Apenas si hay literatura alguna que no consagre sus más bellas páginas a los episodios de la vida del pueblo bajo, del desheredado, del pobre pueblo que es el alimento y la fuerza material y activa de las altas clases sociales.

Se le echan en cara sus harapos y sus vicios, su ignorancia, sus instintos bárbaros y su fanatismo; pero se le teme y cuando llega el momento de adularlo, se le adula, y en el nombre del pueblo los políticos ceban sus ambiciones y los industriales llenan sus arcas... y sin embargo, para los poetas y para los pensadores de todas las naciones, ha sido grito de la justicia y clamor del derecho.

En medio del desprecio de los altos ha habido por donde quiera quien lo estudie, lo ame, le cante y lo describa.

Y no obstante ese desprecio de aquéllos, el pueblo como fuente de inspiración y estudio es la eterna epopeya del valor, la miseria y el sufrimiento, esa trinidad que vibra siempre dolorosamente en la eterna tragedia humana.

En España, Cervantes; en Inglaterra, Dickens; en Alemania, Heine; en Francia, Béranger; en Italia, Amicis; Longfellow en los Estados Unidos, y en Rusia, Tolstoi, han sido los grandes cantores y descriptores de la vida y las costumbres de sus pueblos.

Y en torno de cada uno de aquellos hombres que tanto los comprendieron, constelan pléyades de escritores que han suministrado con sus estudios, con sus críticas, sus novelas y sus estrofas, magníficos documentos humanos.

En México, donde aún no tenemos literatura nacional, donde sólo el Pensador Mexicano y Fidel han escrito sobre las costumbres populares, nada se sabe, ni nada se escribe hoy seriamente a este respecto.

El pueblo mexicano, el bajo pueblo; el que sufre, repito, el que se embriaga y se envilece en la pulquería y en el figón; el de los talleres, los campos, los presidios y los cuarteles, el que como dijo el bardo veracruzano

cría querubes para el presidio
y serafines para el burdel,

ese no es aún conocido de la sociedad mexicana.

Convengo en que una parte de él está profundamente corrompido por la herencia y el medio; pero tiene energías y noblezas que pueden transformarlo lentamente.

Hay que estudiar sus dolores, relatar sus tragedias; conocerlo en una palabra, para no calumniarlo.

El análisis experimental de algo que hasta hoy se ha creído repugnante o trivial en la vida popular, puede verificarse lentamente, retratando sus escenas con todo su color local en el medio, y su vitalidad propia, en la acción.

Y he aquí que me propongo trazar con tosco lápiz diseños de esas escenas, sin pretensión literaria alguna, sólo como croquis y datos... breves, rápidas e incorrectas narraciones de las realidades del pueblo, que irán desfilando en El Demócrata.

I
UN IDILIO EN EL TEPEYAC

Hacía más de tres meses que se amaban y hacía más de dos que sufrían, porque no podían realizar la suprema felicidad, el ideal con que soñaban ambos todas las noches: pasear juntos un domingo en la tarde.

Él era aprendiz de zapatero, pero tan aventajado que ya podía considerársele como un maestro, según sus amigos —sus mejores aparceros—, y como un oficial por los indiferentes.

Le decían Pedro, el Brincón; tenía diecisiete años de edad, era alto, buen mozo, usaba el pelo engrasado siempre, con un gran copete que se doblaba cayéndole sobre la frente sudorosa; bebía mucho pulque y usaba muy buena chaveta; mas aún no estaba pervertido.

Vivía por el rumbo de Santa Ana, y más de una de las mujeres del barrio, le había lanzado miradas llenas de amor y promesas; pero él no quería sino a su chatita Juana, la criada de la pobre familia de un empleado que se alojaba en una vivienda alta.

El Brincón le tiró un día en la calle, del rebozo; al día siguiente hizo lo mismo, y ella respondió riéndose:

—¡Oh, qué grosero!

Él le dijo dándole un manazo en la cara que la enrojeció.

—Chaparrita de mi alma... ¡ay, cómo me gusta! —y luego la estrujó violentamente el brazo. Ya se amaban.

—¡Oh, qué bruto!, ¡déjeme!...

Al otro día, en el festival del Pato, cuando ella fue con su canasta bajo el brazo a comprar el pulque de sus amas, él le ofreció un vaso, diciéndole:

—Ándele, señorita, hágame favor de no despreciarme con esta medida delante de mis amigos.

—No, siñor... no... Y su rostro de joven indígena se encendía hasta lo blanco de los ojos, riéndose y cubriéndolo con el rebozo azul.

Y nada, que bebió, y así fue todos los días.

Y convinieron una noche en ir a pasear juntos a la Villa, para ver a Nuestra Señora de Guadalupe.

A fuerza de obsequios de aretes de a cuartilla, y entre vasos de pulque, y tirones de su trenza, y risas y groserías de ella, se amaron sin comprenderlo los dos, entrañablemente.

Él al salir de la zapatería la va a esperar a la puerta de la casa donde sirve; de allí vanse a la pulquería... allí ella, que llegó niña, traída por su anciana madre a México, oye la barahúnda tabernaria, las truhanescas alusiones, las obscenas chanzonetas, y ríe, y ríe siempre dejándose besar por el gallardo Brincón que habla de su chaveta y de la Virgen con la misma entonación fanfarrona y fanática.

Llegose el domingo deseado; ella marcha con una dura enagua de percal, almidonada; con su rebozo cubriéndole la cabeza, zandunguera, golpeando, al subir jadeante por la pendiente que asciende al Tepeyac, las piedras, con sus zapatos hechos por él, quien lleva en el brazo izquierdo un cubito de pulque. Ella lleva en una canasta tortillas, aguacates, cebollas, culantro, jitomates, y enorme pierna de carnero en barbacoa... ¡Van al banquete nupcial!

“¡Oh, estese quieto...! ¡Ay, miaprietan los zapatos!, ¡estese!”

Él procuraba morderle el cuello y como no podía, ebrio; se detenía, respiraba y levantado en alto el cubo, bebía, bebía muy largamente.

Al fin llegaron, allá tras las paredes del cementerio, entre secos matorrales y bajo la sombra de una roca. Eran las dos de la tarde y hacía un calor africano.

Sin decirse una palabra, sedientos, bebieron uno tras otro, del cubito, un hermoso cubito pintado de rojo que se llamaba El amor.

—¡Qué jaspia hace... párteme un pedazo... guacamole... no así; jijuna perra...

Y a buscar otra pus qué hago, pus cómo me quedo ansí.

—Oye chulito... chulititito... —decíale Juana, también vacilante, tratando ahora ella, de morderle las orejas...

Comieron bajo la gran bóveda del cielo, entre la aridez calcinada de las rocas, tras de las tapias del sagrado cementerio; y allí, solos, balbuceantes, bestiales en el inmenso horno de aquella naturaleza desnuda, se besaron.

Él cayó al fin, dormido, con la cabeza fuera de la sombra, ahíto de amor, carne y pulque. Ella se durmió, abrazada a él.

¡Qué horrible despertar de Juana a la hora del magnífico crepúsculo!

El Brincón estaba muerto, se había congestionado.

Y ella aterrada, silenciosa, con el horrible miedo de ser acusada de haberlo matado, recogió su canasta y el cubo, El amor... y dejó abandonado el cadáver del Brincón, boca arriba, mirando espantosamente la bóveda de cristal azul del firmamento...

¡Oh, pueblo, tus sombríos amores, abrigados siniestramente por el alcohol, detrás de los cementerios y a la sombra de las rocas estériles, son así de trágicos!

¡Y pensar que más vale a veces que sean así, con tal de no ser engendradores del crimen!

II
LA SOLDADERA

No es ese abyecto jirón humano, hediondo; esa vagabunda, perpetuamente ebria, último ser en la escala social, que infecta los figones y tendajos de los barrios; escandalosa, repugnante aún a los más envilecidos, que suele vivir del miserable haber de la tropa.

No, ésa es la prostituta del cuartel, no la genuina soldadera, la que acompaña al soldado heroica y sufrida, a través del polvo de los caminos, en las chozas formadas y la pólvora de los combates, la que llevaba agua y tortillas después de la batalla.

Hay que distinguir entre las dos clases de mujeres del cuartel que han pasado su vida siempre entre la algazara soldadesca, las órdenes brutales, los gritos y el redoble de los tambores, la alegre diana y los toques de rancho y retreta.

Una entra al cuartel casi siempre de noche, insolente a la hora del descanso, a arrebatarle su miserable real y medio a cambio de las sobras de un cuerpo ya ulcerado por el vicio.

La otra entra también de día, serena, con la frente alta, bajo el rebozo la canasta del almuerzo para su Juan, su viejo.

Es la compañera abnegada, no la concubina cínica.

Limpia la enagua de cambaya azul; bien remendado el rebozo; calzada con zapatos de a doce reales, cuando es mujer de un cabo o sargento, llega deprisa a la accesoria cercana al cuartel, donde vive en compañía de cuatro o cinco compañeras o madres soldaderas también, a quienes se ha unido para poder entre todas, pagar los seis reales semanarios del cuarto.

¡Zas... A lavar las cazuelas, a la hora matinal, antes de que se oiga el toque de asamblea, poner la lumbre, regañar al mocoso que se arrastra berreando por el cuarto, disputar a grito abierto con ña Chole la calabaza por un centavo o unas gordas que se han extraviado, soplar y en un santiamén dejar listo el almuerzo, antes de que relevaran las guardias!

¡Oh, un magnífico almuerzo! Figuraos que es ya un poco de menudo en chimole colorado, una ollita con atole y frijoles, o carne de puerco en chile verde y un montón de tortillas.

Planta la servilleta sobre las cazuelas, y rápida, dando grandes brazadas con el brazo izquierdo, galopa rumbo al cuartel adonde llegaba jadeante y sudorosa.

Es una brava luchadora, soportando privaciones, hambres, fatigas de su perra vida, y bofetones e ingratitudes de su viejo.

Nacida, generalmente en algún pueblo o rancho del interior de la República, muere olvidada y vieja en cualquier hospital, después de haber rodado los últimos años de su vida, pidiendo limosna por las calles o caminos.

III
¡ASÍ MUEREN!...

Era natural que los dos se odiasen. Los dos amigos íntimos, los dos huérfanos recogidos en un rincón de la calle de Verdeja, por una corcovada, antigua y tradicional chimolera del Baratillo, a quien más tarde mantuvieron, el uno con los despojos de sus pilladas rateriles, y el otro con lo que se hurtaba de una pulquería, de la cual era jicarero.

Fueron grandes; portaron buenos cuchillos; trabaron espantosas camorras, se hicieron célebres en gran parte del barrio; todos los sábados pernoctaron en muy diferentes comisarías; barrieron en las mañanas las calles; fueron silvados y despreciados por todos sus compañeros, en una palabra, fueron célebres.

Y a veces, andrajosos, o si no con magníficas pantaloneras consteladas de filas de chispeantes botones; zapatos bayos, sombrero ancho, de fieltro negro con galones y toquilla de plata, se unían los domingos y los lunes, del brazo, de amigable parranda, llamándose ellos los más hombres del barrio; mirando con insolencia a todos los que casualmente los miraban, con un aire de desafío terrible.

Y así era, que con mucha razón, eran llamados muy popularmente: ¡los Cataclismos!

¿Cómo no, si cada uno de ellos echaba en cada pulquería la bravata de tomar más pulque que el otro, y de ser más hombre, y de echarse al plato a más valentones que medidas de pulque se había bebido en el día?...

—Oye, manís, ¿me la encachas ahora tú? —decíale al salir de la taberna el uno al otro.

—Pos... simón... Me parece, no estoy cierto.

Y ambos odiándose, celosos, tan guapo el uno como el otro, sin una mano cariñosa que los dirigiera y pudiese aplacar sus odiosidades, repletas de bilis trágica, abandonaban la casa de la protectora; se embriagaban, y por rivalidades recíprocas, enamoraron a la misma moza, a una tortillera de quien más de un galán talabartero o sastre había recibido más de una cachetada también.

La vieja que los había recogido había descendido de la venta de menudo en el Baratillo, a la venta de hilachas viejas; se había puesto obesa, más sucia y más borracha.

Así es que en una ocasión en que ella, tendida boca arriba en el sucio petate de su cuarto, a un lado un gran jarro de pulque que se derramaba por las tarimas desvencijadas; una vez que les decía: “¡Juera, mantenidos de mi trabajo, juera, hijos de la noche!”.

Ellos se fueron, cada uno por su parte, tanto el hábil ratero, como el que vendía pulque en los días de luces; pero sucedió que los dos quisieron ir a vivir con la misma tortillera que les hacía carita a los dos.

Sucedió que los dos la habían ablandado, a ella, a la misma tortillera, quien en una esquina del Baratillo y Verdeja, envuelta en su rebozo, sentada en el borde de la banqueta, chillaba en la noche, ante el hormigueo de las criadas a la luz de las antorchas y encendimientos de las quesadilleras:

“A doce y trece güerita... Aquí hay de metate, marchante.”

—Oye —le dijo uno—, vente a vivir conmigo, no te faltarán los frijolitos.

Pero en aquel mismo instante, y cuando ella despachaba, contando con la cabeza baja las tortillas que una marchanta iba a comprar, el otro, el rival, le gritó:

—¡Por aquí se habla, amigo, con los meros hombres!

—¿Eres tú, chirrionzote?

—¡El mesmo, malas cachas!

—¿Quieres rebalsarla?

—¡Pus... me parece! ¡Ay qué suerte tan chaparra!

Y he aquí a los dos huérfanos, los dos que se odiaban cordialmente, bajo el mismo techo del amparo de la chimolera, saltando, espumeantes de odio, siniestros en la rinconada del callejón polvoso y oscuro; los dos con el sombrero en una mano y en la otra el cuchillo... en tanto que ahí por el laberinto de los demás callejones del barrio, la tortillera, habiendo vendido todo, se dejaba abrazar por un indio carbonero.

Y óyense silbidos, rumores, gritos, y vense oscilaciones de linternas; y el oficial de gendarmes, a caballo, galopa, asustando a los perros que ladran furiosos o lamentándose.

Aquel oficial encontró, bañados en gran charco de sangre, bajo la oscuridad plomiza y fina de la noche, a uno muerto, con una enorme cuchillada en el vientre; y al otro expirante, también con el vientre abierto, vomitando injurias, fuegos y odio.

Cuando vio llegar al oficial, se incorporó, echó una escupitina hacia el cadáver que tenía cerca de sí, cayó de nuevo, y dando tres ruidosos hipazos, expiró...

Expiró cerca de aquél con quien había vivido muchos años, del otro huérfano a quien había matado, y cerca del cual moría en torno de la circunferencia de estúpidos, trágicos curiosos que veían aquello cuando el oficial llegó.

IV
LA COSTURERA

Son las seis de la mañana y ya ella está levantada; ya se está peinando frente al espejito de a medio que compró el otro domingo. Es preciso que llegue a la casa de modas, temprano, a las ocho; tiene que ir a comprar el desayuno, bien parco, por cierto, leche y un birote, y después, embozándose la cabecita encantadora con el tápalo de merino, batiendo sonoramente las banquetas con sus zapatos que le fiaron en la zapatería de enfrente, se lanza con carrera de conquistadora hacia el taller, sonriente, alegre, animosa y lozana.

¡Y bien ruda es la faena suya! Cose y cose desde las nueve de la mañana hasta la una del día; sin descanso, tenaz, el brazo derecho moviéndose y moviéndose, y ella mientras ejecuta aquel mecanismo rudo, sueña... piensa en el sastre que le ha prometido llevarla a una viviendita de a doce pesos, bien amueblada, limpia, viendo a la sana luz del oriente, alta y con tres puertas sobre el corredor severo y correctamente enladrillado. Y ella allí sería la reina; ya no tendría que ir a la enojosa y perpetua batalla de la costura; allí amante, ardiente y amada con pasión, imperaría, ¡imperaría en una apoteosis de su gracia, su belleza y su bondad!

¡Qué ensueño, qué idilio, qué gloria! ¡Con razón amaba tanto a su sastre si le había prometido cosas tan bellas!

Y mientras infatigablemente cosía y plegaba las regias sedas, los terciopelos, las blondas y los afiligranados encajes blancos y azules, en tanto que confeccionaba con arte ingenuo y gracia sin rival trajes soberbios para espléndidas tertulias y opulentos bailes, pensaba la pobrecita en su atractivo sastre, el mozuelo que la cortejaba galantemente y le había hecho, más de una vez, la divina promesa de hacerla su querida, de llevarla a vivir a la viviendita de que tantas veces le hablara, para que en ella fuese reina y esplendiera lejos del yugo odioso de la aguja.

¡Qué vida de amor, confortamiento, placidez y lujo! Porque ella amaba muy sinceramente a su sastre y creía, también muy sinceramente, que él la idolatraba con pasión digna y profunda. Y como era muy leal y muy hombre, joven de veintitrés años, ganando ya sus buenos siete reales diarios era un porvenir y una felicidad segura para ella.

Muchos besos le había dado con su boca bermeja hinchada de pasión ferviente y sensual, y muchas veces la núbil costurera al estrecharse a él en cualquier rincón de la vecindad, en una hora nocturna, había sentido la dolorosa sensación de sus senos erectos y duros, levantando el calicó de la camisa y el percal de su saco.

Amaba mucho y ambicionaba aún más.

Su frase de inflexión sarcástica y mordedora, trituraba honras ajenas, en el chacoteo y plática con sus compañeras; charlaba vivamente, con risas largas y estrepitosas, epigramática, mordaz y aguda.

Y cuando la anciana francesa, la célebre modista asomaba entre las cortinillas azules del taller, su nariz aguileña y sonrosada, callaba repentinamente y ¡a coser! Y cosía con la cabeza inclinada sobre las resplandecientes sedas y los rasos opulentos, sobre las blondas áureas y los magníficos terciopelos.

Toda una gloria de lujo y femenina ostentación manejaban sus deditos morenos y nerviosos... Era el desplegamiento mágico, el derroche fantástico de la moda, plegándose bajo su mano de artista para vestir a las afortunadas de la vida, a las reinas que fulguraban desde sus doseles imperiales de sus carruajes en la Reforma o en las tribunas de las carreras.

Y no, no sentía envidia hacia ellas, era tristeza, la lúgubre inconsciente tristeza de todos los desventurados al pensar en sus dolores en paralelo con las venturanzas inmerecidas de las otras...

Entonces, la pobrecita costurera, suspiraba; mofábanse de ella sus compañeras; regañaba guturalmente la señora francesa... Y seguía cosiendo, desplegada ante sí la imperial magnificencia de las telas aterciopeladas y brillantes.

¡Su sastre!... La sola, la única flamígera ilusión de su vida solitaria de heroica soltera luchadora.

Él era el arco iris tendido esplendorosamente sobre la negra y eterna tempestad que bramaba tras de su frentecita estrecha y morena, y tras los globos erectos y calientes de su seno adolescente, fecundo y vivo.

Soñaba, sentía, vibraba... Era una mujer virgen en ignición, sola, desatinada, ebria del deseo carnal, limosnera de la caricia, anhelante y sensual.

Y nada; pasan los días y su sastre no la besa; ya no le habla; ya no hay la luminosa promesa de hacerla su querida, de llevarla a la viviendita de a doce pesos, entre flores y macetas, donde sería reina, no la esclava de la odiosa modista francesa; ya no hay idilio, ya su sastre no la espera a la salida del taller, ni en la hora nocturna la abraza en cualquier rincón de la vecindad...

¡Desdichada!... No hay amor, ese pan de que están perpetuamente hambrientas las mujeres, no hay familia porque su madre vive con un hombre que la maltrata y su hermana se ha prostituido. ¿Qué hacer, Santísima Virgen de Guadalupe, qué hacer?

Nada, soportar las inflexibilidades de la feroz naturaleza, buscar el amor donde se encuentre, al vuelo, efímeramente, al minuto, como le plazca al primero que quiera amarla... Hablar mal de sus compañeras, trabajar lo menos posible... Y si la echan del taller, ir a hacer compañera al burdel de su hermana...

¿Qué importa si su adorado sastre vive con otra?...

V
FAMILIA HONRADA

¡Qué odio el de toda la vecindad hacia la brava familia del viejo Lechuza!

Y en verdad que había razón para ello. Ved por qué:

En primer lugar, sus tres guapas hijas se estaban todo el día metidas en su vivienda que apestaba a cola y pinturas, y que humeaba todo el día como la cueva de un hechicero. Así es que no salían a loquear con las otras muchachas que tenían sus novios, ni a burlarse de los demás vecinos.

Tenían, pues, en contra, todo el elemento femenino. ¡El más temible!

En segundo lugar, los dos chiquitines no iban a jugar con el resto de los mocosos que armaban en el patio una zambra endemoniada.

Y en tercer lugar, nunca tenía fiestas, ni se sabía que bebiera pulque, nunca, sino los domingos; y eso tan poco que apenas una que otra vez se emborrachaba el viejo Lechuza, pero sin llegar a pelearse con ninguno. Sólo cantaba algunas canciones del interior, de esas lloronas, en que se lamenta la ingratitud y el cruel olvido de la mujer amada.

¡Ah!, qué de cosas tremebundas decía la portera, doña Ambrosia, de aquella familia, cuando en cualquier cuartucho de la vecindad se sentaba a paladear un jarrito de pulque que se le obsequiara.

—¡Álgame, María Santísima! ¡Ay, doña Cholita, lo que es la gente sin religión!, ¿pasa usted a creer que esas del 49 no van a los sermones?

—¡No me lo diga usted, comadrita!

—Pos ai verá usted nomás... encerradas siempre... haciendo cajitas para los gringos.

—¡Pior, comadrita! Si son pa las pípilas catrinas... Ándele, otro traguito de pulque, es del bueno que me dio don Atanasio, el querido de Laura, mi ahijada, que es jicarero de Los Cosacos, ¿qué tal?

—¡Ay, mi alma, esto está resuave! Se resbala deveritas... ¿Y no se ha fijado en el roto que entra los domingos y no sale en todito el día?

—Pos ¡cómo no!... ¡Solito él! Y son tres ésas...

—¡Álgame la Purísima!... ¿todavía hay en el jarro?

—¡Resabroso, es del fuerte! Yo ya se lo he dicho a Marcelina y Laura... cada hombre con su mujer mientras Dios quiera, ¿pero ansina?

Y diálogos por el estilo se libraban a todas horas; en el zaguán de la casa, en la covacha de la portera, quien es generosa y la cede a muchachuelas prostituidas y desertoras del taller para que estén a sus anchas conversando; en la pulquería ante las filas de medidas de Tlamapa, en los lavaderos, entre el hedor de la ropa sucia, y las exhalaciones de los caños reventando de jabón y fango... por toda la casa, en todos los cuchitriles, por todo el barrio fermenta la calumnia del fondo de la crápula.

Pero la odiada familia del viejo Lechuza no parece darse cuenta de aquella borrasca de odio que se desencadena sobre ella, porque no la siente.

Así es que el humo continúa levantándose de la cocina, y sigue el acre olor de la cola, las pinturas y los misteriosos menjurjes, y se oye el eterno golpear de un martillo; sale una de las guapas mozas, de cuando en cuando, con un gran fardo de cajas de colores vistosos, elegantes, doradas... ella muy orgullosota —¡de tápalo la maldita!—, la enagua de percal muy planchada.

Y pasa seria, cargando el montón de cajas lujosas, por el patio sucio; ríen las descaradas muchachas desde los lavaderos, ríen coléricas; cuchichean las viejas haraposas y los mocosos sacan la lengua, gritando: “¡Ai te va la Lechuza!”.

Los domingos cesan los execrables olores; salen el viejo y la vieja Lechuza con sus Lechuzas y sus Lechucitos a misa de siete, atraviesan la nube de odio y lodo; vuelven, entra el roto a las once a su vivienda... y en la tarde, un timbre melancólico, al son de bien templada vihuela, vibra, con gran escándalo de la vecindad ebria.

Justo es entrar a la singular vivienda, pero eso lo haremos mañana.

VI
TALLER ÍNTIMO

—¿Cuántas llevas, Antonia?

—Cuarenta y tres, papá.

—¡A ver las tijeras grandes, Fermín! ¿Qué estás haciendo allí, viendo nomás lo que no te importa?

—Si estaba yo juntando los recortes...

—¡No así, bestia!... ¡A ver si nos devuelven esas cajas!

Óyese entre este vivo tiroteo de palabras, golpes acompasados de un martillo de madera, lejano chirriar de manteca; un tarareo monótono de voz femenina, y los salvajes gritos de un perico repitiendo casi el compás del martillo:

“¡Looorrito!... ¡Looorrito!... ¡Looorrito!”

Basta es la pieza del taller, y la luz matinal que entra en anchas sábanas de sol deslumbrante, por la puerta y ventana, la ilumina crudamente.

Paredes tapizadas de estampas, retratos de periódicos, grabados, cromitos, recortes de anuncios de teatro y de cajetillas de cigarros y cerillos... un Divino Rostro muy viejo tiene su lamparita de aceite; de un lado el retrato de Juárez; a otro, el de Porfirio Díaz.

Hay una gran mesa larga en el centro del cuarto atestado de papeles, cartones, cintas, tablas y taburetes; entre un maremágnum multicolor y fantástico. Por aquí una prensa de madera levanta la cruz de su manivela; por allá una masa enorme de grandes cejas redondas, grises y feas; por otro lado, allá en un rincón, grandes pliegos de papel de colores brillantes, se amontonan, constelados por tirillas de oro y plata, que resplandecen como príncipes desterrados al plebeyo taller, por revolucionario empuje industrial... Pero sobre la gran mesa está toda una corte afeminada y coqueta de cajitas lucientes, vestidas regiamente, en grupos, o alineadas al lado de groseros desperdicios y brutales instrumentos de acero. Esa mesa es el sanctasanctórum del taller. De allí surge el poderoso fíat.

Y, digna, erizados los pelos canos de su barba y cráneo, de frente arrugada y morena, surge sobre inmensa blusa de dril la cabeza del viejo jefe del taller.

Cerca del montón de horribles cajas para sombreros, una muchacha sentada en un taburete, recorta papel dorado, mientras un pillete de cinco años barre con una escoba los despojos. Ella es linda, tiene dieciocho años, es la que tararea.

Frente al viejo, otras dos jovencitas cortan y plegan cartones, tomando a veces alguno de los martillos de madera que hay sobre la mesa.

Afuera, en la cocinita, la madre hace la comida; de allí aquel chirriar de manteca y aquel olorcillo agradable de carne de puerco que empieza a freirse.

La Lechuza se dedica con sus hijas a la fabricación de cajas de cartón, de fantasía, elegantes, finas, entrefinas y corrientes, las que entregaba, ya a las sombrererías, ya a dulcerías o casas de modas.

Era un patriarca moderno aquel hombre, que con sus hijas muy pequeñas, había llegado de Silao a probar fortuna en México. El trabajo se la dio.

Helo allí, plantado valientemente en su viviendita-taller, orgulloso y huraño; sin necesitar de nadie; trabajando desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche, hora en que se tomaba, sorbo a sorbo, un cuarto de mezcal, mientras sus hijas se dedicaban a la costura.

¡Ah, con él no había bromas, era inflexible! El que quisiera a sus hijas había de saber trabajar y no beber pulque sino en la comida o los domingos y días de fiesta.

En estos días sí que no se trabajaba ni un minuto. Había comida extra, mole, pulque curado, la visita oficial del novio de Antonia, que era un litógrafo que se vestía de decente para ir a verla, y que sabía cantar muy bien, lo mismo que ella.

A veces, en esas tardes, iban al teatro Hidalgo, galería numerada, al circo o a los toros.

Y regresaba contenta, orgullosa y charladora, la familia del viejo Lechuza, a su vivienda-taller, en medio de la nube de odio y calumnia de la vecindad ebria de pulque y crápula, sobre la cual su honradez y trabajo se imponía poderosamente... porque aquella familia era el pueblo, y aquella vecindad era la canalla.

VII
LA ESCORPIÓN

Aún están palpitantes los recuerdos de aquella mujer en algunos antiguos vecinos del célebre barrio del Baratillo.

Hay aún algunos viejos que saben bien la historia de la feroz Escorpión, por quien en los rincones de las callejuelas, en las puertas de las pulquerías y figones, en los patios de las casas de vecindad y aun en los cuartos de los viles hoteluchos se agarraban a las cuchilladas los más temibles valentones.

¡Oh, aquellos ojos negros de la Escorpión hicieron derramar mucha sangre de buenos artesanos y mucho dinero de los ropavejeros del Baratillo, y también muchas lágrimas de esposas abandonadas y de amantes cruelmente burladas!

Pero, oíd lo que un viejo carnicero, hoy mendigo del barrio, refiere de la famosa Escorpión.

Había entonces en la calle de Verdeja un figón llamado, no os escandalicéis, El rebumbio de Venus... ¡Siniestro y sugestivo título!

Un gordo pulquero de gran papada de cerdo y de ojos inyectados era el propietario. Era avaro, no tenía mujer, ni hijos, ni amigos. Unas dos o tres viejas descalzas y sucias freían en las mañanas en unas cazuelas, pancita y chimole; en las noches, en una gran charola negra de cochambre, hacían pambacitos. El figonero vendía pulque. Solía haber escándalos, pero desgraciadamente para él, eran raros.

Un día llegó a pedirle trabajo como fregandera de platos una muchachita de once años, andrajosa, flacucha, tímida y dulce.

¡Buen ojo tuvo el gordo pulquero al adivinar en ella una regia moza para el futuro, un cebo magnífico para sus consumidores, un germen de prosperidad para el casi desierto figón!

Vio en los ojazos aterciopelados y negros una luz, un fuego de sensualidad y de atracción tal que no le preguntó de dónde venía, sino que de plano la admitió.

Dos años después, Pepita era otra. Gallarda, sonriente; limpio su cutis de criolla tapatía; brillantes los crueles ojos negros; chino el negro cabello; y ya prominente y audaz su seno de virgen, encerrado en el claro percal de su saco, Pepita esplendió a tal punto, que fue insuficiente la única pieza del figón para contener a tanto bebedor que iba a solazarse comiendo pambacitos y bebiendo medidas, cerca de la codiciable muchacha.

Fue necesario ampliar el establecimiento y el gordo tomó la accesoria adyacente con la cual lo comunicó. Llevó más viejas para que guisaran, mandó pintar de verde la fachada de la casa y previendo la gloria de Pepita, tuvo la feliz y lógica idea de plantar en lo alto del frontispicio aquel título:

EL REBUMBIO DE VENUS

Y empezaron los galanteos, los discretos pellizcos, los tirones de la enagua y del rebozo, y empezó ella a enrojecerse y a clamar, muy quedito, cuando sentía aquellas demostraciones amorosas, al servir un plato de pambacitos:

“¡Oh, qué grosero!... ¡estese!”

Daba gusto verla cuando llegó a los dieciocho años... Era alta y garbosa, usaba botas hechas por cualesquier zapatero que la galanteaba y que sólo le cobraba el material; los domingos se ponía un castor rojo salpicado de blanco, con una orla verde capaz de dar envidia a una reina, un saco blanco demasiado transparente de mangas muy cortas, dejando desnudo el antebrazo redondo, moreno y tentador... ¡y qué ligereza la suya!... ¡y qué golpes rápidos de sus anchas caderas, haciendo plegarse y desplegarse triunfalmente la púrpura de su castor!

Sonreía la pícara con una coquetería truhanesca con la plena conciencia de su poder de regia hembra.

Sastres, zapateros, todo el personal de la carpintería de enfrente, un rico talabartero, un dependiente español de la esquina, el de la maicería y hasta un viejo relojero acudían todas las noches al Rebumbio de Venus, a comer los sabrosos pambacitos que freía Pepita, y que en hondos platos de barro les servía, sonriendo triunfadora, mirándolos con toda la gloria soberana de sus ojazos negros.

Y el gordo pulquero avaro que servía en enormes vasos el pulque a tanta gente, sonreía con placidez y orgullo al mirar tanta prosperidad en torno de la guapa Pepita a quien vestía espléndidamente y por quien tenía ternuras raras, como las de un campesino a una vaca fecunda y gorda.

La parapetó contra el amor con la trinchera del interés.

“Mira, Pepa —le había dicho un día—, no seas tonta, tú eres bonita y ganas muchas platas; pero no le hagas caso a los hombres, ya tú ves lo que les pasa a las que se van con ellos, les pegan, las matan, ¡los hombre son unos...!”

Y ahí qué de abominables cosas dijo el gordo pulquero.

Ella comprendió lo que valía y se propuso burlarse de todos, vengar a su pobre madre que murió apaleada por un amante ebrio, vengar a su hermana mayor que cayó en una pulquería acuchillada por un hombre que la quería forzar, vengar en general a la mujer perpetuamente esclavizada y sometida a las brutalidades del macho... Aquella venganza se la propuso inconscientemente... Concibió un odio atroz hacia el hombre, pervertida por una de las freganderas, joven aún, que cansada de la prostitución, enferma y escéptica se dedicaba al trabajo de la cocina de día y a la borrachera en la noche.

Tales cosas le pintó a Pepita y de tales monstruosos secretos la hizo cómplice que hasta asco tuvo por el hombre.

Y de aquí que la gallarda Pepa, tan hermosa, tan apetecible, fuese la desesperación de todos los hombres del Baratillo, y fuese célebre y hubiese cuchilladas, escándalos, lágrimas y sangre por ella, y de que fuese llamada Pepita la Escorpión, y de que el mejor y más concurrido figón del barrio fuese El rebumbio de Venus.

El viejo ex carnicero que todo esto me refiriera se conmovió mucho cuando me contó el fin trágico de la bella.

Mañana lo contaré yo.

VIII
CAYETANO, EL TAPATÍO

—¡Válgame la tristeza, pos si hasta me canso!

—No, amigo, si es ella de lo mero fino, si todos los más diablos del Baratillo, le han hecho pelos, y nada.

—Pero pos ¿pa cuándo se hicieron los hombres sino para saber chinampearla?, ¡jújule, jijos del miedo!... ¡Que pongan otras medidas!... A ver, don Pánfilo —y Cayetano, el Tapatío dio soberano manazo sobre el mostrador de la pulquería.

Era el tipo clásico del valentón audaz, de alma atravesada, jugando su vida por una mirada desdeñosa, por el amor de cualquier prostituta o por un vaso de pulque, que no le obsequiaran unas veces o no le aceptaran otras.

Alto, delgado, moreno, de ojitos negros vivos y maliciosos; peinado el pelo largo dividido por una raya; abierta por el pecho robusto la camisa descubriendo el pecho; banda roja a la cintura; pantalón ajustado con cachirulo de cuero y zapatos bayos con tacón piramidal; sobre el hombro el zarape o cobertor y sobre la cabeza el galoneado de ala arriscada al frente, aquel hombre era tan célebre en el barrio de la Palma, como la hermosa Escorpión, Pepita, la figonera, en el barrio del Baratillo.

El uno, zapatero, que trabajaba cuatro días en la semana y tres se emborrachaba, promoviendo escándalos y pendencias, muchas veces sangrientas por todo el barrio, completamente subyugado por sus hazañas de feroz tenorio de chaveta, zarape y sombrero ancho; la otra, la linda Pepa, que los domingos cuando se ponía su castor rojo salpicado de rueditas blancas y franja verde, y su saco claro, tan claro que transparentaba deliciosamente su carne; sonriente, ágil, rápida, mordaz y coqueta, al esquivar una caricia atrevida, eran reyes omnipotentes en sus apartados dominios.

Y tanta fue la fama diferente que circundó bien pronto a los dos, que bien pronto ambos la conocieron.

¿Quién entonces no sabía que Cayetano Melgarejo, el Tapatío, había hecho muchas muertes por las callejuelas de la Merced, Manzanares y la Palma? ¿Y quién que de buen valedor no tuviera el orgullo, dejaba de asistir en la semana al famoso Rebumbio de Venus, donde hacía los más sabrosos pambacitos de México tan encantadora figonera? Nadie, indudablemente... ¡Bien terribles eran los estragos que ambos causaban!

Y lo peor era que después que murió el gordo pulquero, Pepa, tomando todo el dinerito que dejó, rayando ya su hermosura y su donaire a un olímpico grado, mandando gran turba de viejas cocineras para la confección de enchiladas, fiambres, pambacitos, etcétera, etcétera, reina detrás del mostrador pintado de rojo y verde, al lado de la fila de los barriles, no se decidía a amar a nadie. ¡Oh, sí!... ¡ni la más viperina portera, ni la chimolera más habladora habían podido decir jamás que Pepita tuviese amores con ninguno!

Aquello era sobrenatural.

¿Estaría embrujada?... Alguna vendedora de trapos viejos opinaba muy seria, que aquella mujer era el Diablo, fundándose en no sé qué vieja tradición que contaba la historia de un espeluznante asesinato de una mujer en la misma calle de Verdeja hacía muchos siglos.

Cayetano, el Tapatío, el que había plantado con sangre su odiosa popularidad de valentón estúpido, tranquilo y feroz, supo todo aquello y por eso aquel día delante de unos aparceros suyos, dio su palabra de hombre de domesticar a la Escorpión y extender hasta el Baratillo el campo de sus proezas.

Aquello fue un gran acontecimiento en todo la Palma y, sobre todo, en Santa Ana, barrios antagonistas y que rivalizaban tanto por la valentía de sus hombres, como por la prostitución de sus mujeres.

El Baratillo que era, y aún es, el punto de reunión de hombres y mujeres del bajo pueblo de todos los barrios —núcleo de todos los deshechos y todas las miserias de nuestra sociedad— supo, naturalmente; la gran noticia, extendiose, y llegó una noche con ruidazo de tromba, en plena algazara, al mismísimo Rebumbio de Venus.

Había gran actividad en el despacho del pulque, multitud alegre de cortesanos y rufianes de pie descalzo oleaba entre sorda gritería, un viejo jicarero tuerto servía los vasos, en tanto que allá en las puertas las grandes charolas de pambacitos humeaban lanzando el penetrante olor de la longaniza frita.

Todas las mesas estaban ocupadas; se bebía con frenesí en una atmósfera cargada de humo y emanaciones de pieles, ropa sucia, grasa, pulque y álcali, fermentando entre el chocar de los vasos, los brindis gangosos, las carcajadas, las disputas en una barahúnda infernal.

Y sobre todo ello, seis lámparas de pared, con reverberos de hoja de lata, iluminaban amarillentamente el figón... y de allí, de los braseros al mostrador, del mostrador a las mesas, bullía, estallaba, Pepita siempre risueña y alegre, con el estrépito del percal de su enagua, la movilidad nerviosa de su busto arrebatador y el brillo de gloria de sus espléndidos ojos negros.

Iba y venía corriendo con una actividad asombrosa, multiplicándose entre los grupos de bebedores, solícita siempre; dando a su voz inflexiones delicadas y finísimas que obtenían el privilegio de que aquellos mandaran repetir los platillos y por ende, las interminables tandas de vasos de pulque.

Y aquellas eran orgías tremebundas, tumultuosísimas; mas erguíase cuan alta era la Escorpión, y soberbia, imperial, con voz lenta, decía, dominando la zambra:

“Señores, en mi casa no hay escándalos, ¡afuera, afuera todos!”

Y todo el mundo, después de un remover de bancos, vasos, platos y monedas, todo el mundo, aun los más borrachos se iban lentamente. A las diez de la noche el figón estaba ya cerrado. Todos se habían ido, ¡hasta las viejas pambazeras! ¡Y ella sola quedaba... y ya lo dije, nunca se supo que nadie entrara al figón después de su hora!

Sólo el célebre, el afamado Cayetano, el Tapatío, el sangriento y feroz, tranquilo redentor de la Palma hizo saber por todos los barrios de México, en el hediondo núcleo del Baratillo, que como era muy hombre y no era jijo del miedo como los que iban al Rebumbio de Venus, allí iría a tomar sus medidas todas las noches, para sacarse a la Escorpión.

Cuando ella lo supo una noche, lanzó una carcajada argentina, irguió su seno virgen, y dijo delante de todo el gran público de su figón:

“¡Al fin hubo un hombre! Para una mujer como yo, es satisfacción... que venga el Tapatío, yo también soy de mero Guadalajara... lo espero... Pancho, pon unas medidas para todos... ¡ya verán!”

Al día siguiente, deberían romperse las hostilidades... Ya veréis cómo se rompieron.

IX
EL FIGÓN DE GALA

Son las once de la mañana de un alegre y claro domingo. Las tarimas del pavimento del figón recién fregadas, aún están húmedas; sobre las blancas paredes crúzanse banderitas de colores; las mesas se alinean cubiertas con sus blancos manteles aún inmaculados, y allá tras el mostrador rojo y verde, el armario amarillo muestra sus filas de vasos de vidrio, de todos tamaños, entre las ruedas blancas de los platos y los verdes cuellos de las botellas.

Allá afuera, el cancel de manta de una de las puertas de entrada, muestra la inscripción aquella, con letras negras sombreadas de azul:

EL REBUMBIO DE VENUS

Platillos apetitosos. Mole de guajolote todos los domingos.
Pulque fino y barato.

Verdes y frescas cortinas de tule muy bien recortado colgaban aztecamente de las cornisas de las puertas, cuyos marcos ornaban arcos de ramas frondosas de sauce... ¡El figón estaba de gala!

Y del lado del cancel, pantagruélicos, enormes, sobre improvisados braseros sostenidos por patas de madera, cuatro cazuelones de barro humeaban tranquilamente casi augustos a fuerza de ser grandes... El primero era de mole colorado, rojo oscuro y grasoso, borbotando en hervores lentos y acompasados. Después seguía el del mole verde, de superficie granujienta, de un verde pálido, era menor que aquél. Y aún más pequeños, el tercero y cuarto, uno de arroz de amarillento color, y el otro con frijoles de un tinte de sepia, muy oscuro.

Una vieja desdentada, de enagua alta, negra de lodo, movía, muy seria, con un cucharón negro, los moles... y al lado de aquella, alta la cabeza, erguido el busto de seno abultado, con el saco aquel de muselina blanca, con la enagua de castor y zapato bajo, mostrando el empeine con media blanca estaba ella, la mismísima Escorpión zandunguera, moviéndose nerviosamente, haciendo oscilar bajo su cuello moreno y aterciopelado, las cuentas de vidrio de su gran gargantilla azul. Los brazos en jarra, el ademán provocativo, los movimientos airosos de su gran juventud de mujer sana y hermosa, todo, todo hacía de ella aquel domingo, en la apoteosis de su figón, oliente a mole y ramajes verdes, una dominadora mujer, mirada con envidia, odio, concupiscencia y gusto.

Dirigía con frase duras, desde allí, sus órdenes para la confección de los moles, y gritaba:

—¡A ver, doña Matiana!... ¿Qué, ya se acabó el ajonjolí?...

—Ya voy, señorita, ¿qué, ya le echó la papada?

—Cuando se me antoje se lo diré...

—¡A ver el ajonjolí!...

—Ya voy señorita, ya voy...

—Maldito mocoso de mis pecados, todavía no trai la piña para el curado... ¡Se están quemando los frijoles, Antonia!

Y de repente, entraba al figón dizque sofocada de cólera, más seductora que nunca, encendido el rostro ovalado, satisfecha de su poder de mujer inaccesible y de su riqueza, burlona... esperando la irrupción de los artesanos domingueros que iban dentro de breves instantes a comer el famosísimo mole de guajolote, verde y colorado, dirigido por ella desde el día anterior, y el rico pulque curado de piña.

Y también esperaría con ese indómito orgullo jalisciense, más notable aún en las mujeres que en los hombres, la llegada de aquel célebre Cayetano, el Tapatío, para mostrar con ese altanero que quería conquistarla todo el desdén y el odio que experimentaba hacia el hombre... ¡Qué triunfo había de ser el suyo!

Ella, protegida por la naturaleza y la fortuna, para ser bella y poderosa en el revuelto barrio del Baratillo; ella, piadosa para la miseria de la mujer, quería clavar en el macho déspota e imbécil, vicioso y feroz, sus garras de bellísima joven y rica figonera, esplendente e incitante con su saco blanco y su castor rojo...

“¡Ya verían los del mesmo Guadalajara si no era ella una mera tapatía!... ¡Y de lo mero fino!...”

Todas aquellas gloriosas tradiciones populares de Jalisco habíalas heredado de su madre, de aquella pobre madre que murió apaleada por su amante... y a más todo lo que sabía de los sufrimientos y humillaciones de la mujer pobre en México, le producían cólera sorda...

“¡Me la han de pagar, bueyes bueyones!”, decía, imitando la encantadora tapatía, la repugnante frase de una soldadera que tenía a su servicio.

Aquel domingo, sabiendo que nada menos que Cayetano, el terror de todos los barrios de México, había de venir, estaba impaciente, y por eso había mandado fregar las tarimas, poner ramas de sauces en las puertas, así como las cortinas de tule verde y fresco.

Mas aquello no era precisamente por él, sino porque su llegada atraería mucha gente de rompe y rasga, muchos curiosos, muchas lindas rivales, artesanos... y ¡la mar!

Y así estaba ella aquel domingo a las puertas de su figón empavesado gloriosamente, cuando levantada el ala frontal del galoneado, seguido de su corto Estado Mayor de valentones, entró al Rebumbio de Venus el temido Cayetano, alias el Tapatío.

Bien merece lo que después pasó, el que sea referido próximamente.

Esperad, ya viene el fin.

X
VERDADERO REBUMBIO

¡Pobres mujeres!... ¡Sobre ellas flotan todas las siniestras catástrofes preparadas por la complicidad del destino y la naturaleza. Víctimas inmoladas en aras de la brutalidad del hombre, eternas enfermas, perennes neuróticas vibrando siempre en sus debilidades, el amor, el genésico y fecundante amor!...

¡Sí, aquella pobre figonera, reina del Baratillo, cuando con la purpura de su castor revestía sus caderas magníficas, y con la transparencia de las blancas muselinas todo el deleite soberano de sus pechos cuyos globos eran mundos de voluptuosidad, y que cuando así imperaba, era irresistible y subyugadora, aquella esplendida virgen semisalvaje, brutal y hermosa, la heroica doncella vengando con sus desdenes hacia el hombre, todos los insultos y esclavitudes impuestas a la hembra, aquella célebre Escorpión fue vencida y cayó con la caída más lamentable! ¡Pobres mujeres!

¡Oh, era mujer y era débil!... En vano habíase propuesto resistir y ser fuerte; tener como su grande y eterna gloria, su virginidad inmaculada; en pleno fango, en plena crápula, abrió soberbiamente sus alas sobre todas aquellas miserias y vicios que le daban para comprar sus gargantillas de coral y sus orientales indias arracadas de plata... en vano su orgullo tapatío entronizado en la mirada hipnótica de sus ojos negros, tuvo la satisfacción de tener bajo el tacón inverosímil de su pantufla roja, legiones de bravos artesanos, comerciantes y hasta catrines... en vano todo, ¡cayó!

Ved de qué manera tan triste y tan sencilla... tan imprevista y trágica, porque eso sí, vengó a su raza de mujeres ultrajadas al uso tapatío, semicorso y semiandaluz...

Ya dije que aquel domingo en que humeaban al lado del cancel de manta aquellos soberbios cazuelones repletos de mole colorado y mole verde... Ya dije que aquel domingo el figón estaba de gala, y que alzada el ala del galoneado sombrero, hizo Cayetano, el Tapatío, su entrada conquistadora al Rebumbio de Venus.

Aquel domingo fue en verdad, un día memorable... todos los más célebres valentones de Santa Ana, la Palma, el Baratillo, el Rastro, Santa María, San Antonio Abad, Niño Perdido y Manzanares, toda la flor y nata de zapateros y curtidores, matanceros, ebanistas, herreros y hasta sastres, afluyó aquel domingo en torno de Cayetano y Pepita.

Fue el Austerlitz del figón... los cazuelones se vaciaron, el curado de piña desapareció a las dos de la tarde, y el blanco tuvo que ser renovado muy repetidas veces... y el jicarero tuerto fue un héroe en medio de una balumba endemoniada de brindis, gritos, carcajadas, requiebros y entusiasmos en que ardía el Rebumbio.

“¡Otras medidas!”, gritaban unos.

“Cuatro de a dos, de las que toma el amo”, vociferaban otros.

“En la mera fuerza, se la dio, amigo”... oíase decir del grupo de un rincón.

“¡Un platito de real!”, exclamaba algún valedor.

Y allá cerca de una de las puertas, al son de vieja guitarra, cantábanse estruendosamente coplas mexicanas de jarabes clásicos.

Túmbalas, túmbalas todas,
no me las vayas dejando
que no soy tinaja de agua
para estarlas remojando...
¡Túmbalas, túmbalas todas!...

Y en aquella estrepitosa barahunda, la Escorpión irradiaba, iba, venía, atravesaba agitando los pliegues de su castor, sonrosada, alegre, triunfal, multiplicándose, llevando platillos de mole y vasos de pulque, coqueta y encantadora, teniendo para todos una frase amable, una palabra argentina, tocando a gloria.

—Allá voy mi amo... un momentito niña ¡ya no queda ni una pierna! Serviremos unos aloncitos... Don Severiano ¿cuántas medidas me dijo usted?... Ya voy mi alma... ¡Ya se acabó el de piña!... ¿Frijoles refritos?

”¡Qué lástima patrón que haya usted llegado tan tarde!... ¿unos huevitos estrellados?

”Mira Lucas, ve a la tortillería a ver si ya están las otras...”

—¡Allá voy, allá voy, con permiso de ustedes...

Así decía ella rápidamente, mientras que en una mesa del centro de la estancia resonaba la voz de Cayetano, voz oída con respeto por toda una corte de admiradores y de mozuelas escapadas de quién sabe que cuartuchos y burdeles clandestinos.

Relataba el Tapatío sus hazañas, sus numerosos raptos, muertes que había hecho y robos a lo puro hombre.

Decía después de haber chocado su vaso con los de todos sus aparceros, decía...

Pero, eso merece realidad aparte... continuará y, perdón, porque se alarga el fin.

XI
PROEZAS TAPATÍAS

No, yo no me quedo sin referir punto por punto lo que el mendigo ex carnicero del Baratillo me contó respecto a la legendariamente célebre Escorpión y al no menos famoso y aguerrido Tapatío.

Dije ya que se rompieron entre ambos las hostilidades, y narré cómo Cayetano prometió sacarse gentilmente a la bella figonera, y también cómo ésta puso al Rebumbio de Venus de toda gala, festonada con sus cortinas de tule verde y fresco, y ramajes de sauces y pinos, y condimentó con su propia mano a aquellos espléndidos moles poblanos, verde pálido y rojo sepia, olientes a gloria.

Y dije también que se acercaba el fin; pero he aquí que habiendo tornado a ver al ex carnicero del Baratillo, volvió a referirme la historia, con más riqueza de detalles, detalles asaz curiosos e importantes.

Y éstos se refieren a lo que el Tapatío, entre sendos tragos de curado de piña, contó a sus amigos aparceros y admiradores suyos aquel magnífico domingo en pleno rebumbio del Rebumbio de Venus.

¡Oh, pobre mendigo del Baratillo que tan bellas historias y realidades ignoradas me has contado y me seguirás contando, de la vida antigua y moderna de nuestro pueblo, de este pobre pueblo tan sufrido, tan enfermo y tan ignorante!... ¡Oh, ex carnicero, cuyas memorias son tesoros de observación y tragedias ocultas y rojas, que bien me referiste la manera de expresarse de aquel Cayetano!

Tan bien lo hiciste que lo recuerdo yo fielmente.

He aquí lo que el Tapatío vociferaba:

“Pus ai tiene amigo... sunn —es muy tapatío este sunn con que los buenos guadalajareños terminan sus periodos—. Ai tiene que yo me había sacado a la mesma Juana... y ai tiene usted, amigo, que don Guadalupe se me enoja y... y... ¡újule!, que le digo que conmigo no hay tarugadas... y que si quería la gorda o la enchilada... y que saca su chaveta, amigo, y nos salimos afuera; me arremangué bien los pantalones, me envolví mi zarape... ¡y a darle, amigo!... Primero, amigo, él me dio un charrascazo en el pescuezo, luego lo rasguñé yo en una mano, y después ¡ay, amigo!... que me le voy con toda mi alma, adentro y fuertísimo... y que se cai... y ai voy corriendo y me hicieron lo que doña Lola... Bueno, pues otra vez que tenía a doña Vicenta, ¿se acuerdan?, aquella figonera de La Parranda de Cupido, esa sierpe me los puso... —¡con un chinaco!— y fue, amigo, con un subtenientero muy desdichado... ¡Y ay valedor!, aquel fray José... el mero y merísimo fray José que vino de San Luis Potosí a darle y a ser escribidor en la cárcel de Belem, ese que es ahora escribidor de croque La Bandera de San Luis... ¡ay!... a ese que me quería matar a la mala, le di muchas nalgadas, valedor, y no lo maté porque me dio muchísima lástima. No amigo, ¡pobrecito!... Y a Juana su querida... por eso fue el pleito, palabra... pues a Juana después de que se la saqué por puro gusto, amigo, porque me dio mi regalada gana, porque me gusta ver que se pongan amarillas las caras de los cobardes, como ese fray José de San Luis Potosí, escribidor de un papel de los mochos... ¡Ay, vale esas!... ¡ay!

¡Ay qué Dios tan charro
que ni las botas se pone!

”Bueno, pus a la pobre de fray José de San Luis Potosí, después de que a ese escribidor le di pa sus tunas ¡pobre!... la verdad, amigo, me dan lástima los escribidores ansí por mochos y por hipócritas... Bueno, y luego dejé a la Josefa de fray José, porque era de mi mesma tierra, de la Otra Banda, del mero Guadalajara... pero amigo, que hubo otro valedor; y con él también nos arrempujamos de lo fino... Nos dimos de charrascazos... Nomás le di siete... y con esas tuvo, amigo... lo dejé y me fui... Y aquella otra vez ¡ay, amigo!... todas las tripas se le salieron, parecían como la panza de los borregos; mucha sangre, muy coloradita ¡caramba!... de veras que sale muy colorada la sangre... Yo casi me bañé... de veras, un montón de tripas... y ¡con un chinaco!, ya mero se me salían las de san Pedro... Y es la pura pelada, manises... ¡Y cuando ensarté al Ajolote!... ¿qué tal?... ¡Eh, doña Pepa, otras medidas! ¡Como para los hombres, me parece, no estoy cierto!...

¡Y ay qué Dios tan charro
que ni las botas se pone!

”Y se acuerdan ustedes del amigo a quien ¡una por arriba, otra por abajo y saz! ¡Muerto!... yo no sé cómo... ¡salud, señores amigos, por el buen cariño, por la amistosidad de los amigos, por el afecto... y por la de mis merísimos suspiros...

¡Ay qué Dios tan charro!

”Oigan ustedes, si son hombres, ¡yo soy reata y no me reviento!... Óiganme, aparceros... A ver, niña, doña Escorpión, favor de una medida; siéntese, mi vida... ¡Que las repitan!... Voy a contar a ustedes...”

¡Ah, y efectivamente —según el viejo mendigo ex carnicero del Baratillo—, lo que siguió contando el Tapatío delante de la Escorpión que también bebía, es digno de merecer una nueva realidad!

Y en ella veréis cómo se verifican los crímenes del amor en el pueblo.

Ya veréis, veréis los pormenores de muchas cosas sombrías.

XII
ANGELITA

Florecen, bellísimas y melancólicas, no sé qué tristísimas alburas en pleno fango... Son margaritas blancas, tranquilas y puras, abriendo la irisación alba de sus pétalos con algo como la resignación dolorosa del martirio... Son esas dolientes enfermitas, precoces mujeres del vicio y del amor... Son esas pobres niñas que brotan con surgimiento patológico en las efervescencias malsanas de la crápula de nuestra plebe, de toda esa canalla que hierve y hormiguea en los barrios, soez, haraposa, infecta y clorótica.

Y así nació la pálida Angelita, allá en un sucio covachón, bajo el derruido tramo de la escalera de una casa de vecindad en la calle del Puente de Curtidores.

Nació allí, de una madre desconocida, que le pagó a la vieja portera tres o cuatro reales porque se le permitiera lanzar al mundo a la pobrecita, que vino sin culpa, sin pecado, inmaculada como todas las bellísimas cosas vírgenes y nuevas del mundo... ¡Flor solitaria y melancólica de las hondas y desconocidas miserias humanas!

Y la madre liviana, una mujer de tantas, una de tantas perdidas, desapareció dejando a la Angelita bajo el techo negro y entelarañado de la escalera de aquella calle del Puente de Curtidores.

Flacucha, tristona, con su enagüilla deshilachada, los piececitos descalzos, la mirada de sus ojos verdes siempre tendida arriba, mirando al cielo que es el mundo de las cosas imposibles y de los sueños irrealizables, ella trajinaba, iba y venía, con la canasta del mandado en una mano y en la otra el grande y negro jarro de pulque.

Mas sucedió que cuando tuvo ya once años de edad, su figurita simpática, la carne blanca de su rostro y cuello, y aquel su airoso andar de precoz mujer, atrajeron miradas centelleantes, requiebros y galanteos obscenos, y palabras llenas de todo lo que los sátiros pillos del barrio pueden contar al oído de las niñas, entre risas feroces y excitantes pellizcos.

Flor de los fangos, alumbramiento de quién sabe que concubinato perpetrado sin conciencia en el vértigo de un minuto de placer, la inocente Angelita fue teniendo ante las acechanzas caprinas de los muchachos compañeros de su miseria y orfandad, los despertamientos peligrosos de una adolescencia inerme y sola...

Angelita con su jarro de pulque y su saquito de manta estampada, abría tímidamente la flor de su virginidad y su vida delante de todos los apetitos desenfrenados, entre las palabrotas de los ebrios de la pulquería, los chismes de amores de las muchachas robadas y de toda esa aglomeración de encanallamientos en que se embrutecen los desheredados después de la muerte de sus dignidades.

“¿Cuánto quieres por un beso?”, decíanle los curtidores en la calle. O si no estas frases:

“¿Te casas conmigo, chulita?”

“Dame un pico y te doy un centavo.”

“¿Quieres ser mi mujer?”

“Te voy a contar una cosa...”

“¡Ven acá!... Ven, anda, ándale... ya verás.”

Aquella atmósfera de galanteos brutales fue deshojando aun antes que estuvieran lozanas las rosas de su pureza... y Angelita, la huérfana desdichada, sin afectos, sin aspiraciones, fue un día a ser víctima del héroe del barrio, del famoso Tapatío, cuando tenía sólo trece años de edad.

Aquel principiaba entonces su carrera de valentonadas... Angelita resistió, pero unos aretes de coral, unas caricias en la mejilla y un beso de él en su boca, precipitaron a la niña.

Y no bien principiaba la hermosa florescencia de su belleza melancólica y enfermiza en la alborada de su juventud, cuando fue el eclipse para siempre; la derrota de todas esas infelices hijas de la miseria y del vicio que se entregan sin un sollozo y se pierden y caen sin la corona de espinas del remordimiento... ¡pobrecitas predestinadas fatales!

XIII

¡Extraña moral a veces y extraña caballerosidad la de nuestro pueblo!

Le ha tocado por fatal herencia y por desgraciado desuso ser el producto degenerado de muchas razas fuertes y heroicas en un tiempo, recibiendo de ellas mezclas híbridas de sus instintos caballerescos y de sus ferocidades guerreras, dando por resultado ese carácter oriental, desidioso, sutil, audaz y fanático de las clases bajas, nacidas en un medio ambiente de ignorancia y abandono en las ciudades de alguna importancia en la República Mexicana.

Aquí, en la capital, predominan los peores elementos y es mayor la multiplicación de los vicios, sus tendencias, sus crímenes y sus amores, sus miserias y sus penas.

Y sobre todos ellos, sobre el indio, el mendigo, el pelado, el lépero, el ratero, el ladrón, el bandido, el artesano san lunero, el artesano laborioso, y los comerciantes honrados de las plazas, y los arrieros de los caminos reales, y el soldado, sobre todos esos de diversas profesiones flota el soberano desprecio a la mujer, a la eterna esclava.

Así pues sin darse cuenta de ello, el hombre del pueblo, con sangre de árabe, godo y azteca, cree ingenuamente legítimos todos los lazos contra la mujer, todas las tiranías ejercidas sobre ella. Y la abandona siempre con la misma tranquilidad con que siempre se venga de ella.

Nada extraño que aquel valentón, cuya frazada lo mismo servía para arrollársela en el brazo izquierdo y parar las cuchilladas enemigas, que para abrigar amorosamente en las noches de lluvia el cuerpo de sus amadas, era un trofeo de guerra y de amor; nada extraño, pues, que el Tapatío después de vivir tres meses en compañía de Angelita, a la que vistió con buenos rebozos, la abandonase no sin haberla golpeado brutalmente.

Ella, no pervertida aún, lo amaba porque fue el primer hombre que le enseñó las primeras voluptuosidades, le tenía gratitud porque la había sacado del hambre a la comodidad y al amor.

Así es que Angelita lloró mucho, suplicó y lo siguió humildemente por todas partes, sin que nunca obtuviera nada del ingrato.

Como esta historia, contó muchas el Tapatío, con todo cinismo, delante de la bella figonera, de aquella mujer que llevaba en sí, por una curiosa excepción, un odio reconcentrado contra el hombre, el enemigo y tirano de su sexo en su raza desventurada.

Desde aquel domingo, el audaz Cayetano, con la turba de aparceros de la Palma, empezó el asedio de la Escorpión.

Todas sus ganancias diarias en los albures y el rentoy, el que jugaba con éxito y con gran lujo de interjecciones y chistes sobre los mostradores de las pulquerías; todo cuanto ganaba trabajando calzado fino para una elegante zapatería era empleado en comprar a la figonera, su paisana, castores y gargantillas, arracadas de plata y rebozos de bolita, siendo con ella amable y galante. Algunas noches llevaba su vihuela al figón, pedía unas medidas, y después de hacer resonar las cuerdas, templándolas diestramente, echando hacia atrás con donosura la bien peinada cabeza, entonaba canción de su tierra, acompañándose él mismo.

Mas todo en vano, la hermosa coqueteaba, siempre sonriente, siempre provocativa, acercándose a él tanto que arrojaba a veces a su rostro, su cálida respiración y su aliento poderoso de mujer en plena madurez virgen.

En vano fue que hiciese juramentos; que le trajera agua del Pocito de la Virgen de Guadalupe; que provocase a pleitos de cuchilladas a los más bravos; no conseguía nada.

El figón estaba que ardía todas las noches y apenas si se recuerdan mayores broncas que aquellas entre tanta gente de gran trueno, en una época en que la policía era embrionaria.

Y activa, limpia, poderosa, en aquel hervidero, entre el chocar de los vasos, los ternos feroces, el chirriar de la manteca, el humo y los apetitos que rugían en torno de ella, esplendía la hermosura inmaculada de la Escorpión.

Y el Tapatío, furioso, daba su palabra de hombre de sacársela por la buena o por la mala, y al jurar, pegábase fuertes manazos en el pecho.

Cuando esto le referían a Pepita, lanzaba una argentina carcajada, se desabrochaba el saco y de entre la piel deliciosa del seno y el lienzo de la camisa, sacaba un puñalito muy fino con mango de marfil, y decía:

“Con esto, y el amparo de Nuestra Señora de la Soledad, no le tengo miedo a los hombres.”

¡Era una hermosa y brava vengadora!... Toda la magnífica fiereza gitana de las tapatías entusiasmaba su pecho de virgen oriental...

Y una noche, cuando iba ya a cerrar el figón, arrojando a los últimos borrachos, entró una mujer sucia y ebria, pidió un vaso de pulque, y con él fue a sentarse, silenciosamente, ante una mesita en un rincón.

—¿Quién es doña Pepa la Escorpión? —preguntó repentinamente con voz ronca.

—Yo... ¿qué se le ofrece? —y ésta se acercó a ella.

—¡Tenga!... ¡tenga!... ¡tenga!

La figonera rodó, muerta, atravesado el pecho por tres puñaladas.

Hasta algunos meses después, cuando fue aprehendida por un escándalo, se supo que la matadora había sido Angelita.

XIV
EL INVÁLIDO

Al Noveno Batallón

Holgado, asaz holgado el largo y sucio levitón azul, golpeando cadenciosamente el suelo con sus viejas muletas, va el pobre diablo inválido, el ex soldado, el ex héroe y el ex mártir.

Marcha abandonado y solo, sin la conciencia de sus glorias épicas y de sus grandes sacrificios. Y él, el sucio y desarrapado inválido, es una leyenda viva, es un jirón de laurel, oliente a pólvora y sangre, ¡pólvora y sangre de viejos combates!

Allí va esa magnífica ruina de nuestro siempre valiente ejército, ¡oh de ese ejército pobre entre los más pobres del mundo, sufrido y valiente entre los más valientes y sufridos, de ése que sostuvo tremendas batallas contra los más tremendos ejércitos del mundo, allí va el descendiente de indómita raza, el representante de muchas victorias, el que en muchos ataques tocó con igual brío la diana fragorosa y olímpica de los triunfos y la tristísima retreta de las derrotas!... Allá va el pobre diablo que fue héroe delante de los héroes, el que entre los pinares majestuosos y soberbios de la Sierra Madre se batió con los leones de Tomóchic después de haberse batido en la Bufa, en la Sierra de Alica, en Tampico y en la Ciudadela, no sin que hubiese asistido al Cimatario y a San Gregorio en el inmortal Querétaro... Allá va el infeliz inválido, con sus pasos de cojo, con su levitón azul y sus muletas apolilladas, agobiado, estúpido, silbado por los pilluelos y los rateros, arrastrando su pierna inútil; allá va ese adorador fantástico de Rocha, de Régules, de Pueblita, de Martínez, de Díaz y de todos esos estupendos generales de nuestras guerras... Va el pobre sin la conciencia de la heroica leyenda que significa... ¡Pobre!

Y sombría lobreguez de su destino que él no comprende, después de tanta hazaña que él refiere ingenuamente entre trago y trago de amargo, después de habérsele ennegrecido hasta el negro ébano el rostro a fuerza de polvo y sol, pólvora y machete, hambre y cansancio, después de haber ensartado a franceses y argelinos en la punta de su bayoneta, después de tanta cosa espartana y espléndida, después de haber pasado a galope sobre tanta tempestad de fuego y sangre, fue a combatir contra hermanos suyos, fue a Tomóchic y allí al gritar en pleno monte “¡Viva el Noveno Batallón, viva el general Díaz!”, ¡rodó sobre las rocas con la pierna hecha pedazos!...

¿Por qué las balas francesas no te hirieron, desventurado inválido? ¿Por qué un cualquier fanático montañés te hirió, adalid de la Bufa, Tampico, San Gregorio, Cimatario, Las Campanas, Sierra de Alica, Ciudadela y Tomóchic? ¿Por qué? Porque ésas son las emboscadas lúgubres del destino, de la casualidad negra que prepara todas las siniestras catástrofes de la vida, de esta menguada e injusta vida que es el infierno de los que levantan la frente de cara a los combates.

Por eso el pobre inválido que aún se gloria —¡y con razón!— de haber pertenecido a aquel Noveno, el legendario Noveno Batallón que dejó la mitad de su gente en Tomóchic, con tres de sus mejores capitanes, por eso el infeliz marcha con sus pasos de cojo, casi siempre ebrio, sucio, tranquilo, de tendajo en tendajo sin comprender que lleva en sus hombros muchas grandezas y muchos laureles guerreros, sin comprender que ha sido un relámpago de oro en la noche de nuestras catástrofes... ¡Pobre!

¡Hijo del pueblo, genio, mártir y héroe, tú que ahora vives vegetando, después de haber fulminado, pobre inválido que golpeas con tus muletas el empedrado de nuestras calles, adorador fanático de Rocha, Pueblita, Régules, Martínez y Díaz, tú que ensartaste cien veces en la punta de tu bayoneta a zuavos, cazadores de África, y argelinos, víctima de Tomóchic, no sabrás nunca que te admiro y que te amo, olímpico héroe anónimo!

Sigue tu vida, paria; golpea el suelo con tus muletas; sé silbado por los pilluelos; ensucia tu holgada levita azul por la cual se te befa, arrástrate sin la conciencia de tus grandes glorias, pero yérguete, cuádrate, presenta las armas como en una parada de honor, cuando escuches el nombre de nuestro Noveno Batallón, el mero de Tomóchic.

Ya hablaré más de ti.

XV
LA VERDULERA

Soberbia entre los montones de ramajes de apio, imperando en una atmósfera de hálitos vegetales y frescos, desprendiéndose de la gran montaña de verdura en la cual los rábanos ostentaban sus conos escarlatas, y los nabos sus alburas cenicientas, y las coles verde pálido, y blanco brumoso, arrebolaban las redondas superficies de la vegetal epidermis; entre tanta acumulación de verdura, rodeada como en un trono resplandeciente de otoño, primavera y estío, estaba ella, la jitomatera, la respondona, como otros le decían; gorda, gorda hasta la completa obesidad irradiando entre la multitud que iba a comprar sus jitomates, cebollas, chiles verdes, coles, coliflores, rábanos, lechugas, betabeles y colinabos.

Allí estaba la gorda placera, gritando, insultando, echando la viga a todos cuantos tenían una frase de desprecio para ella, orgullosa y tremenda en aquella apoteosis de rojos jitomates, verdes lechugas, apio esmeralda, chiles multicolores, y nabos blancos... ¡Oh y ella la gorda placera, la de gargantilla de cuentas de coral rodando sobre la epidermis color de sepia oscura, de la carne de su pecho, ella truena, y vocifera y grita!:

“¡Marchantitas a doce y pilón!... ¡Venga, mi alma, aquí las hay baratas y como quieran!... ¡Aquí marchantitas!... ¡Son clacos, mi alma; son clacos!... ¡Arrímense que ya se está acabando!... ¡Que se acaban!... ¡Que se acaban!... ¡Vengan las niñas, venga el amo!”

La gorda placera no termina nunca de gritar... gesticula, se alza, alarga las órbitas rojas de sus ojos, retuerce dantescamente los labios de su boca, los abre y blasfema; y echa por esa abominable boca entre el estruendo de las vendedoras del mercado de San Juan, toda la obscenidad heredada de su madre prostituida y de su padre que yace ha nueve años en Belem.

¡Es una hembra temible!... ¡Pólvora! Dice que las indias, las infelices marías que acuden entre la verdura de sus chinampas rielando entre el agua cenagosa y amarillenta del canal de la Viga; dice que aquellas pobres indias que atracan en la Merced, le son sumisas y que le apartan lo mejor y más florido de lo que producen los prados de Jamaica, Santa Anita, Ixtacalco, y hasta Texcoco... ¡Villanías de criolla audaz contra india humilde!

¡Ay qué rota tan fregona exclama la verdulera, cuando alguna catrina que es alguna vieja gabacha Note: Francesa o yanqui, se aleja entre la muchedumbre que hace hormiguear el mercado, y la placera enrojece en una enorme plétora de cólera, repitiendo a voz en cuello!:

“¡Son medios, son cuartillas, marchantes!... ¡Vengan marchantitas! ¡Aquí no hay para las catrinas y las rotas, como la Zorrillota de enfrente!” Y la de enfrente, que es otra jitomatera de enfrente, del mismísimo puesto, le contestó enfurecida como diablo, en pleno mercado...

¡Oh, ya sabréis lo que le contestó!...

Será curioso, y os lo referiré.

XVI
LA FAVORITA DE SAN JUAN

¡Esa sí que eran una gran placera!... Díganlo si no, todo el mercado de San Juan que de ella recuerda memoria fiel. ¡Esa sí que no se tentaba el corazón para llamar a las cosas por sus nombres!

¡Y ay, qué nombres!... válgame Dios... le tenían miedo los pulqueros más audaces en el vocabulario de la taberna, ¡tan variado y multicolormente obsceno era!; ¡oh si le tenían miedo, porque ella ostentaba a supremo orgullo el llamarse con gran bombo, alisándose los chinos negros que caían sobre su frente morena, llamarse la favorita del San Juan!... ¡Esa sí que era una buena y garbosa placera!

Odiaba cordialmente a su antagonista de enfrente —en apariencia—, a la verdulera panzona que vociferaba escandalosa, energúmena, en pleno mercado, contra su rival, la verdulerita, diciendo que ella no vendía a las catrinas gabachas y yanquis como la de enfrente... la Zorrillota.

Perfil delicioso, clásicamente era el de la Zorrillota... Muy joven, apenas tenía diecinueve años, con toda la experiencia de una mujer casada entre el pueblo... ¡Oh, con sus enaguas mascotas de cuadros blancos y rojos, su saco de percal muy blanco, airosa, coqueta, demasiado descubierta su garganta aterciopelada, moviéndose con esos regios golpes de caderas que hacen de las mujeres así, unas reinas olímpicas, descocada, insolente, abierta siempre la boca para decir las más rojas picardías que aguador más soez hubiese dicho jamás, ella era la terrible, la atrevida del barrio!

A montones contaba los amantes; los relevaba cada dos o tres días, era la popular heroína del escándalo, la crápula, el cinismo y la prostitución de la gran plaza de San Juan.

Sí, insolente, procaz, licenciosa, pervertida hasta la médula de sus huesos, chispeante, delgaducha y nerviosa aquella placera, aquella Zorrillota de diecinueve años, con sus bonitos ojos negros, el lascivo mover de sus caderas, su barbilla de doncella y los chinitos negros del pelo siempre bien peinados, que caían sobre la estrecha y morenita frente, aquella criatura codiciable, era una rival terrible, era la blasfemia, la picardía, la insolencia y la más refinada prostitución... ¡aun más que las soldaderas del cuartel!... encarnecida en su cuerpo neurótico de azteca virgencita de diecinueve años.

Y entre ajos, cebollas, lechugas, huevos y montones fenomenales de papas; ante los puestos de chiles y chayotes, jitomates y culantro —cilantro por otro nombre—, ella, en pie, atractiva por su limpieza y por sus bonitos ojos negros, llamaba insinuantemente con voz cadenciosa y dulce, a las criadas que pasaban con su canasta bajo el brazo, a las enseñoradas de sombrero con grandes plumajes y rosas, a todo el mundo, incansable, siempre erguida, con su vocecita argentina, cosquilleante, sugestiva, como una sirena semisumergida en el oleaje verde y fresco, entre el ronco tronar del gran mercado en la efervescencia de la compra a la diez de la mañana.

La verdulera de enfrente era, lo repetiré, su más cordial enemiga y cuando gritaba aquella “Son medias, son cuartillas, marchantitas, aquí no hay para las rotas y las catrinas como vende la Zorrillota de enfrente”, gritaba respondiéndole la prostituida jovencita:

“¡Ya está, hilacha podrida, montón de humo, suela de mis zapatos, piojosa!, ¡újule!... y ¡ay qué bueno!... reventona, despilfarrada, cubo de pulquería... ¡Ya está hilacha podrida, montón de humo, tinaja vieja!...”

Decíale así la jovencita placera entre los cerros de papas, lechugas, ajos, rábanos, huevos, apio, culantro y jitomates, llevándose de cuando en cuando a la boquita de rojos y delgados labios un jarrazo de pulque escurriente y hebrudo, y luego añadía:

“Aquí mejor, mi alma, aquí hay bueno y barato... ¡véngase, mi marchantita!... ¡ándele, güera!, ándele, primor, no vayan con esa panzona de enfrente, ¡cucaracha, pípila, sinvergüenza, hilacha negra, montón de humo, suela de mis zapatos!... mi almita son medios de blanquillos, el jitomate está muy caro...”

Y cuando el mercado de San Juan se cerraba, hechas ya sus cuentas, con sus respectivos amantes, ambas verduleras solían, en cualquiera pulquería del barrio, beber mucho pulque, chocando con gran alegría sus jarros...

Porque las dos eran hermanas.

XVII
¡UN FUSIL!...

Al señor capitán Alfredo Torrea

Sudoroso, levantada con garbo la visera del quepí, mi amigo, el heroico inválido, el soldado de Puebla y Querétaro, el mutilado de Tomóchic, gloria de nuestras glorias, con su raído levitón azul, ante el mostrador forrado de zinc chorreante de inmundas cosas, vociferaba lleno de cólera, dirigiendo amorosas miradas al gran copazo de re con li que no sé quién le obsequiara.

“¡Me escupo en los bigotes del mesmo Maximiliano!... ¡Recaramba!... Aquello sí que era llover granadas... como que desde allá de la Cruz nos echaban una de granadazos espantosos, amigo... pos ai tiene usted amigo, que nos encontrábamos en la Otra Banda, detrás del río... ¡oh, y había un puentecito entre el río y la Otra Banda!... ¡pero que no lo pudiéramos tirar!... y que por allí se descolgaban los mochos, y nos daban unas cargas de Dios y Señor mío... una vez Miramón; pero no, eso en otra borrachera, en otra zorra mejor se los contaré... pos ai tienen, que aquel día... ¡éramos del mesmísimo Julio María Cervantes!... veníamos de San Luis Potosí, de la Huasteca... —que me repitan el trago—. ¡Me escupo en los bigotes de Maximiliano, cómo llovían las balas, como maicería amigos... Bueno, pos que ese día, mi amigo Damián Carmona, estaba de centinela delante de una de nuestras trincheras, desde donde defendíamos el puente... estaba Damián como si tal cosa, cuando entre el aigre había el infierno de las granadas, silbamientos de balas y llamaradas coloradotas como de infierno, como si todititos los diablos juntos hubiesen hecho una parranda por el mesmo Judas!...

”¡Ay, qué bueno!, ¡éste está mejor, como pa los que bebimos sotol en Chihuahua!... Pos bueno —déjenme tomar otro trago— ai tienen, amigos, que desde San Francisquito y la Cruz nos echaban una de balas que... —otro trago— allí mataron a mi teniente coronel Gutiérrez, a mi capitán Dávila, a mi primero Mendizábal... vi muerto, una vez que Mejía nos dio un abrazo, al teniente Miranda que llevaba nuestra bandera y que murió completamente ronco de puro gritar: ‘¡Viva la República! ¡Viva don Benito Juárez!...’ vi como le tumbaron el brazo al alférez Alcocer... ¡Me escupo en los bigotes de Maximiliano, este fajo es mejor que el sotol de Tomóchic!...

”Damián que era un hombre al pelo vio caer una granada frente a su puesto, cerca de la embocadura del puente. Y luego otra, amigo, y después otra; y el oficial de la guardia y todos nosotros, toda la brigada del Cervantes, detrás... ¡parecían bizcochos las granadas!... Y mataban, amigos, ¡mataban gente las malditas!... Y ai tienen ustedes que llegó una bomba... ¡Y trás!, ¡arráncale el fusil!... ¡pero si se lo hizo pedacitos!... nomás le chamuscó las manos... ¡Y los mochos enfrente!... ¡llovían las balas que parecían bizcochos, amigos, y que entonces él grita!:

—¡Un arma, mi capitán!... ¡Un arma!

—¡Ven por ella!... ¡Quítate de allí, penco!

—¡No abandono mi puesto!, ¡estoy de centinela! ¡Viva la República, viva don Benito!

”¡Y ay, amigos... el pobre Damián se quedó solito delante de la trinchera, hecho una furia!... Y la hacían pedazos las granadas de la Cruz y San Francisquito entre ruidero y una de muertos que parecía que era el día del juicio final... —¡Otro trago!... ¡Otro trago!... ¡Por los valientes, por los que no se fruncen!...— ¡Me escupo en los bigotes!... ¡Salud, amigos!

”Pos así gritó Damián, en medio de los frijolazos, y las granadas y las bombas, muy tranquilo, como si tal cosa, en la metralla y la jumareda de la pólvora, delante de los mochos de Miramón, así pidió un arma.

” ‘¡Un fusil, que estoy desarmado!’ ”

Lágrima inadvertida rodó por las mejillas de mi amigo el inválido; con la sucia manga de su levitón azul, limpiósela; tomó el vaso de re con li, bebiolo y requirió sus muletas.

Y continuó...

“Pos ai tienen ustedes, amigos, que en San Gregorio... precisamente el que está cerca de la Otra Banda... ¡que repitan las copas!... ¡Aquello sí fue una balacera!”

Entusiasta delante del empapado mostrador de la tienda, vaso en mano, el viejo cojo refirió algo hermoso que contaré más tarde...

Y me pareció profundamente triste la figura de aquel borracho, ¡gloria de nuestras glorias, jirón heroico de épico estandarte!

XVIII
FAMILIA DE ALBAÑILES

Al señor licenciado José María Pavón

Descalzos los cuatro, las dos mujeres y los dos hombres, acurrucados en un rincón de la algarabienta pulquería, los vi almorzando, contentos, ignorantes, como pobres bestias trabajadoras, inconscientes de su labor heroica y dura, como pacientes asnos comiendo tranquilamente la alfalfa de su pienso, después de haber cargado kilogramos de mármoles para los palacios de las queridas del amo...

Almorzaban con verdadera fruición, después de la pesada faena de batir el granito, empolvados de cal, en aquel rincón de la pulquería... Y hombres y hembras estrechábanse las manos con apasionamientos brutales, mientras engullían pantagruélicos tacos de tortillas superpuestas, enrollando chiles verdes desmenuzados, cebollas picadas y jirones de culantro verde, almorzaban; estrechábanse las manos lascivamente, abandonados a su suerte perra de infelices bestias, después de haber agigantado un palmo el alcázar del jugador afortunado que en albur estúpido en menguada hora de crápula, ganase desmontando la partida.

Los dos albañiles, Ordóñez y Martínez, son de Ixtacalco; los dos enamoraron una tarde a Juana Pedro y a Refugio Lorenzo, y aquella misma tarde convinieron que sí; pero que se casarían nomás por la iglesia y con la condición de que sus respectivos esposos no se habían de emborrachar sino los domingos en la tarde, y cuando más los lunes en la mañana... ¡Oh, nomás en la mañana!... Y también que ellas habían de recibir, cuando menos, real y medio. ¡Dura cláusula!...

Y tan dura fue que Ordóñez y Martínez, que eran peones de la chinampa de ñor Vicentito, el más rico chinampero de Ixtacalco, resolvieron dedicarse a albañiles — ¡magnífico oficio!— en el mismo México, llevándose a sus novias.

Así lo hicieron, y con gran éxito. Trajeron las ollas, metates, comales y cazuelas de sus esposas, un chivito, regalo del padre de Juana, y cinco gallinas y un gallo viejo; alquilaron una accesoria allá por Peralvillo, y ellos dedicáronse a peones de albañiles, y ellas a echar tortillas.

A las seis de la mañana ya se han levantado los cuatro de sus duros petates... ellas lo hicieron a las tres, para poner el nixtamal, y ya los albañiles, después de un jarrito de atole, se presentaron al sobrestante de la obra en que trabajan.

Son las seis y media de la mañana y, ¡sus!... dale que dale allá arribota, encaramados sobre los fantásticos andamios, poniendo canteras sobre canteras, cascajos, cal, mezcla, valientes y aptos, en pie sobre una viga apolillada y negra atravesada sobre el precipicio y la muerte... arquitectos del edificio del prócer, pobres diablos, heroicos y valientes... ¡parias bestias!

¡Y qué felices son!... A las diez es la hora de su sabroso almuerzo.

Las dos mujeres, descalzas, arropadas en sus rebozos azules y sus enaguas de cambaya, con la canasta en una mano, llegan ante el edificio que se construye; allí esperan pacientemente hasta que sus hombres bajen... y luego... ¡a la pulquería!

Allí se arrinconan, se encuclillan, quitan las blancas servilletas de las canastas; sacan las tortillas, la cazuela repleta de chile verde, la olla de los frijoles, y comen voraces, con el hambre sana del trabajo, del poderoso trabajo de hacer el lujo de los otros.

Engullen tacos tras tacos porque la hora del retorno a la obra llega; bébense anchurosas tinas de pulque; estréchanse hombres y hembras las manos, cual suprema galantería conyugal; sus ojos tranquila y ardientemente se miran, húmedos y hermosos, prometiéndose para breve plazo goces divinos un poco antes del sueño profundo y largo de los obreros honrados.

Son las once... Otra vez al andamio, de nuevo a la empinada viga tendida sobre el abismo, otra vez a la obra a construir el lujo de las queridas del jugador afortunado... a seguir sobreponiendo bloques de mármol, para el palacio del prócer...

¡Oh, feliz familia de albañiles!, tú no estás prostituida tanto como las fanfarronas, enfermas y decadentes familias a las que tú construyes sus alcázares; tú con tu destino de bestia, de pobre corcel de batalla destinado a la hecatombe, eres un poco más grande... tienes vicios, eres ignorante, pero inconscientemente.

Y conscientemente, con refinamiento neurótico, más prostituidas están ellas.

Comprendí que eras feliz cuando te vi almorzar, pobre familia de albañiles.

XIX
TRAGEDIA ÍNTIMA

Se amaban rabiosamente, con uno de esos amores desesperados y febriles de los corazones jóvenes... Era una completa demencia la suya; apasionamientos tales que eran un verdadero furor de besos, tempestad de caricias y tal relampagueo mutuo de sus miradas fosforescentes en pleno idilio, que su luna de miel fue vorágine que los arremolinó a los dos en una serie de éxtasis... ¡como que los dos tenían en sus venas la tapatía sangre mora!

He aquí el hecho.

Él era escribiente de la Secretaría de Guerra, llamábase Juan, era un pobre diablo sin oficio ni beneficio, una máquina de escribir como cualquiera otra, doblado bajo la joroba de su espalda, ganando impasiblemente sus cincuenta pesos mensuales sin ambiciones y sin odios, ¡sólo con el supremo amor de su santa madrecita que desde Guadalajara, arrancándose de la hermosa tierra natal, viniera a ver cómo vivía el ingrato hijo de sus entrañas!

Vino, pues, él, ¡y con muy buena fortuna!, por recomendación del difunto general Corona ¡zas!, al Ministerio de la Guerra, de escribientillo con grado de teniente...

Vivía el pobre muy tranquilo cuando que da de sopetón con su prima Antonia, una tamalera, célebre por sus picardías por allá, por San Juan de Dios, en Guadalajara.

La tal Antonia era de lo mejor que puede darse en cuestión de coqueterías, y eso que aún es más de coquetería y que llaman los yanquis flirtación... Y lo peor, que era muy joven y además muy bella... sobre todo, un cuerpo de odalisca, nervioso y sensual y meneador... ¡cuerpo de omnipotente tapatía! Y él guardaba recónditas y latentes ansias de goces y deleites presentidos y no experimentados nunca; ¡becerro núbil, adolescente y brioso, apartado de la vacada que pace inquieta en la llanura de donde han alejado a los soberbios toros!

Pues bien, se casaron los dos; fueron al registro civil; hubo unas bodas espléndidas, se bailó el jarabe y se bebió mucho tequila... Cuentan que el diablo del escribiente estaba como loco, pateando con sus zapatos de charol las tarimas del cuarto al son melancólico de las dos arpas y las dos vihuelas, vociferando entusiasmadísimo:

Quiero del Real del Monte
toda la plata, toda la plata
para que diga: “¡Ponte!...”
diga mi chata.
Quiero del Real del Monte.

Y daba estupendos taconazos, y retumbaban las tarimas; arpegiaban no sé qué sonatas tristes las vihuelas y las arpas, y los esposos no cabían en sí de gusto, ambos en la espléndida y deleitosa alba de su matrimonio, víspera de sus nupcias, aurora imperial de sus auroras íntimas.

¿Su luna de miel?... ¡Temerario, muy atrevido sería relatarla!

Vivieron —por economía—, en un cuartucho de la Villa de Guadalupe, felices en el alborante idilio de su amor, que desplegaba audaz sobre su pobreza la roja bandera de sus hermosas noches nupciales.

Amáronse mucho... y una tarde él llegó triste y por eso ella tuvo la crueldad de no besarlo como antes lo hacía...

¡Había habido remoción de empleados y había sido destituido!

Entraron, pues, a la miseria; cesó el idilio y las noches antes imperiales y adoradas, ¡fueron tristísimas noches sin cena!

¡Y sin un solo beso en el petate donde dormían!

Surgió la traición en ella; él lo supo; estaba muy pobre; pero un amigo le había prestado tres pesos; va a un empeño; compra una vieja pistola; va al Baratillo y adquiere en cinco centavos cinco cartuchos —Colt—, la carga; dícese in mente:

“¡Siempre la mato!”, entra y le dispara un tiro en la sien, cuando ella dormía sobre su petate.

Y él después, mordió la pistola, dobló la rodilla sobre el mismo petate, tiró del llamador y al lado de su adorada infiel, cayó muerto.

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Ulrike Henny-Krahmer

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TextGrid Repository (2024). Collection of 19th Century Spanish-American Novels (1880-1916). Realidades del pueblo. Realidades del pueblo. The CLiGS textbox. Ulrike Henny-Krahmer. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-9BCF-A