio, en cuanto llegó con su amigo, tuvo una larga y reservada conferencia con su familia. Salió de ella un tanto amostazado y vacilante... Sin embargo, quiso desde el primer momento hablar claro con el capitán Pérez, a quien llevó a la fonda...

—Mira, hermanito—le dijo,—me disculparás que te instale en el hotel; pero hay sus razones, aunque no sé cómo decirlas...

—¿Incomodo en tu casa?

—¡Nada de eso!... ¡Al contrario!... Pero es el caso de que eres muy conocido y se ha hablado mucho de ti en el Tandil...

Estupefacto, Pérez exclamó:

—¡En el Tandil se ha hablado de mí!...

—¡Pero si yo jamás he estado en el Tandil, ni conozco aquí a nadie, ni nadie me conoce!... ¿Y qué ha podido decirse contra mi modesta persona?... ¿Qué dicen en tu casa?...

—¿Qué dicen en mi casa?... ¡Yo mismo no lo sé!... No he podido entender claramente lo que pensaban mis hermanos, hablando todos al mismo tiempo... Parece que creen que tú eres un mito...

—Terriblemente indignado, exclamó Pérez, después de un breve juramento de cuartel:

—¡Yo un mito!... ¡Un mito yo!... ¿Y quién se atreve a decirlo, quién?...

Procurando explicarse y calmar a su amigo, intervino Ignacio:

—¡Vamos!... Quiero decir que en casa creían que tú eras un personaje imaginario, una pura invención, una mentira, un fantasma...

—¡Yo un personaje imaginario... una pura invención... una mentira... un fantasma!... ¿Están locos en tu casa?... ¿Y por quién me tomaban?...

Después de un silencio, Ignacio replicó:

—Yo no los he entendido bien, te repito... No te enojes, que no vale la pena... Mejor es que por ahora no me hables más del asunto, que ya lo comprenderás... Mi hermano Adolfo ha hecho lo posible para servirte, y me pide que le disculpes la mediana instalación del hotel... Te invita para esta tarde... Siempre comerás en casa... Y aprovecharemos hoy bien el tiempo, porque en los alrededores abundan perdices y palomas del monte... Vuelvo a casa y dentro de media hora vengo a buscarte. ¡Hasta luego!

Fastidiado por el extraño recibimiento en el hotel y las misteriosas palabras de Ignacio, el capitán Pérez sintió deseos de plantar a su invitante y volverse a Buenos-Aires; pero se contuvo, resolviéndose a aceptar la invitación a comer... Y no se contuvo por consideraciones a su camarada, ni por el atractivo de la caza, y ni siquiera para descubrir el misterio de la extraña historia de su personalidad en el Tandil... En el Tandil se quedó porque le atraía la casa de Itualde... Porque allí había entrevisto a una criatura encantadora, probablemente la hermana menor de Ignacio, y rabiaba por conocerla...

Conocerla luego y sentirse impresionado fue todo uno, por más que ella se mostrase silenciosa, esquiva y casi descortés... ¡Hacía dos años que el pobre capitán, solo y sin familia, no veía más que las indias y las gauchas del campamento!

Por su parte, Coca hizo, al tratarlo, el más amargo de los descubrimientos... Descubrió que su sincero cariño a Vázquez no era verdaderamente amor... ¿Cómo pudo descubrir tal cosa? ¡He ahí un punto negro que ella no pudo resolver por más que, nerviosa y desvelada, pensara en él la noche entera! Y esta vez no se atrevió a consultar con Laura, que dormía el sueño de los justos...

A la mañana del siguiente día, dedicado a descansar del viaje, recibió Pérez la tarjeta de un tal «Jacinto Luque, redactor de El Correo de las Niñas». E hizo entrar al visitante...

En un lenguaje elevado y poético, Jacinto desbordó sus protestas de amistad y simpatía... El distinguido capitán había sido calumniado en el Tandil... Como amigo, Jacinto había tomado su defensa... Hasta hubo de batirse con un colega de La Mañana... Felizmente ya todo estaba aclarado... Y le daba su enhorabuena por su casamiento con Coca... Absorto mientras el poeta periodista hablaba, decíase para sí Pérez: «O este majadero está loco, o yo estoy loco»... Lo de su casamiento con Coca fue lo que de pronto le sacó de su mutismo...

—¿Con quién dice usted que me caso?—preguntó prontamente.

—¿Cómo?—dijo sonriendo Jacinto.—¿Querría usted negarlo?... Si aquí los diarios ya dieron la noticia, y se le esperaba a usted...

Rabiando de impaciencia:

—¿Me dirá usted quién es esa Coca?—vociferó el capitán.

Jacinto repuso mansamente:

—Coca Itualde, la hermana menor de la familia, la más deliciosa criatura del Tandil... ¡Es inútil que usted lo niegue!... ¡Si todo el Tandil lo sabe!

Extrañas y confusas ideas vibraban en el alma de Pérez. «¿De dónde habrán sacado los tandilenses todo este intríngulis?—preguntábase.—¿Me amará la niña sin que yo lo sepa ni la conozca?... Aunque yo no la conozca, bien pudiera ella haberme conocido de vista y de nombre, cuando estuve en Buenos Aires!... ¡No sería la única!... ¡Y qué felicidad poseer esa belleza, para mí, para mí solo!»

Atusándose gallardamente los mostachos, hizo hablar a Jacinto como adivinando sus deseos... Y poco a poco fue sabiendo todo lo que podía saber, aunque se lo explicaba a su modo...

Por curiosidad revisó algunos números atrasados de El Correo de las Niñas y La Mañana, que traía su visitante en el bolsillo. Advirtió que sus señas particulares eran perfectamente conocidas en el pueblo; sólo se equivocaban en creerlo rico, no siendo él, ¡ay! más que una rata de cuartel... Pero, ¿qué le importaba ser pobre si era querido y tenía un glorioso porvenir?... Y, ¿quién podía haber revelado sus señas sino la fiel memoria, el expansivo amor de una mujer que lo quería, y tal vez sin esperanza?... ¡Todos conocían ese amor en el Tandil! Podía, pues, parafrasear y aplicarse el antiguo adagio madrileño:

Todo el Tandil lo sabía,
¡Todo el Tandil, menos él!

Ahora se comprendía la singular reserva de Coca en la primera visita que él hiciera en casa de Itualde; comprendía por qué no le hablara, por qué parecía huirle... ¡Pobrecita!... Iba a ser ella la mejor pieza de su cacería en el Tandil, ¡ella, la blanca palomita del monte!

Y si el primer día de conocer a Pérez, Coca, «la blanca palomita del monte», hizo a su vez un primero y amargo descubrimiento, el segundo día hizo un segundo y no menos amargo... Habiendo descubierto ya que no amaba a Vázquez como novio, descubrió que podía muy bien amar así a Pérez... ¡Y al tercer día descubrió que ya lo amaba!

Aquello fue un recíproco coup de foudre... Pérez le declaró su pasión... Coca no pudo aceptarlo; le dijo que esperase y se echó a llorar... Y lloró sin cansarse en brazos de Laura, que muy solícita la consolaba... No hubiera acaso hallado fin aquel llanto, si no se presentara pronto don Mariano...

Venía remozado, por lo menos diez años, con un elegante trajecito a cuadros y los bigotes retorcidos... Recibiole solemnemente Laura, encerrose con él, y le habló, muy nerviosa, incoherente casi, presa de la más honda simpatía, como contrita y avergonzada...

Coca era una chicuela... ¡Había que perdonarle!... ¡Ella creyó estar enamorada de Vázquez, y ahora resulta que no lo estaba!... Tenía que confesárselo, aunque siempre dispuesta a cumplir su compromiso, si él lo exigía... Don Mariano no debía por eso juzgar mal a las mujeres... ¡Era ello una desgracia, una desgracia irreparable, ocurrida a él, tan luego a él, el más digno y generoso de los hombres!... Pero podía distraerse, olvidar, paseando y viajando... ¡Ya se casaría más tarde, puesto que su temperamento era el de un hombre de hogar, y como lo merecía por sus méritos y condiciones!...

Pálido, inmóvil, escuchaba don Mariano aquel desborde de palabras, hasta que Laura, no pudiendo contener más la emoción, calló y dejó correr silenciosamente sus lágrimas... Era evidente que sufría, que sufría una verdadera tortura de femenina compasión, y hasta de arrepentimiento, pues que se acusara de tener ella un poco la culpa de lo que pasaba, por no haber intervenido a tiempo como debiera, siendo hermana mayor y mejor conocedora de la vida... Y en su actitud dramática, la ternura y la bondad nimbaban la figura de la joven con una resplandeciente aureola de belleza.

En su fuero interno, don Mariano recordó, por lógica asociación de ideas, cómo fuera despachado por aquella primera novia que tuvo allá en sus mocedades. Ella lo llamó por teléfono para decirle que no volviese más a su casa, sin una palabra, ¡sin una mirada que atenuase tan brutal resolución!... ¡Cuánta mayor nobleza y sentimiento había en la pena de esta pobre muchacha soltera, casi solterona ya, que ahora le hablaba en nombre de su hermana menor!

Sin asomo de ironía, con voz viril aunque trémula, don Mariano trató de consolar a la que hubo de ser su cuñada... ¡Los papeles se invertían!...

—No llore Laura...—le rogó.—Yo le agradezco su amistad y su benevolencia... No me olvidaré en la vida de lo que acaba de decirme... ¡Es usted muy buena!...—Y para demostrar mejor su agradecimiento, tomole la mano y se la besó respetuosamente.

Al ver la digna y caballerosa reserva de don Mariano, Laura, sobreponiéndose a su exaltación y sonriendo a través de su llanto:

—Sólo me queda rogarle que nos considere siempre sus amigos...—dijo.—Comprendo que usted dejará de visitarnos por un tiempo; pero, si no se va a Buenos-Aires, tendrá usted que aguantar nuestra presencia... Pues con Adolfo iremos a verlo frecuentemente a la estancia, para que no esté allí solo como un monje, con sus pensamientos... siempre que usted no nos cierre la puerta...

Vázquez repuso, con enternecida gratitud:

—Es esto muy amable de su parte, Laura... Espero que cumpla su promesa... ¡Y crea que será para mí un gran placer recibir en mi casa a mis queridos amigos Adolfo y Laura Itualde!

Y con un movimiento impremeditado, en cierto modo inconsciente, Vázquez sacó del bolsillo el pequeño estuche del primer regalo que traía a Coca... Se encontró un tanto perplejo y embarazado con la cajita en la mano... Y de pronto, dijo, pronunciando en tono suplicante una rápida ocurrencia del momento:

—Tengo que pedirle un servicio, un gran servicio, Laura...

Laura hizo un expresivo ademán, como contestando que su mayor felicidad sería poder cumplir el servicio a pedirse...

—He traído un obsequio para su señorita hermana... Le ruego que me lo acepte usted como recuerdo...

Temiendo que el obsequio fuese una joya de alto precio, Laura balbució:

—Pero yo no puedo recibir de usted ese obsequio... Sería incorrecto...

—Recíbalo usted, como me lo ha prometido, y guárdelo como un recuerdo, aunque no quiera usarlo...

Y, diciendo esto, don Mariano se despidió.

Cuando, después de contar a Coca su conversación con Vázquez, salvo lo del obsequio, estuvo Laura sola en su aposento, abrió el estuche... Adentro había una valiosa sortija de dos magníficas piedras, un brillante y un rubí.

«¡Vamos!—se dijo Laura.—La guardaré como en depósito, para devolverla más adelante...» Y ocultó la alhaja en el fondo de un cajón, junto a algunas otras joyas que recibiera de su madre.

A los pocos días, el capitán Pérez pidió a Coca en matrimonio... Y Laura, yendo con su hermano a visitar a Vázquez, le contó toda la historia, rogándole no fuera a suponer un manejo torpe y desleal de parte de Coca...

Al despedirse, don Mariano pidió a Laura un nuevo servicio... Que le aceptara también las obras de Lamartine; habíalas encargado cuando estuvo en Buenos-Aires, y le llegaban ahora, muy bien encuadernadas... ¿Qué iba a hacer él con esos libros de jeunes filles en la estancia?... Y Laura tuvo que aceptar este otro obsequio, antes destinado a Coca, y que don Mariano le enviaría ahora a su casa... Casualmente se encontraba ella en esos momentos sin lectura.

Al recibir Laura los libros, de la estancia, en una artística caja de caoba, Coca no pudo menos de curiosearlos... Y descubrió en la portada del primer tomo, leyéndola en voz alta, la siguiente dedicatoria del obsequiante: «Para mi mejor sino mi único amigo, la señorita Laura Itualde».

Ruborizose Laura hasta la raíz de los cabellos al oír semejante frase... Y Coca, siempre espontánea y sincera, le dijo en voz baja:

—Creo que tú vas a ganar la apuesta... Te casarás con Vázquez... Me alegro y te felicito... Si la coquetería y la mentira triunfan a veces, también triunfan otras veces la buena fe y la bondad... Lo reconozco.

Quiso hacerle callar Laura... Pero ella prosiguió, después de una pausa:

—Pues si ganas la apuesta, cumplirás lo prometido... ¡Acuérdate!... La que casara con Vázquez debía dotar a su hermana... Pérez no tiene con qué casarse... Tú y Vázquez, ya casados, para que también me case yo, me regalarán una casita en Buenos-Aires... Adolfo me la amueblará... ¡Y todos seremos muy felices!... ¡Acuérdate!...

...En efecto, en la próxima visita de Adolfo y Laura a la estancia de Vázquez, dijo Vázquez a Laura:

—Tengo todavía un servicio que pedirle...

Laura guardó silencio...

—Tengo que pedirle me acepte un nuevo regalo que he recibido de Buenos-Aires...

Laura hizo un ademán significando que, si era un objeto de valor, estaba ya decidida a no aceptarlo...

Comprendiéndola, el estanciero manifestó, con un rápido ademán, que no se trataba ya de nada valioso... Y dijo, simplemente:

—Es un anillo de compromiso.

Appendix A

FIN
CC BY-SA 4.0

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Ulrike Henny-Krahmer

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TextGrid Repository (2024). Collection of 19th Century Spanish-American Novels (1880-1916). El capitán Pérez. El capitán Pérez. The CLiGS textbox. Ulrike Henny-Krahmer. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-9BB7-4