Nelly
Novela escrita por el Dr. Eduardo L. Holmberg
(Folletín de "La Prensa").

Mañana tendremos la satisfacción de ofrecer a nuestros lectores el primer número de la novela del Doctor Eduardo L. Holmberg, uno de los más originales escritores de nuestra historia literaria, muchas veces enriquecida con obras suyas, en las que el propósito trascendental se ha unido siempre a la forma agradable, ligera, encantadora, que es patrimonio del autor, y en la cual se advierte una vigorosa fusión de la noble raza de origen con la riquísima naturaleza de nuestra salvaje América.

Holmberg no es de aquellos que deban ser presentados con ceremonia, como uno de esos nobles aparecidos de la noche a la mañana en la sociedad democrática, o como genio ignorado, autor de maravillas inéditas: sus pergaminos literarios están suscritos por las más autorizadas firmas, y ni se encierran en herméticos tarros de lata, para salvarse de la descolorante acción del aire, cual si dijéramos, de la destructora influencia del análisis.

No tal; este escritor es de los qué ponen sus títulos de nobleza y sus placas honoríficas a la disposición del pueblo, seno fecundo de donde salimos todos y a donde todos volvemos al fin, por más arriba que nos lleve a veces el remolino de la casualidad o de nuestra inconsciente fortuna. Tampoco hace comedia ni papel para aumentar en importancia social sus méritos positivos, como los quilates de fino que tiene una pieza de oro, que siempre de oro ha de ser donde quiera que se encuentre. El vale porque vale; y descuidado, mal vestido, franco, irreverente, supersticioso, sabio e infantil, en cualquiera balanza que se le ponga pesa lo mismo.

Pero terminemos estos prolegómenos, y digamos que Nelly es una de esas creaciones propias de Holmberg, con mucho mas espíritu novelesco que de ordinario acostumbra, llena de un interés vivísimo que se apodera del lector desde los primeros pasajes para llevarlo de emoción en emoción hasta el último, al cual el lector llega deslumbrado, enceguecido por la riqueza del elemento imaginativo, la variedad de los tipos y los cuadros, movidos muchas veces por magia diabólica, aprendida en los misterios de Walpurgis, y por la pericia con que el autor, hombre de toda ciencia, ha sabido aprovechar los recursos artísticos de las novísimas ciencias psico-físicas, que en los nebulosos tiempos de Raimundo Lulio habrían hecho creer en la presencia substancial de Lucifer.

Narración intensamente atractiva es esta, en la cual, gracias a la manera como han sido combinados los lugares de la acción, nos encontramos, ya en plena Europa, ya en plena Pampa argentina, y si se quiere, en pleno ideal, siguiendo la peregrinación de un joven, sediento de conocer un secreto de ultratumba, secreto de mujer que sólo allí será revelado, cuando estén de nuevo reunidos en el último lecho nupcial....

«Te lo diré al oído»,—que pudiera ser el titulo de la novela,— «te lo diré al oído», fueron las últimas palabras de la dulce, amorosa y pálida Nelly» aquella almita tenue, pero cálida y vibrante, que tenía la virtud de los verdaderos amores, la de adivinar lo que su amado sentía lejos de ella, y más aún, de sentir ella misma a distancia, y en espíritu y en verdad, los efectos reflejos de las pasiones que a su adorado amigo asaltaban en pueblos y climas remotos.

Nelly — ¡ah, la dulce y melancólica criatura, hija de las nieblas septentrionales!—se queda para siempre en la memoria, en ese Armamento infinito de la fantasía, semejante a una visión soñada en sueño venturoso, alta, envuelta en túnica blanca como las espumas de una ola, la ola de pasión casi mística que la arrebata, y la lleva al sepulcro, y le da, todavía, más alta existencia real en la vida de su esposo, de ese misterioso Edwin, inglés perfecto, aristocrático, casi azul de puro noble, pero ligado a la vida por su naturaleza, y a la muerte por su destino y por aquel secreto de Nelly que sólo «te lo diré al oído....»

Seguir mas allá sería develar los encantos que sólo al lector pertenecen: a él le dejamos esa agradable tarea, seguros de que, al empezar la lectura de Nelly, apenas podrá perdonarnos el que no se la demos toda de una vez, para leérsela de un respiro

El interés novelesco que despierta, las profundas emociones que procura, y los goces intelectuales que encierra para los que tal prefieren en los libros, son cosas que no debemos anticipar, porque son la sorpresa del obsequio.

Entretanto, y pasando por sobre algunas reglas de modestia, pues se trata de la obra de un querido colaborador de La Prensa, el autor de Nelly reciba nuestras más sinceras felicitaciones por este que será, sin duda, uno de sus mejores triunfos literarios, aunque en él se vea que ha querido más bien hacer una narración interesante y novedosa, que una obra de intensa y atildada literatura.

Al público, el juicio definitivo.

J. V. G.
Buenos Aires, Enero 26 de 1896.

Dedicatoria

Sr. Profesor Baldmar F. Dobranich.
Distinguido amigo:

Cierta noche de Abril de 1895 leíamos en la casita rosada del Jardín Zoológico los manuscritos de La bolsa de huesos. La luz de la luna llena inundaba el ambiente agitado de rato en rato por los bramidos de los leones y leopardos enjaulados; y este conjunto, unido a la placidez de la noche de Otoño, a lo semitétrico de la lectura y de la luz artificial que alumbraba los manuscritos, produjo en usted, y un poco en mí, una sensación extraña que suele experimentarse en los viajes, y a las mismas horas, al escuchar en los mares el chasquido de los rizos en las velas, o en los bosques el rumor de los árboles—un soplo de misterio que bien podría llamarse aura poética o de inspiración, generatriz inmediata o lejana de ciertas creaciones, en las cuales, por más que disfracemos las formas, queda siempre flotando nuestro propio sentimiento.

Qué grande facultad es la atención!

Para ella todo es sugestivo, y cuanto más creemos emanciparnos de su influencia, cuanto mayor es el esfuerzo que desarrollamos para sustraernos, en las operaciones de la imaginación, a los encadenamientos de ideas que ella provoca en una fantasía bien desenvuelta, tanto mayor es su actividad avasalladora; y así, cuando hay dos inteligencias que guardan entre sí cierta armonía, no es difícil que haya también analogía en la filiación de aquellas ideas, por más que las inclinaciones de la instruc-cion y del carácter hayan sido aparentemente diversas.

Así podemos explicarnos que, después de aquella lectura, regresáramos a su casa ocupándonos de temas que no tenían vinculación aparente con aquella, pero que, en verdad, hoy podemos considerar como irradiaciones desprendidas de La bolsa de huesos. Conversamos de viajes, de paisajes, de lenguas orientales, de faquires, de serpientes, de música, de política universal, y un poco de Islandia, de California, de Australia y de la Tierra del Fuego—y, cuando llegamos a su casa, sin decir una palabra, tomó un cuaderno, lo abrió sobre el atril del piano y consagró sus impresiones de conjunto interpretando, como usted sabe hacerlo, esa sublime explosión de amor a la Naturaleza, esa nota grandiosa de un alma llena de profundidades de misticismo panteísta, la Sinfonía pastoral de Beethoven... y no tocó más.

Las impresiones que usted había experimentado en el Jardín, y que yo casi no advierto ahora por la fuerza de la costumbre, se sintetizaron quizá para usted al ejecutar aquella obra del eximio maestro, y así, lo que para su espíritu completaba una efeméride mental, para el mío era una nueva fuente de insinuaciones que debían dispersarse en mi propio panorama interno. El canto del Ruiseñor en la Sinfonía no me había impresionado más que los de los pastores, las danzas y el rumor de la lluvia y de los arroyos.

No sé por qué; pero mi síntesis, mi desahogo , mi efeméride mental, pedía el canto del Chingólo, y con esa impresión me despedí. He oído cantar a la Patti y también a la Calandria, a aquella en los esplendores del teatro y a ésta entre las sombras de la selva, y para las dos cantatrices tengo el aplauso que les dedican el entusiasmo y la educación universal; pero cuando, emocionado de alguna manera, se desenvuelve en mí el sentimiento de la patria con todas las proyecciones al pasado y al porvenir, niña gloriosa que nace coronada de laureles entre los pliegues de azul y blanco, y mañana matrona soberana que tenderá esos mimos colores sobre la multitud de millones de hombres amantes del derecho, de la justicia, de la libertad y de la santa paz del trabajo; cuando escucho todos esos rumores de la vida y de la civilización, confundidos en una gran sinfonía intraducibie, oigo aquel canto que me parece un símbolo, «melodía nocturna, como una evocación al porvenir y una promesa de bendición».

No usted, pero alguien sí, preguntará cómo la contemplación de una espléndida noche de Otoño en Buenos Ayres, y el bramido de leones enjaulados, podían vincularse con la Sinfonía pastoral de Beethoven. Pues ahí está una de las maravillas de la trama cerebral.

De la misma manera podría preguntarse por qué motivo, en aquella misma noche, y al regresar a mi casa, me senté a escribir, y escribí hasta la mañana siguiente, las páginas que, reunidas después de otras sesiones de pendolismo, se agrupan en un todo que lleva el nombre de Nelly.

De esto hemos platicado más de una vez, y no hay para qué insistir.

Pero, lo que he reservado para este momento, y se lo he reservado como una sorpresa amistosa, que usted aceptará sin duda, es que mi obra, tal como es, se la dedico, más que como un acto de cortesía, como expresión de aquel conjunto de circunstancias a que aludí al comenzar.

Cierto día, el Dr. Adolfo Dávila, que conocía su existencia, se empeñó en publicarla como folletín de La Prensa, y el 26 de Enero de este año, el Dr. Joaquín V. González, de la redacción del mismo diario, la anunció a sus lectores por medio de un artículo que incluyo en este librito (y que apenas ha retocado su autor después de autorizar la publicación aquí), porque es también uno de los pergaminos de que él habla, y lo hago con cierta vanidad infantil que debe parecerse mucho a la de llevar en el pecho condecoraciones y medallas. Si alguien me acusa de inmodesto al estamparlo como prólogo, recuerde o sepa que el éxito de Nelly se debió, más que a su propio mérito, a esos párrafos elegantes y entusiastas de Joaquín González, y si ésto no le parece un motivo, dígaseme ¿ ganaron bien las cruces todos los que las llevan? y en último caso ¿por qué no he de recordar a nuestro compatriota el Coronel Rojas, cuando, al penetrar en un salón en que se hallaba Bolívar, dijo éste al verle hacer un saludo seco: «¡Porteño para no ser altanero!» y dando frente al Dictador el guerrero Argentino, se desprendió el capote militar y mostrando sobre el pecho los premios de cien combates, contestó: «¡Mi trabajo me cuesta!»?

Sea lo que fuere, jamás he recibido felicitaciones más expresivas, más sinceras y más altas que las que ha motivado Nelly — ni tampoco he escrito páginas más discutidas en el sentido de determinar si es una obra sentimental o humorística.

Y yo ¿qué sé de esas cosas?

La única escuela literaria que puedo obedecer es la de la espontaneidad de mi imaginación; mi única escuela científica es la de la verdad.

Nelly flotaba.

Cierto día, en 1893, la voluntad dijo: «escribe! y escribe como los demás; es necesario someterse a los preceptos!» y di comienzo a La casa endiablada; pero los preceptos la hicieron dormir un año después del 2° capítulo, hasta que la espontaneidad triunfó y la terminé.

Pero quedó algo, y a principios de 1895 escribí La bolsa de huesos.

Pero también quedó algo.

Nelly flotaba.

Cómo se tradujo, cómo apareció y por qué causa determinante, usted lo sabe ahora.

Una observación, para terminar.

Nada más grato que la crítica.

Entre las numerosas personas que me han hablado de Nelly, algunas me han dicho que es corta, que el final se precipita.

No comprendo esto.

En los diálogos, creo que los personajes dicen todo lo que tienen que decir. Cuando Nelly habla con Edwin, se expresa, supongo, con la corrección de una señorita educada que no regala a los lectores treinta páginas de diálogo amoroso, por temor de decir muchas tonterías, y me parece que en la conversación que precede a la despedida de Edwin, el tema no se puede desarrollar más, so pena de escribir un tratado de filosofía. La narración de Edwin corresponde a su objeto. Si se extendiera más, dejaría de ser cortés y haría olvidar el asunto principal. El interés que despiertan el Egipto y la India se debe más a los temas que a lo que él dice, y, en todo caso, los historiadores y los geógrafos los han tratado muy bien. Los «devaneos de turista» como algún excelente amigo ha clasificado las aventuras de Edwin con la Almea y la Bayadera, se encuentran bien tratados en el Kama-Sutra, en la Biblia y en otros libros análogos, cuya lectura no es popular.

El cuadro relativo a la muerte de la madre de Miguel y de Serafina es tal vez lo más discreto de toda la obra, y, por último, lo que ocurre en Inglaterra y su desenlace son la consecuencia de lo anterior.

¿Más episodios? ¿Para qué?

Que los personajes, particularmente Miguel y sus compañeros, no se diferencian casi en su modo de hablar? Es natural. Individuos de la misma categoría social, de la misma educación — iguales — ¿por qué motivo han de hacer morisquetas propias o emplear términos distintos, si eso no tiene objeto?

Dos hombres de mucho talento han hallado en Nelly dos tipos opuestos. Uno, Joaquín González, la llama «dulcísima y melancólica criatura.... semejante a una visión soñada en sueño venturoso»; otro (que no nombro, porque me lo ha dicho en carta) la considera «el tipo más perfecto de la mujer clavo»...

¿Qué mucho, si un mismo lector, en un mismo libro, encuentra a veces dos espíritus? A los quince años leí el Quijote, y fue tanto lo que me hizo reir a desternillarme, que me enfermé. A los veintitrés no me hizo reír, pero me hizo pensar.

¿Diré algo de los que afirman que Nelly no tiene desenlace, y que, después de un examen prolijo, resulta que no han leído los últimos números?

Nelly no es una obra doctrinaria. ¿Por qué?

¿Para qué?

¿Doctrinas? En la cátedra o en el libro de otro corte.

¡Cómo! ¿Porque usted es un excelente filólogo y un profesor incomparable no ha de poder tocar el piano, o leer a sus chiquilines un cuento de hadas?

¿Seré tan desgraciado que por el hecho de haber profesado la doctrina de la evolución y porque ahora lidio con rejas, paredes, plantas y animales en el Jardín Zoológico no he de poder asistir a una representación del «Juan Moreira» o de «La verbena de la paloma»?

Cada cosa a su tiempo.

En alguna otra ocasión le he de referir un cuento muy interesante de un Coronel sordo que castigó a toda la banda de música; pero, como necesita un poco de mímica, no puedo contárselo ahora.

Antes de firmar, leo lo que precede y encuentro que comencé a escribir con cierta gravedad y que ahora tengo tentaciones de penetrar de lleno en mis espontaneidades.

¡Preceptos! Para preceptos sirvo yo.

Con mucho más por ahora, deseo que acepte a la «dulcísima y melancólica» Nelly y el abrazo de que es portadora — tanto más cuanto que hoy cumple un año y la pobrecita quiere dar los primeros pasos.

E. L. Holmberg.
Buenos Ayres, Abril 15/96.

I.
Edwin.

El caserón del viejo General parecía un cuartel,—y lo había sido en su tiempo;—pero el andar de los años y el cambio de las cosas, habían transformado las grandes cuadras en depósitos de herramientas y de lanas, en bodegas y en graneros.

Ningún recuerdo vivo palpitaba en sus ámbitos sombríos; ningún eco de relaciones de guerra o de batalla descendía de los gruesos tirantes de palmera, de los que colgaban, como ñecos o cendales, las telarañas empolvadas de cincuenta generaciones.

En las paredes, muchas veces blanqueadas, se habían borrado todas las marcas e inscripciones, todos los símbolos de amor o de queja, y solamente alguna vez, en el corredor, cuando la luz caía muy oblicua, y por depresión de la cal, se señalaba algún corazón flechado, o un letrero enigmático, que esculpieran artífices anónimos, y que sin duda dormían ya el último sueño en algún rincón ignorado del vasto mundo.

No tardó machas semanas el arquitecto en echar el plano sobre el papel, si es que lo hubo.

Planta cuadrada, con un inmenso patio de igual forma en el centro, y corredores sostenidos por pilares de quebracho, hacia el patio y en el exterior. Techo de tejas. El costado que miraba al Este ofrecía mayor número de aposentos, siendo de altos los de la porción central, y en esta parte del edificio se adosaba, al cuerpo elevado, un mirador con almenas.

La propiedad era vastísima; pero toda ella atendida a la moderna, lo que habría disgustado en extremo al viejo General, si se hubiera asomado por la reja de su tumba de mármol, después de apartar, con los huesos del brazo, las coronas de siemprevivas que casi cubrían su féretro.

Los hijos respetaron el caserón, concediéndole solamente algunas manos de cal para rejuvenecerlo, y quitaron a la Pampa su aspecto uniforme, salpicándola de montes de duraznos, de eucaliptos, de sauces, de álamos y acacias, y los nietos, mas tarde, adornaron la parte que quedaba del lado del Naciente con jardines y parques, y aumentaron los cultivos mayores con viñedos.

Algunas veces, la familia veraneaba allí, y entonces, a la animación de la vida campestre reemplazaban el movimiento y alegría de los puebleros.

El piano se dejaba oír con frecuencia; los caballos, los petizos, los carruajes, iban y venían, mien-tras que las sombrillas y trajes vistosos daban la nota brillante de color.

Pero cuando Mayo llegaba, todo ésto se desvanecía; cerrábanse los armarios llenos de sombreros de paja, de pantallas y de látigos; los colchones se doblaban sobre las cujas y marquesas, y los caballetes, haciendo guardia en los aposentos, eran ensillados con las monturas cubiertas por los mandiles; una funda de brin con vivos rojos envolvía el piano, y millares de moscas condenadas daban comienzo a sus bailes fantásticos entre los postigos cerrados y los vidrios.

Entonces reinaba allí el silencio, y se animaba en cambio la casa solariega de la ciudad.

En las piezas altas, todo quedaba como antes, porque uno de los nietos, joven de 30 años, visitaba la estancia con frecuencia y aun se quedaba en ella semanas enteras, atendido por el sirviente que le acompañaba siempre, mientras que la encargada de ventilar las piezas, de cuando en cuando, era la mujer del jardinero.

Insigne cazador, surtía de perdices, de patos y de chorlos a la familia ausente; dedicaba una hora, todas las tardes, al cuidado y limpieza de sus armas, y el resto de su tiempo lo distribuía en la lectura o en paseos a caballo.

Poco tenía que preocuparse de tas atenciones rurales, porque para eso estaba allí el Administrador, en el que la familia tenía una fe ciega.

Era muy raro que Miguel fuese solo a la estancia, porque casi siempre le acompañaban uno o mas de sus amigos, los cuales, de un nivel social como el suyo, gozaban allí de la mas completa libertad y podian entregarse a sus respectivos gustos, sin que nadie les incomodara, de modo que, solos unas veces, y en compañía otras, se dedicaban a la pesca, a la caza, a la música o a lectura, según soplara el viento para cada uno.

Por esto mismo nadie se fastidiaba, aunque Miguel y muchos de sus amigos eran hombres de club, párias de la alegría serena y sacerdotes del spleen.

—«¿Porqué no me acompañas unos días en la estancia? me voy mañana»—me dijo en cierta ocasión.

—«¿En qué tren te vas?»

—«En el primero.»

—«Muy bien. Si me animo, tomaré contigo el primer tren.»

— «Sale a las 7; no lo olvides.»

—«A las 7 menos cuarto nos servirán el café en la estación.»

Conocía el modo de ser de mi amigo, y no necesitaba hacerle preguntas. Por lo demás, aquel viaje sería un descanso,— y no era poca la falta que me hacía.

Cuando el primer tren se puso en marcha, Miguel y yo, en un departamento pequeño, hablábamos de las maravillas que íbamos a realizar con nuestras escopetas.

No estábamos solos, sin embargo. Tres jóvenes más se ocupaban de lo que les parecía mas conveniente.

Leía el mayor un diario de la mañana; el menor desarreglaba y arreglaba una balija, y el tercero, con las piernas cruzadas y estiradas, daba apoyo a los talones bajo el asiento de enfrente.

Su pipa de madera contenía tabaco para diez leguas.

Después de un cuarto de hora de conversación, Miguel se puso de pié y miró de cierto modo.

—«¿Parece que ustedes no se conocen?»—preguntó.

—«Quizá de vista.»

Mediaron las presentaciones. Al llegar al de la pipa, su formalidad alcanzó límites diplomáticos:

—«El señor Edwin Phantomton.»

—«Caballero........»

—«Señor........»

Con el único antecedente de los nombres, era difícil hallar tema de conversación; pero tratándose de un inglés, la tarea se facilitaba con esas mil trivialidades que sirven de prólogo a expansiones mas íntimas y al desarrollo de temas mucho mas serios.

El señor Phantomton era rubio y delgado, usaba bigote caído, y en sus ojos vagaba una niebla de misteriosa sugestión. Vestía correctamente, como todos los ingleses acomodados, y conversaba con la franqueza de un hombre que dice lo que piensa, lo cual no suele ser agradable para los que no piensan lo que dicen.

Todos íbamos a la estancia de Miguel, en cuya compañía pasaríamos diez días.

Después de unas tres horas de viaje, llegamos a la estación de parada. Dos carruajes estaban esperándonos. En uno de ellos se colocaron las balijas, las cajas y los perros, y en el segundo nos acomodamos nosotros.

Estábamos a fines de Junio. El aire fresco, pero no frío; mas bien agradable y siempre puro. El cielo sin mancha, aunque, a Poniente, una banda negra. Al Sudeste nubarrones blancos.

A las once llegamos a la estancia. El Administrador salió a recibirnos, y después de los saludos, de estirar las piernas y un poco los brazos, Miguel nos invitó a subir a los altos para arreglarnos, bajar y almorzar.

La mesa estaba tendida y pronto la rodeamos.

Cuando hubimos terminado, Miguel se levantó antes que los demás y dijo:

—«Caballeros: desde ahora haga cada uno lo que mejor le agrade. Hay perdices y mulitas en el campo. En la cocina siempre hay huevos y carne fresca; en aquel armario, botellas y conservas; en la antesala está la biblioteca. Sr. Phantomton, usted ya sabe lo que nosotros entendemos por ‘está usted en su casa', cuando se dice a un amigo.»

—«Oh! gracias. ¿Va usted a cazar?»

—«Si usted quiere acompañarme, tendré el mayor gusto.»

—«Yo lo tendré en acompañarlo, pero no en cazar; su señorita hermana no me ha exigido que las perdices que debo mandarle sean muertas por mi; es lo mismo que las mate usted.»

—«¡Pero, hombre! y yo que había creído que usted era un excelente tirador!»

—«Regular, regular; pero hoy no; mañana, como dicen ustedes los porteños.»

—«¿Y qué más tiene mañana que hoy?»

—«Presiento un cambio atmosférico, y, si he de decir la verdad, mis nervios no prometen nada bueno.»

—«Los nervios se le han de calmar con buenos churrascos y cimarrones.»

—«¿Cimarrones? ¿qué es eso?»

—«¡Cómo! Usted que habla ya nuestro idioma como nosotros ¿no sabe lo que es un cimarrón?»

—«Verdaderamente no.»

—«Mate amargo.»

—«Oh! mate! si ¿cómo no? Yo tomaré mate.»

—«Bueno, cuando usted lo desee, no tiene más que hacer que pedirlo.»

Un momento después, nos dispersábamos por el campo, como bandada de muchachos alegres, y dábamos una batida formidable a las perdices, que caían atravesadas por el plomo, como si ello hubiera sido su única ocupación.

El Sr. Phantomton había elegido el parque. Lle-vaba un libro bajo el brazo, y la pipa bien cargada.

A las dos y media regresó al comedor. Tomó una copa de whisky con soda, y continuó su paseo, su lectura y los cariños a su pipa.

En uno de tantos zic-zags de cazadores, me encontré con Miguel.

—«Compañero, yo me planto. Esto pesa ya mucho.»

—«Yo también; regresaremos juntos entonces.»

—«Dime, Miguel: mas o menos, yo conozco a esos dos jóvenes criollos que nos han acompañado; sus familias son bien conocidas, y fácilmente nos entenderemos; pero me harías un servicio si me dijeras quién es ese joven inglés que tiene un apellido tan raro como su mirada.»

—«¿Por qué raro?»

—«¿Su apellido?»

—«Sí.»

—«Pero hombre! tú sabes inglés.»

—«¡Es cierto! Phantomton, el sitio o lugar del fantasma!»

—«Ya ves que es un apellido extraño.»

—«Pero me suena como Phantendon

—«Pero es Phantomton

—«Así es! ¿Y la mirada?»

—«No sé lo que le encuentro; pero tiene algo de melancolía agria; la expresión de un hombre que lucha con la vida y con el dolor; pero que quiere vivir, y vivir feliz. En sus ojos no hay un solo destello del suicida.»

—«Me parece que si tu escopeta hubiese chingado como tus observaciones, no tendrías una sola perdiz en el morral.»

—«No te he dicho que haya hecho observaciones; se han hecho solas al conversar con él; ni pretendo ser infalible, porque ésto se deja para el Papa.»

—«¿Y si yo te dijera que ese inglés está enamorado?»

—«Te diría que eso está de acuerdo con mi idea de que lucha con la vida y quiere ser feliz.»

—«Bueno, pues: Edwin, según dicen algunos, es el novio aceptado de mi hermana Serafina. Mi madre lo estima mucho, y nosotros también. Es un caballero perfecto, vinculado a la Legación Británica, y nos ha sido presentado por el Ministro inglés.»

—«Mira, Miguel: mi pregunta no es la de un simple curioso. Probablemente permaneceremos aquí diez días, y nada te cuesta comprender que no es al Sr. Phantomton a quien voy a preguntarle, para facilitar nuestras relaciones, de dónde viene, quién es, y a dónde va.»

—«Es porque no eres diplomático.»

—«Y ¿para qué necesito serlo?»

—«Para tener paciencia. El no me ha preguntado quién eres tú, porque sabe que tú mismo se lo harás saber.»

—«Es que él es un diplomático del Norte.»

—«Y tú del Sur.»

—«No faltaría más sino que ahora anduviéramos con etiquetas para dirigirnos una pregunta.»

—«Esa no es la cuestión.»—dijo Miguel, tapándose una parte del bigote con el labio inferior, abriendo los ojos y balanceando la cabeza.—«¿Sabes? Si es cierto que Edwin está de novio con Serafina, no se casará con ella mientras yo no sepa qué motivos son los que comunican a sus ojos una expresión tan rara. ¿Has oído ahora?»

—«Supongo que no me guardarás resentimiento por la pregunta?»

—«¡Lucidos estaríamos!»

—«No; pero tratándose de una persona casi vinculada a tu familia........»

—«Eso no importa. He querido dejar correrla broma sólo por ver si algo se te ocurría; pero tengo la obligación de declararte que la mirada dé Edwin me ha preocupado más de una vez. Yo quiero que mi hermana se case con un hombre como todos los demás, y el que tiene semejante mirada no es como los demás.»

Nuestros dos compatriotas que, de lejos, nos habían visto regresar, nos imitaron, y un cuarto de hora después descargábamos los morrales. El señor Phantomton llegó al poco rato.

El sol se había ocultado ya, no sólo porque era hora, sino porque la banda negra de Poniente ha-bía subido mucho sobre el horizonte. En la penumbra de Invierno veíamos sacudirse los árboles del parque, y allá, en el Sudeste, se amontonaban, elevándose, los nubarrones blancos. Las aves de corral buscaban refugio en los corredores del patio, mugían los toros y vacas con voces siniestras, los caballos se mostraban inquietos, los balidos de las ovejas encerradas eran más lastimeros, y se podía observar que los perros, después de corretear con brío inusitado, buscaban la proximidad de sus amos, mostrándoles algo insólito en la noble mirada.

Los relámpagos se desprendieron de los nimbos, y el cielo de la noche se incendió con el incesante titilar de sus fulguraciones. Rodó el trueno en las alturas; y un viento furioso precedió a uno de esos aguaceros que hacen época en la provincia de Buenos Ayres.

Después de la sopa caliente, Edwin inició la conversación.

—«¿Qué dicen ustedes de esto, señores?»—preguntó.—«¿Qué tal los nervios?»

—«Como barómetros.»

—«¿Con qué era que se curaba eso, don Miguel?»

—«Cimarrones.»

—«¡Oh! si, con cimarrones. Pues vea usted: no he tomado ninguno y observo que empiezan a calmarse; pero todavía falta alguna cosa.»

Mientras comíamos, conversábamos, viéndonos obligados a alzar la voz para dominar el estruendo de la gruesa artillería celeste. De pronto un ruido infernal se agregó a los anteriores. Avanzaban los fusileros. Una descarga de granizo incesante, implacable, cubrió los campos en pocos segundos, y su gran resplandor se animaba bajo el azote del relámpago,

—«Felizmente,»—observó Miguel, después de un rato,—«las sementeras no han brotado aún. Hoy es..... 21, ¿no es verdad?»

—«21, justamente.»

— «Invierno lluvioso.»

—«¿Hay observaciones regulares que permitan afirmarlo?»—preguntó Phantomton.

—«No: pero la experiencia..... la tradición. A propósito ¿saben ustedes que hace frío? ¿No les parece que sería muy bueno encender la chimenea?»

—«¡Sublime!»

—«¿Qué prefieren: leña fuerte o carbón?»

—«La leña es mucho mas alegre,»—dijimos en coro.

—«Pues trae leña, Nicolás, y bastante ¿eh? de olivo y de ñandubay,»—ordenó Miguel a su criado.

A los pocos minutos, las primeras lenguas de llama lamían los trozos de madera que llenaban el hogar, saltaban las chispas, y estallaban, en frecuentes crepitaciones, las humedades en ellos encerradas.

Después del café, rodeamos la chimenea. Nicolás levantó la mesa, colocó en ella una bandeja con licores y copas, y pidió órdenes.

—«Vete a comer, y, cuando acabes, trae mas leña.»

—«¿Sabes, Miguel, que se me ocurre una cosa?»— dijo uno de los compañeros.

—«¿Cuál?»

—«Que seria muy bueno que hicieras traer mucha más, y, si hay quebracho, mejor. Tengo una idea.»

—«¿Incendiar la casa?»

—«Mejor que eso. Aunque no soy friolento, preferiría dormir aquí. Allá arriba no hay chimenea.»

—«¡Pero, hombre! tienes razón; no se me había ocurrido. ¿Has oído, Nicolás?»

—«Sí, señor.»

—«Bueno; ya sabes lo que hay que hacer.»

II.
Un gemido.

—«En una noche como esta»—dijo Miguel— «hace cinco años, ocurrió aquí un accidente singular. Nos hablamos venido a pasar unos días con mi padre, y estábamos sentados en este comedor, cuando el reloj dio las once,—‘¿No te parece que nos vayamos a acostar?’—‘Vamos.’—‘Mira, hay mucha leña ahí; podría saltar una chispa, y es mejor apagar estas brasas; échales un poco de agua con la jarra.’— Así lo hice. Una nube de vapor se levantó de los gruesos tizones que chirriaron bajo el chorro, y nos fuimos a acostar, después de apagar las luces. Iba yo delante para alumbrar con fósforos; llevaba la caja en una mano y una cerilla encendida en la otra, cuando un trueno formidable, algún rayo que cayó cerca, me hizo estremecer y soltar la caja, que cayó al piso bajo, pasando por la baranda de la escalera. Me preparaba a bajar para buscarla, cuando oí a mi padre que me decía:—‘No te preocupes, yo tengo aquí.'—En efecto, él hizo luz. Cuando llegamos al saloncito, encendió la lámpara de kerosene, dejó la caja sobre la carpeta, y nos sentamos junto a la mesa a comentar nuestras impresiones. En eso estábamos, cuando se le ocurrió alguna consulta.—‘Mira'— me dijo,—‘baja, y traeme de la biblioteca Les méteores de Rambosson. —Había llegado a la antesala, donde está el armario con los libros, y ya llevaba la mano al que buscaba, cuando otro trueno, mas fuerte aún que el anterior, me sacudió casi a punto de hacerme soltar el candelero. Al mismo tiempo, un gato infame, que estaba sobre el armario, me saltó encima y me apagó la vela. En eso oigo la voz de mi padre que gritaba: —‘¡Miguel! ¡Miguel! ¡ven pronto!’—Corro entre las tinieblas, y, en la confusión, busco la escalera y no la encuentro.—‘¡Miguel! ¡Miguel! ¡pronto!’ —gritaba mi padre. Busco, tanteo las paredes, llego a una ventana y se me ocurre abrir un postigo. A la luz de un relámpago, reconozco que estaba en el aposento que precede al de la escalera. Llego a ésta, y apenas he trepado cinco escalones, siento pasos precipitados hacia mí,—‘¿Quién va?’ —grito, y un formidable ‘¡Ñau!’ se confundecon la voz de:—‘¡Fuego!’ En un momento estoy arriba, y me encuentro a mi padre que procuraba extinguir un incendio con una almohada. Felizmente él estaba ileso. Arranco la carpeta con todo lo que había encima, saco las cobijas de nuestras camas, y consigo dominar el fuego.—‘Y ahora ¿qué hacemos?’—‘¡Luz!—‘Sí, pero usted tiene los fósforos!’—'¿Qué quieres que yo los tenga, muchacho, si han ardido como pólvora?’—‘Pues voy a buscar los que se me cayeron.’—Bajo la escalera y empiezo a tantear por el suelo. Nada. Abro un postigo, y, a) ver luz, se me avalanza el gato, me da un susto, atropella un vidrio, lo rompe y se escapa. Después de media hora de tarea inútil, vuelta a subir, y buscando entre los bolsillos de una levita que había en mi ropero, encuentro un fósforo. Ahora el problema:—‘¿Qué se hace con este fósforo? ¿Ir a buscar el candelero y prenderlo en la antesala, o bajar y encenderlo cerca de la caja de fósforos?’—‘Esto’— dijo mi padre. Bajo, y calculando por donde habría caido la caja, enciendo el fósforo, y una racha, engolfada por el vidrio roto, me lo apaga.—‘Y ahora ¿qué hacemos?’—preguntaba desde arriba.—‘Y ¿qué hacemos?’—le decía yo desde abajo.—‘Acostarnos al tanteo.’—‘Eso es muy bueno; pero.....y.....las cobijas?’—‘¡Diantre, tienes razón: tomaremos las de tus hermanas.’—'¿Y las llaves?’—‘¡Otra!’—‘Pero ¿cómo fue la cosa?’—‘Ese gato maldito que entró corriendo, saltó por sobre la mesa, se llevó la lámpara por delante, la volteó y la hizo pedazos sobre la carpeta; de aquí el fuego. Bien, hijo mío, si no se te ocurre algo mejor que a mí, yo, por mi parte, me voy a acostar sin cobijas.—‘Pues yo me quedo a buscar los fósforos.’—Haría media hora que buscaba, tanteando el suelo, cuando oigo que mi padre se reía a carcajadas.—‘¡Miguel! ¡Miguel! ya tengo luz!’— ‘¿Dónde?'—‘¡En poder de Nicolás, hombre de Dios!' —'Yo creía que en Los Meteoros de Rambosson,' —le contesté con ironía, al ver que a ninguno de los dos se nos había ocurrido empezar por ahí. Llamé a Nicolás, y todo se facilitó entonces. Era la una de la mañana.»

Festejamos la narración, por la rapidez con que fue hecha, y Edwin, poniéndose de pié, y acercándose a la mesa para servirse de una de las botellas, preguntó:

—«¿Y la caja de fósforos?»

— «Cien veces había estado a un centímetro de ella.»

—«En una noche como esta»—dijo Roberto—«yo tuve que pasarme ocho horas con el agua helada hasta la rodilla, en una inundación del Rio Negro de Patagonia, hace algunos años. Todavía me hielo al recordarlo. Voy a probar un poco de whisky yo también.»

—«En una noche como esta»—dijo Alfredo— se me voló el techo de zinc del rancho que había alzado y tomé el baño de lluvia fría más largo que se puede recetar como ejemplo de mortificación.»

Viendo que Edwin no decía nada después de algunos minutos de silencio, me pareció que había llegado mi turno:

—«En una noche como esta, en Tucuman, mis compañeros y yo, entre los bosques, recibimos hospitalidad en una ramada, cuyo suelo, más levantado en el medio, a lo largo, nos permitió colocar los recados con las cabeceras en esa parte mas alta. Al otro día, al despertar, nos faltaba una pierna.»

—«Y ¿qué se había hecho?»

—«Estaba escondida bajo el agua.»

—«¿Y no habían sentido?»

—«¿Qué íbamos a sentir? ¡si era en Verano!»

— «¡Pero eso es inverosímil!»

—«¿Por qué? si las ropas, empapadas por el aguacero, estaban mas frías que el baño.»

—«¡Hem!»

—«Los que han recorrido el Chaco cuentan cosas semejantes, y con frecuencia.»

—«Lo que es por mi parte»—agregó Roberto— «justifico mi afirmación con el testimonio del ejército del Rio Negro en 1879, Lean, si no, el librito de Prado, al tratar de la inundación. Ciento ochenta y cinco horas estuvieron algunos soldados con el agua helada hasta la rodilla.»

—«Es cierto;»—dijo Miguel—«lo he leído, y lo he oído,»

Edwin Phantomton había guardado silencio hasta entonces. Sentado cerca de la chimenea, con la mirada fija en el fuego, y los dedos entrecruzados, apoyaba los codos cerca de las rodillas.

De pronto se incorporó.

—«En una noche como esta,»—dijo—«me encontraba en la India.....»

Su palabra fue bruscamente interrumpida.

Un gemido profundo y doloroso pareció escaparse de un pecho de mujer.

Al sentirlo, al experimentar a lo largo del espinazo un estremecimiento de frío, saltamos como con resortes y nos pusimos de pié.

—«¿Qué es eso?»—preguntamos en tono alto y vibrante.

Edwin conservaba su misma actitud.

—«Es un gato»—dijo Alfredo, procurando sonreír.

—«Eso no es un gato»—dijimos los demás, menos Edwin,

—«Ese quejido es de mujer,»—observó Miguel.

—«Lo es»—repetimos.

Con mano nerviosa, Miguel se apoderó del cor-don de una campanilla y tiró de él.

—«Todas las mujeres que hay aquí, son viejas,»—agregó—«y ese gemido es de mujer joven,»

Nicolás entró precipitadamente.

—«¿Hay ahora alguna mujer joven en esta casa?»

—«Ninguna, que yo sepa, señor.»

—«Corre, y pregúntaselo al Administrador, y, si te dice que no, toca en el acto la campana de alarma.»

—«No es un gato»—dijo Edwin; y por cada una de sus mejillas pálidas corría una gruesa lágrima.

Un minuto después sonaba la campana, y se oían voces.—«¿Qué hay?»—«¿Qué hay?«—«¿Quépasa?»

—«El patrón los necesita?»—contestaba Nicolás a todos.

Miguel abrió la puerta y salió al corredor.

Numerosos peones venían de diversas partes.

—«Acabamos de sentir un gemido de mujer joven,»—dijo Miguel,—«y es necesario que ahora mismo recorran los alrededores para ver lo que hay. Nicolás, pon luz en todos los cuartos, y abre los postigos de las ventanas.»

Edwin estaba mudo.

Revisamos todos los aposentos, altos y bajos.

Nada.

—«Yo voy a la torre»—dijo Roberto.

—«Te acompaño,» —agregó Alfredo.

Tomaron una vela y se encaminaron a la torre.

En el aposento mas bajo se detuvieron y oímos luego sus pasos que continuaban la ascensión.....

Al cuarto de hora estaban otra vez en el comedor.

No había nada.

Después de hacer pesquisas en todo sentido, los peones regresaron.

—«No hemos encontrado nada, patrón,»—dijeron.

—«Pero esto no puede ser ilusión; lo hemos oído bien los cinco. Dígame, señor Edwin, usted que es mas flemático que nosotros, y que no se ha movido ¿cree que pueda ser ilusión?»

Edwin estaba mudo, pálido, frío.

Aquella realidad palpable era mas grave. Miguel corrió hácia un armario y sacó de él un frasco de agua de Colonia, con la que empezó a frotarle las muñecas.

—«¿Tienes eter?»—le pregunté.

—«Sí, en ese mismo armario, tercera tabla, a la izquierda.»

Se le aplicó a la nariz un pañuelo con éter, y Edwin volvió en sí.

—«¿Se siente usted mal?»

—«No, señor; gracias; esto ya pasó.»

—«Pero ¿qué ha ocurrido?»

—«Nada, nada; hoy no; por favor, no me pregunten más. Yo les advertí que mis nervios no anunciaban nada bueno.»

La cortesía mas elemental nos obligaba a guarda silencio.

Nicolás, acompañado por uno de los peones, mocetón ágil y mañoso, colocó la mesa a un lado, y trajo camas que distribuyó en el comedor. De las piezas altas bajó colchones y ropas, y después de tendidas, y todo dispuesto, pidió órdenes.

—«¿Qué toman ustedes por la mañana?»

—«Té.»

—«Café.»

—«Mate.»

—«Ya lo has oído. Echa unos trozos de quebracho en la chimenea, y acuéstate.»

Eran las once y media.

—«Dime, Miguel, ¿quién habita la torre?»—preguntó Alfredo.

—«Nadie, ¿por qué me lo preguntas?»

—«Al subir al segundo aposento, hemos visto, junto a una mesita de trabajo, un anciano que examinaba planos y manuscritos.»

—«¿Estás soñando?»

—«Roberto lo ha visto también.»

—«Sólo falta que les haya dicho: ‘Buenas noches'.»

—«Y nos ha contestado el saludo,» —observó Roberto.

—«Acompáñenme; yo también quiero verlo.»

Miguel tomó el camino del mirador en compañía de sus dos amigos.

—«¿Y?»—pregunté cuando bajaron.

—«Ilusiones de estos. ¿Qué tipo tenía el anciano?»

—«Un lindo tipo: frente despejada, nariz aguileña, bigote blanco y poblado, cabellera de nieve, cejas abundantes y de pelos largos.»

—«¿Ojos?»

—«Oscuros.»

—«¿Traje?»

—«Militar.»

—«¡Pero ese es el retrato de mi abuelo!»

—«Nunca lo he visto,»—observó Roberto.

—«Yo tampoco,»—agregó Alfredo.

—«¿Cómo no? ¿Y no estuvieron en la sala, hace un rato, cuando el gemido?»

—«No hemos estado en la sala.»

—«Bueno: vamos allá.»

Tomó Miguel la vela y se encaminó hacia la sala. Allí, en una de las paredes, estaba suspendido un retrato al oleo del viejo General.

—«¡Es idéntico!»—exclamaron a un tiempo los dos amigos.

—«Si es así, no hablemos más de este asunto; mañana tendremos oportunidad de hacerlo.»

Nos acostamos, abrigándonos bien, y habríamos dormido si hubiésemos podido,

Pero las voces lejanas de los animales, el rumor de las hojas, los ruidos del viento al engolfarse en la chimenea, el azote de la lluvia en los techos, formaban un gran coro misterioso, en el que parecíanos distinguir aquel lamento, traducción incomprensible de un dolor infinito. El sueño, bálsamo tibio, tendía sus grandes alas sobre nuestras cabezas, y cuando estaba a punto de envolvernos y dominarnos, un nuevo rumor lo alejaba, como esas brisas desiguales que levantan, de la superficie próxima, las grandes aves marinas.

En la chimenea descendía el nivel de las brasas cubiertas de ceniza; un resplandor cada vez más tenue anunciaba la próxima extinción, y la oscuridad creciente borraba las formas indecisas de los cuerpos.

De tarde en tarde oíase la voz del trueno nacido en la distancia, mientras el viento y la lluvia, monótonos, fríos, iguales, acariciaban nuestros oídos con sus tonos y nos filtraban un adormecimiento fugitivo.

En medio de la lucha por conciliar el sueño, y la influencia extraordinaria que ejercían en nuestro espíritu inquieto el eco del gemido y la aparición del anciano en la torre, se extinguió la última brasa, y reinó en el aposento la mas completa oscuridad, no interrumpida ni siquiera por el resplandor de los últimos relámpagos.

Calmó el viento, y paró el aguacero, que se transformó en llovizna, lo que se nos ocurría como interpretación de un ruido de gotas que se sentían caer de una manera rítmica.

Una modorra creciente nos anunciaba el triunfo inmediato del sueño, y estábamos a punto de dormirnos, cuando resonó la voz de Edwin, clara, lenta, solemne, y que decía en inglés:

—«En nombre de Dios, déjame en paz.»

—«En nombre de Dios te lo be jurado,»—dijo en el mismo idioma una voz de mujer, blanda, suave, argentina; pero firme y expresiva de una voluntad inflexible.

Si solamente hubiéramos oído la voz de Edwin, habríamos pensado que soñaba, y le hubiéramos despertado; pero aquella voz de mujer nos llevó a la situación extrema de la sorpresa. Todos a un tiempo encendimos una cerilla y preguntamos:

—«¿Qué es eso?»

Phantomton, sentado en la cama, con las manos cruzadas en el pecho y los ojos abiertos por el espanto, resplandecía de palidez.

—«¿Está usted soñando? ¿se siente usted mal?» —le preguntamos.

—«No, señores: no estoy soñando. Me siento efectivamente mal; pero no se incomoden ustedes, porque, para mí, no hay remedio. Después, después; hoy no. Si ustedes me permiten, llevaré la cama a otro aposento, para no incomodarlos más, porque yo debo dormir con luz.»

—«¡Ni pensarlo! la luz no será una molestia.»

—«Gracias.»

Miguel se levantó, encendió una vela y la colocó sobre la mesa.

Durante un cuarto de hora» conversamos de nimiedades» hicimos comentarios sobre la tormenta, y propusimos diferentes medios para dormir, excluyendo, como era natural, los recursos médicos, cuando éstos se manifiestan como píldoras ó bebidas.

—«Yo cuento»—dijo uno—«y generalmente, al llegar a doscientos, me quedo dormido. Pero hoy he pasado de tres mil.»

—«Yo rezo»—agregó otro—«y empiezo a roncar a medio rosario.»

—«Pues yo»—dijo el tercero—«he hallado un libro que es un bálsamo. Jamás he ido más allá de la primera página.»

—«Feliz autor; y ¡cómo haces su elogio!»

—«El inconveniente que ofrece, es que me quedo con la vela encendida, porque su virulencia narcótica es de una energía tal, que me duermo sin transición: seco, ¡zás! Bastante falta me ha hecho hoy; pero ¡qué idea! Tú lo tienes en la biblioteca, Miguel; voy a traerlo.»

—«Pues yo»—observó el cuarto—«me duermo cuando se me antoja, en cualquier momento, y donde quiero. Pero es necesario que la voluntad sea firme y que nada la distraiga,»

—«Yo duermo bien siempre,»—dijo Edwin—«pero a condición de no estar a oscuras. Sano» fuerte y metódico, duermo a la hora debida; pero, si la luz se apaga, horribles pesadillas me despiertan, y quedo mal por un tiempo variable.»

Alfredo trajo de la biblioteca el libro indicado.

¡Qué excelente soporífico!

Alfredo había exagerado.

Antes de terminar la mitad de la primera página, dormíamos como lirones.

III.
Las luces de la torre.

Cuando despertamos al día siguiente, era tarde ya; más de las nueve

Conocedor de las costumbres de su patrón, Nicolás no había querido despertarle, ni tampoco a nosotros. Era lo mismo. El viento se había calmado; pero la lluvia seguía, alternando los chaparrones con la llovizna. Salir a cazar, con tal tiempo, parecía una locura, y optamos por permanecer en casa, dedicándonos a nuestras tareas de predilección.

El cielo cargado y oscuro tendía sobre los campos su lúgubre manto, y el espíritu, sobrecogido por la melancolía del ambiente, parecía inclinarse más a la meditación que a las emociones del paisaje y del ejercicio.

Repasamos las armas, arreglamos el producto de la cacería de la víspera y nos dedicamos a pasear por los corredores, a conversar, y a fumar. Cuando llegó la hora del almuerzo, nos asemejábamos a un grupo de penitentes, pálidos, graves, cariacontecidos. Por suerte, el ánimo se rehizo después del primer plato, y, al terminar, prolongamos la sobremesa hasta las 2 de la tarde, cuando Miguel ordenó que se encendiera la estufa, porque el frío, tolerable basta entonces, se volvía crudo.

Roberto, sentado cerca del fuego, dijo a Miguel:

—«Me parece que anoche nos dejaste pendientes de una explicación, y se me ocurre que no somos tímidos ni supersticiosos en suficiente grado como para que guardemos silencio sobre lo que se relaciona con el anciano de la torre.»

—«¿Han oído ustedes alguna vez que yo sea sonámbulo, o me han visto, en cualquier ocasión, levantarme y proceder como tal?»

—«Nunca,»—dijimos.

—«Si lo fuera, mi familia me lo habría comunicado, o se me hubiese sometido a un tratamiento, ¿no les parece?»

—«Seguro.»

—«Bien, pues; creo que no soy sonámbulo, y que lo que voy a referirles corresponde a la pesadilla, al simple ensueño, a la alucinación en todo caso, y de ningún modo al sonambulismo.»

Estrechamos más el círculo para oir mejor.

—«Más de una vez me ha sucedido recordar, al despertarme, que me había levantado durante la noche, é ido a la torre, llevando en la mano una vela encendida, y que, al llegar al aposento donde ustedes vieron o creyeron ver un anciano, me sentaba junto a la mesita que hay allí, y que, un momento después, aparecía ese anciano, retrato idéntico de mi abuelo, o espectro fiel mismo, tomaba asiento frente a mí, con aire grave, é iniciaba largas conversaciones, de las que jamás he podido conservar nada, con excepción de algo relativo a unos papeles que me recomendaba examinar. La primera vez que esto me sucedió fue, más o menos, —permítanme: dígame, Phantomton: ¿en qué época fue presentado usted en casa?»

—«Casualmente hará un año el 25.»

—«Yo estaba entonces aquí, y regresé a la ciudad a principios de Julio; de modo que debe haber sido allá por el 28 o el 29 de Junio. Bueno, esto no importa; el hecho es que hará próximamente un año. Desde entonces, el fenómeno se ha producido cinco veces, y he guardado hasta ahora el mayor secreto, pensando que no debía distraer la atención de nadie con lo que consideraba un sueño. Pero, en vista de lo que ustedes dos han observado anoche, debo romper el silencio, señalando, cuando menos, la extraordinaria circunstancia de coincidir la alucinación de ustedes con la mía.»

—«Y ¿por qué llamas a eso una alucinación, Miguel?»—preguntó Alfredo.

—«¿Por qué? porque hace veinte años que mi abuelo está enterrado en la Recoleta.»

—«Yo llamaría a eso una aparición.»

—«Puedes darle el nombre que quieras; puedes creer en aparecidos; lo que es yo, soy duro para aceptarlos.»

—«Dime una cosa, Miguel,»—pregunté —«¿has subido alguna vez a la torre, llevando luz?»

—«Anoche, con Roberto y con Alfredo.»

—«¿Y antes?»

—«Nunca.»

—«¿Has averiguado si alguna persona ha visto luz allí, estando tú en la estancia?»

—«Ni se me ha ocurrido tal cosa»

—«En tu lugar, yo lo averiguaría.»

—«No hay inconveniente.»

Miguel tocó un timbre y apareció el criado.

—«Díme, Nicolás ¿ has visto alguna vez, de noche, hallándome yo en la estancia, luz en la torre?»

—«Sí, señor; dos veces.»

—«¿Como a qué hora?»

—«Después de media noche.»

—«¿Y qué has pensado?»

—«Que era usted.»

—«¿Y nada has oído?»

—«Sí, señor; en esas dos ocasiones, otros habían visto lo mismo que yo, y, en tres más, yo no lo había visto.»

—«¿En tres más? ¿de modo que son cinco?»

—«Sí, señor.»

—«¿Y qué decían?»

—«Los peones decían que el patrón andaba por la torre, sin duda porque no tenía sueño.»

Nos miramos y callamos.

—«Puedes retirarte—ah! no, espera: es mejor que enciendas luces; esto se va poniendo oscuro.»

—«Bastante oscuro, sí,»—agregó Roberto.

Cuando Nicolás se retiró, Miguel estaba pensativo.

—«Pero entonces, si yo he estado en la torre, es porque soy sonámbulo.»

—«Usted no es sonámbulo,»—dijo Edwin—«porque, si lo fuera, no recordaría lo que le ha pasado.»

—«Pero es que yo no recuerdo.»

—«Usted recuerda, aunque haya olvidado las conversaciones; y no completamente, porque dice que el espectro le ha habiado de papeles que debe examinar. ¿Lo ha hecho usted?»

—«¿Qué quiere usted que examine? esos papeles que hay en la torre no se pueden examinar ni en un mes de tarea asidua Hay algunos que llevan fechas hasta del siglo pasado.»

—«Pues yo creo que usted debe examinarlos, aunque para ello tenga que emplear un año. No sería usted el primero que recibiera avisos de esta clase.»

—«¿De modo que usted me aconseja que me vuelva supersticioso?»

—«¿Por qué dá usted a eso el nombre de superstición? ¿Le parece mejor guardar la espina del sonambulismo? Yo creo en esas visiones y en esos avisos, y creo firmemente.»—dijo Edwin, golpeándose la rodilla derecha con la palma de la mano.

—«¿Qué te parece?»—me preguntó Miguel.

—«Que el señor tiene razón.»

—«¿Es posible? ¿tú también?»

—«¿Por qué no? ¿No soy de carne y hueso como los demás? ¿Piensas que no soy sensible a las impresiones de lo inesperado, máxime cuando pertenece al mundo de los misterios, y cuando ello toma formas espeluznantes como el gemido de anoche y la aparición del anciano en la torre? ¿No te ha corrido un frío a lo largo del espinazo cuando el sirviente dijo que habían visto cinco veces luz? ¿No has estudiado Química, como cualquiera de nosotros? ¿No te acuerdas de lo que es un fuego fatuo? ¿No lo has visto o repetido veinte veces en el laboratorio? Y, sin embargo, cuando recorriendo el campo, de noche, te has cruzado con uno, ¿no has sentido carne de gallina? ¿no se te han parado los pelos?»

—«¿A dónde vas con esa série de preguntas que nada tienen que ver con el asunto de los avisos?»

—«Voy a desviar un poco el tema, porque no es propio de jóvenes alegres como nosotros que seamos tan pertinaces en una conversación que mantiene nuestros nervios tendidos como las cuerdas de un violín.»

—«No digas eso: antes, por el contrario, dime ¿tienes algún motivo real que te autorice a creer en los avisos de las apariciones o de las pesadillas?»

—«Sí, y voy a referirles uno. Cierta noche, un

Comandante soñó que compraba un número de lotería. Al despertar por la mañana, se acordó que era el 22 del mes; que ese día era el cumpleaños de su novia, y que podía tentar la suerte. Llamó al asistente y le ordenó fuese a una agencia próxima y le comprara el primer número entero que encontrase. Cuando volvió, el Comandante quedó perplejo: era el 4963, el mismo que él había soñado.— ‘¿Por qué has traído este número?’—‘Porque fue el primero que me cayó a la mano, como usted me ordenó.'—‘Anda; si me saco la grande, no has de afligirte mucho,'—El asistente salió, y el Comandante expresó su alegría con movimientos infantiles:—‘¡4963!'—repetía sonriendo:—‘pero ¿qué es esto? 4 y 9,13, y 6,19, y 3, 22, y hoy cumple veintidós años fulanita!—esto parece imposible!'—Guardó el billete, se vistió y salió a la calle. Sin querer, se fijó en el número de su casa: 796, suma 22, A la tarde fue a comer con su novia, y, al mirar el número de la puerta: 895, suma 22. Antes de comer, le dieron 22 mates, y había 22 personas en la mesa, y, después de los postres, refirió a todos cuanto le había pasado, y todos celebraron la cantidad de coincidencias, y él, bajo sobre, entregó a la novia el billete de lotería. El día 22 del mes siguiente se casó.»

—«Sí, pero.... y el billete?»

—«Qué diablos! no tenía nada. La grande salió en el 18,544.»

—«Suma 22,» —observó Edwin, suspirando, lo que ocasionó más risa que el cuento.

Miguel se mantuvo grave. En sus ojos leía la intención de tratarme de impertinente, y yo tenía gana de decirlo a todos ellos, para provocar una riña y abandonar así una conversación tan lúgubre. Mas no pude conseguirlo.

—«Tu cuento»—dijo—«será tan gracioso como quieras; pero no tiene nada que ver con nuestro tema. La verdad es que los avisos no me preocupan mucho; pero esas luces en la torre, eso me parece mas serio.»

—«Preocúpate, Miguel;»—dijo Roberto—«mientras el mal tiempo nos mantiene aquí encerrados, te podremos ayudar a poner esos papeles en orden.»

—«Ya lo están; lo que tendría que hacer sería leerlos.»

—«La verdad es que hay lectura en ellos como para algunas semanas.»

—«Díganme, ¿están ustedes seguros de haber visto al viejo General?»

—«¿Por qué lo dudas?»—preguntó Alfredo.

—«¿Piensas que hay en nosotros algún interés en engañarte?»—dijo Roberto.

—«¡Es tan extraordinario todo estol Pero, ¿qué papeles examinaba?»

—«Tenía un mapa de Inglaterra y un plano,» —respondió Roberto.

—«Y el plano ¿de qué?»

—«No sé. ¿Lo viste tú, Alfredo?

—«Lo vi, pero no sé lo que era; tenía también junto a sí una carta escrita en papel azulado.»

Mientras Miguel conversaba con Alfredo y con Roberto, miré a Phantomton que estaba de lado, me puse de pie, y me dirigí hacia la mesa.

—«Señor Phantomton» —le dije— «¿quiere usted permitirme un momento?»

—«¿Cómo no?»—y se levantó.

—«¿Tomaría usted a mal que trazara su silueta en un papel?»

—«¿Por qué motivo habría de tomarlo a mal?»

—«Entonces tenga a bien sentarse aquí.»

Colocando junto a la pared una silla de lado, Edwin se sentó, y después de interceptar las luces, menos una, dibujé el perfil que se proyectaba en sombra en la pared. Cuando hube terminado, le di las gracias, miró el contorno, y volvió a ocupar su asiento junto a la chimenea.

—«Miguel, hazme el servicio de venir un momento. Siéntate aquí; vas a ver una cosa que llamará tu atención.»

Sin decir una palabra, se sentó y tracé su perfil en otro papel. Cuando hube terminado, dije a los demás, que observaban la operación:

—«Ustedes han visto lo que acabo de hacer. En uno de estos papeles, he trazado el perfil de Miguel y en el otro el del señor Phantomton.»

—«Así es, en efecto.»

—«¿Cuál de estos es Miguel y cuál el señor?»

—«Pero ¡hombre! qué cosa tan particular!»—dijo Alfredo, que era el más dibujante de todos,—«se confunden, como si el uno fuera la proyección del otro.*

—«Es curioso, eh? Dos individuos de distinta raza, de diferente familia, nacidos en países y climas tan diversos, y que tengan un perfil tan idéntico!»

Alfredo superpuso las dos hojas de papel, e hizo coincidir las siluetas al trasluz.

Idénticas.

—«Y sin embargo, no es posible confundirlos.»

—«Bueno fuera: el uno es rubio, el otro tiene pelo negro; el uno es blanco rosado, el otro casi trigueño; el primero tiene ojos azules, el segundo pardos.»

—«Las mismas gotas de agua son diferentes»— observó Roberto.

Miguel quedó más pensativo que antes. Ni siquiera se movió cuando Nicolás entró a tender la mesa, y guardó un silencio ofensivo.

Al traer la sopera y colocarla en su sitio, Nicolás se acercó a él y le dijo:

—«Señor, la comida está en la mesa.»

—«Ah!»

Se puso de pié y ocupó su asiento. Al desdoblar la servilleta, se sonrió, y mirándonos con malicia, dijo:

—«¡Yo supersticioso! Hoy brindaremos a la salud del viejo General. ¡Pero, hombre! ¡qué casualidad! Mi abuelo hubiera cumplido años hoy, como la novia de tu Comandante.»

—«¡A la salud de la novia!»

—«¡A la del General!»

—«¡A la del Comandante!»

—«¡A la del 18.544!»

—*¡Vaya, hombre! al cabo parecen gente; a la salud de ustedes.»

—«Gracias.»

Por necesidad, o por cortesía, no hubo caras lúgubres durante la comida. Cada uno ofreció su contingente de chiste, y hubo anécdotas y cuentos azules mirados al través de un cristal amarillo.

Pero volvió la sobremesa, y en su compañía las alusiones a los temas graves. Hubiera sido preferible dedicarse a la música, al ajedrez, y áun al truco, juego que, por parecerse tanto a la política de nuestra tierra, podría habernos sugerido el deseo de ocuparnos do ella; precisamente para que los ánimos se apasionaran y no se tocasen las escabrosidades de la superstición o sus análogas

Roberto arrojó una vez más entre nosotros la tea incendiaria, mirando a Edwin, ya pensativo, y a quien lanzó a boca de jarro las siguientes palabras:

—«Tengo, señor Phantomton, un gusto marcado por los temas horripilantes y me interesan tanto más cuanto mayor es el sufrimiento que me causan.»

—«Señor, yo no soy médico; pero se me ocurre que esos temas, a la larga, deben causar mucho daño al sistema nervioso, si no es que ya está dañado cuando tal gusto se desarrolla,»

Roberto no quedó complacido con esta observación. Pensaba que la integridad funcional de sus nervios era algo perfecto, y creyó que aquello envolvía una insinuación maliciosa. Pero Edwin era tan correcto, tan cortés, que se sintió desarmado. A pesar de todo, le pareció que debía defenderse.

—«Yo no he hablado,,—dijo—«del horripilante vulgar, que espanta sin espiritualidad; sino de aquel que revela las gracias de la fantasía y la subyuga en los lectores, o en los oyentes, como en la noche la sombra de un bosque cargado de perfumes y de rumores.»-

—«¡Ah! usted habla del pavor de lo sublime.»

—«Probablemente sí.»

—«Oh, señor; usted seguramente ha buscado esas emociones en los libros, y no en la realidad,»

—«Es cierto: pero, para mí, el gemido de anoche es de esa categoría, y mayor su interés por lo mismo que es tan misterioso.»

—«Usted no encontrará jamás, en los libros, narraciones tan pavorosas como las emociones de ciertas pesadillas, y puedo asegurarle que, en muchos casos, la realidad se sobrepone a todo.»

—«Habla usted de una manera tan categórica, que cualquiera creería que ha sido víctima de algo real que se sobrepone a todo.»

Edwin miró a Roberto de un modo extraño.

Este continuó:

—«Las voces que hemos oído anoche, la expresión de usted cuando pudimos verle, y lo que usted nos dijo, son signos que revelan algo muy grave.»

—«Oh! sí, muy grave!»

—«¿Quiere usted hacernos depositarios de su secreto, si le inspiramos bastante confianza?»

—«Toda la confianza que usted se puede imaginar; pero abrigo la convicción de que, el referir las realidades que me afectan, podría autorizar a cualquiera a pensar que no procedo con toda urbanidad.»

—«Si a usted no le es agradable referírnoslas,»— le dijimos—«cualquier insistencia de parte nuestra sería una descortesía; pero, si lo que usted teme es afectarnos, o sacudir nuestros nervios, abandone semejante preocupación.»

—«Sí, debo hablar; debo hablar al fin, porque mi secreto me consume y aniquila. Ustedes han sido tan bondadosos conmigo, que lamentaría afligirlos; pero, por otra parte, no crean ustedes que estará mi narración privada de egoísmo ni de graves consecuencias.»

Ante aquellas declaraciones se duplicó nuestra curiosidad.

IV.
Nelly.

—«Señores»—dijo Edwin con aire resuelto—«yo amo la vida, y tanto más cada vez, cuanto mayores son mis sufrimientos* Con el mismo apego a ella, otros ya habrían acabado con la suya,

«No conocí a mi padre, y, siendo muy niño, perdí a mi madre. Me educaron con severidad, y, cuando hube terminado mis estudios, viajé por Europa y me detuve con predilección en Alemania, donde practiqué el idioma, que llegué a dominar, lo que me permitió adquirir un conocimiento relativamente profundo de su literatura extraordinaria. Goethe, Schiller, Hoffmann y Heine reinaron en mi espíritu, y la imaginación serena del estudiante inglés penetró en los mundos encantados de la fantasía germánica.

«Volví a Inglaterra.

«Me llamaba un afecto juvenil que no habían hecho palidecer los estudios ni los viajes. A mi vuelta, Nelly me esperaba con los brazos abiertos, y en sus grandes ojos leí su amor. Acababa de cumplir ella diez y ocho años, y pronto se formó entre nosotros el nudo de un compromiso formal. Yo había saludado ya mis veintitrés, y mi posición era desahogada. Pensé casarme. Pero una circunstancia imprevista me obligó a suspender momentáneamente tales proyectos. Yo tenía un protector des conocido, una persona que no he visto jamás, y cuyos consejos, seguidos por inclinación y sin violencia, me llevaron siempre como de la mano hasta obtener el éxito en todas mis empresas.

«Por indicación suya entré en la carrera diplomática, cuyo acceso me fue facilitado ccn buenas recomendaciones. Quince días después del ingreso, debí partir con un Ministro a Constantinopla en calidad de agregado. Nelly lloró mucho, y entonces tuve oportunidad de conocer que su sensibilidad era extrema. Su índole telepática causaba asombro, y muchos médicos distinguidos se empeñaron en que la familia les permitiera examinarla y someterla a prueba.

«Por mi parte, no atribuía grande importancia a esa clase especial de sensibilidad, y me bastaba que supiera comprenderme y expresarme su afecto con una dulzura y una profundidad que más contribuían a idealizar mi pasión que a vincularla con las realidades de la vida.

«Paseando un dia con ella, nos sentamos junto a una roca en la playa marina.—‘Tengo miedo del mar, Edwin'—me dijo con aire triste.—‘¿Miedo del mar? y ¿por qué tienes miedo?'—No sé; en el mar hay abismos profundos, y, al pasar por ellos, el corazón se endurece.’—‘¡Oh, Nelly mía,el corazón de tu Edwin no cambiará jamás, porque ha de guardar, como un tesoro celeste, la imagen de su adorada.'—‘Tú hablas del porvenir como si lo hubieras encadenado a tu destino. ¿No me olvidarás nunca?’—‘Nunca.'—‘¿En ningún momento?’ ‘Jamás, y mi fidelidad será un modelo; en nombre de Dios, te lo juro.'—‘En nombre de Dios, yo te lo juro también.'

«Nos pusimos de pie, y tomándola de la mano, la acaricié, y continuamos nuestro paseo. En su rostro se borró toda huella de angustia, y sólo vi, desde entonces, que se exteriorizaba en él una tranquilidad da espíritu digna de bañar la cara de los ángeles pintados por Rafael.

«Llegó el momento de la partida, y entonces comprendí lo dolorosa que sería para Nelly nuestra separación, a juzgar por mí.

«Pensé que sería mejor realizar nuestro enlace, y viajar juntos. Hablé con el Ministro, y me aconsejó que desechara semejante idea.—‘Nuestra misión no es larga;’—me dijo—‘pero debemos conservar toda nuestra libertad de acción, y una mujer, en compañía nuestra, y en particular una niña tan delicada como la señorita Nelly, sería un inconveniente grave.'—No insistí.—‘No insistas Edwin,'— me dijo el padre de mi novia;—‘el Ministro no te ha comunicado cuál es la misión que lleva, porque es secreta; pero seguramente ella está vinculada con asuntos del Egipto.'

«Partí. Y ¡cosa extraña! yo también tuve miedo del mar, lo que es indigno de un hombre, y especialmente de un inglés. Aquellos abismos me perseguían. Soñaba, a veces, que un monstruo verde surgía de su seno salado; que de sus ojos glaucos se desprendía un reflejo frío de perlas, y que, al tocarme el corazón, lo transformaba en peñasco y lo mordía En el rumor de las olas oíalos lamentos de Nelly, y, a veces, me despertaba con los ojos húmedos de lágrimas.

«Poco a poco, la alegría renació en mi corazón; pero habría preferido viajar por el Continente, y no ir a Constantinopla penetrando en el Mediterráneo por el Estrecho.

«Nuestra permanencia en Constantinopla fue breve. Cierta mañana, al saludar al Ministro, me dijo: —‘Hoy nos embarcamos; iremos a Alejandría’.— Desde entonces, estuve al corriente de los sucesos, que poco pueden interesar a ustedes por ahora. La idea del viaje a Egipto me llenó de ilusión, y, en vez de soñar con abismos y monstruos, ya no pensé sino en viajar. Antes de penetrar en los Dardanelos, había mirado con indiferencia las costas y el cielo de Grecia, y aquellos campos del Asia Menor que en un tiempo fueron testigos de las hazañas de Ulises y de Aquiles. ¡Iba a Egipto! ¡Qué cambio! La Iliada tuvo para mí un sentido más sublime que antes, y, cuando nos detuvimos en Atenas, pensé que renacían todas las glorias de sus hombres y to do el esplendor de sus dioses. Se hubiera dicho que las montañas que veíamos a la distancia, y que nombrábamos, estaban envueltas en aureolas olímpicas, y entonces comprendí cómo Byron había podido ser subyugado por sus sentimientos poéticos hasta sacrificar la vida en holocausto de la Grecia.

«Llegamos a Egipto, y desembarcamos en Alejandría.

«Todos mis estudios sobre aquel país misterioso, todo lo que de él había oído o leído surgió en la memoria como si lo evocara el encanto.

«Ustedes se encuentran en condiciones de apreciar mi situación, y podrán imaginarse que nadie hubiera dicho sino que viajaba por vez primera. Saben también todo lo que un joven estudioso y entusiasmado puede hallar en Egipto, ya sea por las realidades que se conservan, ya por sus recuerdos. Me bañé, me saturé de aquel aire pesado y ardiente, como una golondrina en el efluvio primaveral; y a medida que la inteligencia se encantaba con el suelo, las ruinas, los itinerarios de Cambises, de Alejandro, de Sesostris, con los Ibis, los jeroglíficos, el Nilo y Moisés, las pirámides y el cielo puro.... la imagen de Nelly se diluía en las transparencias de los sueños egipcios. En aquel clima, en aquel medio, mi naturaleza juvenil me llamó al desorden, y sentí, con todo el vigor de un asiático, que la sangre me bullía, y que un capricho extraordinario, incomprensible, se apoderaba de mi razón. Vi una Almea, y me trastorné. Ustedes han vivido, y saben lo que es un capricho. Conquista fácil, sólo conservo, en mi espíritu, el dejo amargo de haberme vuelto loco. Aquella noche oí un gemido profundo y doloroso, el alma toda de Nelly, que llegaba hasta mí, en la brisa africana, como un reproche, y penetraba en mi conciencia, mordiéndome el corazón perjuro.»

Edwin guardó silencio por algunos instantes.

Apoyando los codos en las rodillas, se apretó las sienes con arabas manos, cual si estuviesen a punto de estallar por la tensión extrema de sus recuerdos de dolor. Se puso de pié, y halló tanta sorpresa en los ojos atentos, y un mundo tal de emociones contenidas por nuestros labios silenciosos, que se alejó de la chimenea y empezó a pasearse por el comedor sin decir una palabra.

¿Quién de nosotros se hubiera atrevido a dirigirle una sola observación?

— «Señores»—dijo de pronto—«ustedes me permitirán que tome un vaso de cerveza.»

Mudos, como habíamos permanecido hasta aquel momento, nos levantamos también, e hicimos saltar algunos tapones, para ocupar luego las sillar en que habíamos estado anteriormente sentados.

Edwin continuó:

—«Desde entonces, el Egipto ya no tuvo encantos para mí. En los sarcófagos y las arenas, los papiros y las cigüeñas, en las momias, las palmeras y los crepúsculos, ya no vi otra imagen que la de Nelly, dolorida y moribunda.

«Poco tiempo después recibimos correspondencia. En la mía reconocí, en un sobre, la letra de mi novia.—‘He sufrido mucho, Edwin. Mi vida ha estado en peligro, sólo de pensar que, en tal día, a tal hora, te ha ocurrido una desgracia. Vuelve'— agregaba—‘porque he tenido un ataque tan violento al corazón, que, si se repite, me moriré lejos de tí. Escríbeme con más frecuencia, y dime que eres feliz'.—Sí; Nelly había estado a punto de morir de dolor, porque sabía que yo lo estaba de morir de arrepentimiento.—‘Querida mía'—le contesté—‘soy feliz, porque pienso en tí. Si mis cartas no son más frecuentes, ello es debido a los transportes. No te aflijas; pronto nos volveremos a ver.'—En otras cartas, de su padre y del médico que la había asistido, me referían cuanto podía interesarme.—‘Lo más particular'—decía el médico—‘fue un gemido tan extraño que nos pareció de agonía. En el corazón no hay nada, y el funcionamiento de sus nervios es tan delicado como toda ella. Debemos pensar que la ausencia de usted es la causa del mal; pero, fuera de este ataque, goza de una salud tan perfecta, hay tanta serenidad en su espíritu, su expresión de alegría juvenil es tan franca y normal; habla de usted con tal cariño y confianza, que hemos convenido en comunicárselo para que no abrigue temor alguno.'

«Entonces pensé volver a mi país y pedir perdón a Nelly.

«Era mejor, empero, que, entre nosotros, hubiera un secreto,

«Pocos días después, el Ministro recibió orden de trasladarse a la India.

«En esta ocasión, también, renació mi entusiasmo por los viajes, y, con tal vigor, que Nelly pasó a ocupar un lugar secundario en mis visiones. Justifiqué a Simbad el Marino, y adquirí algunos libros que me permitieran profundizar un poco los conocimientos relativos al país maravilloso que iba a visitar.

«Recorrimos el Canal de Suez, y quedé encantado al ver las aguas del Mar Rojo. En la bruma de la distancia, se perfilaba la cumbre del Sinaí, y su imagen despertó en nuestras almas un sentimiento de religioso respeto. No sé, señores, si ustedes han viajado, ni qué han visto; pero es tan caprichosa la imaginación, que se extasía menos en presencia de un cuadro encantador de la Naturaleza, que en la de una comarca con miles de años de historia; y así la Arabia, con su aridez y reflejos rosados, me dominaba más por ser la tierra del Exodo, la tierra de Israel, la tierra de Mahoma, que los bosques deliciosos del Brasil, de Misiones y del Chaco.

«Penetramos en el Océano Indico, y, en las interminables horas de languidez tropical, la fantasía volaba hacia el mundo de los faquires y yoguis, a la selva con sus rugidos y sombras, a los templos de oro y de marfil, a los santuarios de los brac-manes, y a las delicias misteriosas en que la inteligencia del Hombre, bañada por los primeros resplandores de la Poesía, engendraba las auroras frescas y puras de los Vedas y del Ramayana, ¡Oh, señores! discúlpenme ustedes semejante lenguaje; estos recuerdos son los únicos bálsamos de mi vida inconsolable Cuando se tiene el orgullo de ser hombre; cuando se puede sentir la belleza de todas las literaturas; cuando se ha recorrido el mundo y contemplado todos sus cuadros del presente y todas las escenas del pasado, la India subyuga. La Ciencia no ha hecho de ella la cuna de la vida, porque la vida es universal; pero la razón, el sentimiento y la historia, hacen de ella el protoplasma fecundo y ardiente donde se engendra el pensamiento humano. ¡Pobre Nelly! ¡Qué criatura tan infinitamente pequeña, dulce y delicada me parecía al proyectar su imagen querida en el Himalaya o en Buda! La Grecia, con todas sus sonrisas, sus poemas, sus vicios, sus virtudes, sus héroes y sus dioses, me hacia la impresión de una jovenzuela coronada de ñores del campo que sonríe de lejos a la madre colosal, envuelta por las nubes del humo surgido de altares que perfuman la sangre de la civilización con canela, con sándalo, con pimienta y betiver, para darle, con el calor, la inmortalidad fecunda. ¡Pobre Nelly! La India me aturdió, y acosado por el ardor de su cielo y las brasas de sus perfumes, fui llevado insensiblemente a la presencia de la Baya-dera. Ciego y loco, caí en sus redes de muselina y tul de seda. En aquella noche de horror y misterio, entre los rugidos de la selva y los cantos de los bracmanes, mis oídos aterrados oyeron una vez más aquel gemido profundo y doloroso. ¡Nelly se moría!— ‘¡Maldita existencia!’—exclamé en un arrebato de desesperación sin límites. Desde entonces, la India fue un veneno para mí. Lasitudes continuas, melancolías profundas, dolores difusos é ilocables, dé primieron mi organismo tan fuerte y tan sano. Maldije a Valmiky y a su Sakúntala, que me pareció un engendro monstruoso; y la grandeza del Himalaya, y la majestad de las selvas, se confundieron en un caos abominable. Todo aquel mundo maravilloso rodó en un abismo negro de vergüenza y arrepentimiento, en el que las Bayaderas se arrastraban por el lodo, enroscándome lascivas como serpientes ponzoñosas y mordiéndome el corazón y la conciencia como el monstruo verde del Mediterráneo. Pero esta vez surgió en mi alma, como una luz del cielo, la voluntad de diamante, y, con ella, la imagen de Nelly, pura y radiosa, y más angelical que aquellas serpientes del Ramayana.»

Edwin guardo silencio una vez mas.

Todo su cuerpo se estremeció con la rapidez de un sollozo, y volviendo a ponerse de pie, movió los brazos con energía, como recordando actitudes de gimnasta, y como si con tales movimientos hubiera querido conjurar algún torrente oculto de lágrimas enclaustradas en su corazón.

Tomó un cigarrillo, lo encendió, y anduvo paseándose por el comedor mientras lo fumaba.

Nosotros, inmóviles y callados, permanecíamos en nuestros asientos.

Cuando Edwin acabó de fumar, bebió un trago de cerveza, y, colocando su copa sobre el marco de la chimenea, continuó así:

—«Pocos días después, regresábamos a Inglaterra. El Ministro, que me había cobrado afecto, me preguntó varias veces lo que me pasaba.—‘El clima de la India no me sienta,—le contestaba invariablemente.—‘Pues a mí me parece’—decía el Ministro—'que usted haría bien en quedarse unos quince días o un mes en España antes de entrar en Inglaterra’.—'¿Por qué, mylord?’—'Porque sus ojos han adquirido una expresión tan rara, Que su novia no va a creer, cuando le vea, que es su excelente amigo Edwin’.—'Oh! eso pasará’.—‘Así lo deseo’.

«Al ñn volví a encontrarme en mi país.

«Loco de aflicción, mi primer cuidado iué el de ir a ver a Nelly.—‘¡Edwin!’—exclamó al verme, y corriendo hacia mí:—‘¡cuánto has tardado! ¿Sabes? tuve otro ataque cuando estabas en la India, y los médicos me dejaron casi por muerta. ¡Oh, Edwin, si supieras cuánto he sufrido! Ya nunca más, nunca jamás te separarás de mí ¿no es cierto?’— ‘Nunca más, sino en la hora de la muerte!’—'¡Oh no! ni así! Como yo he de morir antes que tú, mi alma volará siempre a tu lado.'—'¡Oh, mi Nelly querida, no me aflijas más con tales afirmaciones!’

«Los médicos me repitieron lo mismo que uno de ellos me había declarado en la carta que recibí en Egipto, asegurándome que otra carta semejante iba en viaje a la India. No sabían de lo que se trataba. Para unos, era exceso de sensibilidad; para otros, una afección nerviosa de origen moral; y, dos de ellos, me espantaron con la expresión: histerismo telepático.—‘¿Es mortal eso?’—pregunté.—‘A la larga, y con persistencia de causa, sí.’—‘Yo espero que jamás se volverá a repetir la causa.’—‘Si usted vuelve a separarse de ella, se morirá.'—‘No volveré a separarme’.

«Nelly estaba bien. Había renacido su alegría. Sus ojos, tan dulces y llenos de ternura, irradiaban la felicidad en desbordamientos de relámpagos azules, y de sus labios de granada brotaba la caricia en una Primavera de amores.

«Como los médicos no se oponían, y hasta lo aconsejaron, celebróse la boda con las ceremonias habituales, y un buen día, acompañados por mi suegro, atravesamos el Canal y tomamos posesión del Continente, por algunos meses, enarbolando la bandera de la felicidad.

«Pero, señores; yo he estado hablando solo, y ustedes ni siquiera me han interrumpido con una exclamación. A esta hora, ya deben estar aburridos»—dijo Edwin.

—«¡Imposible! imposible! Si usted no desea continuar por cansancio, tendremos paciencia; pero si es por nosotros, ni se le ocurra.»

—«Ustedes tienen una ventaja social que, para mí, es una virtud, y que casi no se practica aquí cuando hay más de dos personas reunidas, y aun así: saben conversar; pero, sobre todo, saben escuchar. ¿No les parece que sería bueno tomar otra copa de cerveza?»

—«Amén».

V.
Aparición.

Edwin continuó:

—«Un año después, Nelly era madre de una hermosa niña.

«Más o menos, todos sabemos cuántos cariños y atenciones recibe un hijo, y me permitirán ustedes que no me distraiga de mi fin principal, recordándoles lo que hicimos con nuestra primogénita.

«A medida que se desarrollaba, su tipo iba acentuándose, y llamando, por los caracteres de su rostro, la atención de todos los que la veían. No era rubia y de ojos azules como los padres; antes bien era algo trigueña, de pelo negro, ojos cortados oblicuamente en almendra, y la carita larga y ovalada.

«Aunque muy linda, y con expresiones del rostro materno, se hubiera dicho que había resucitado, escapándose de un sarcófago, tan egipcia nos parecía.

«Cuando ya tenía catorce meses, y que su boca se adornaba con la expresión de los dientes, se enfermó de gravedad. El médico de la casa le prestó sus cuidados más asiduos, pero el mal era profundo, incurable. Llegó un momento en que sentimos convulsionarse todo nuestro organismo. Cuando su vida se extinguía en brazos del doctor, Nelly se arrojó en los míos, y dejando desbordar su inmenso dolor en lágrimas y gritos desgarradores, mi propia pena se centuplicó al oírla exclamar:—‘Edwin! Edwin! se va mi Almea!’

«Ustedes son demasiado perspicaces para que sea necesario pintarles la sorpresa y hasta el espanto que aquellas palabras me causaron.

«Ocho meses después, Nelly tuvo otra niña.

«Su color era como el de su hermanita; pero los ojos mas lánguidos y rectos; la boca mejor perfilada, y el cuerpo mas gracioso.

«Mayores cuidados; mayores mimos,

«A la edad de la otra, y en las mismas condiciones, murió.

«—‘Edwin! Edwin! me abandona también mi Bayadera!'—exclamó Nelly convulsa en mis brazos.

«Yo no podía creer que nuestra desgracia viniera en castigo de mis culpas, porque habría sido ofender a la Divinidad el sospechar, aun con el espíritu mas piadoso, que la pena mayor fuese para Nelly. Desde entonces la alegría huyó de mi hogar. Nunca volví a ver la sonrisa en los labios de mi compañera,

«La llevé a Escocia, a Francia, a Suiza, a Italia.

«Todo fue inútil.

«Se distrajo un poco, más por la inteligencia que por el sentimiento, y si bien las expresiones de su dolor se calmaron, el fondo era siempre el mismo.

«Con el tiempo, volvió a recuperarlas fuerzas; el color de sus mejillas se transparentó como en una porcelana, y ai sólo hubiera asomado en sus labios una sonrisa artificiosa, ficticia, se habría podido reconocer a aquella Nelly de antes, tan graciosa y tan jovial.

«Dos años después, tuvo otro hijo; mas esta vez un varón. Los cuidados que la madre le prodigaba eran perfectos; pero les faltaba un no sé qué de espontaneidad y gracia, como si hubiera sido por cumplir dignamente su deber, y nada más. Era un precioso niño. Discúlpeme, Miguel, la interrupción y el recuerdo; pero el día que su hermana Serafina tenga un hijo, se parecerá al mío.

«De un año, hablaba ya, tenía todos los dientes y caminaba. Las señoras de nuestra amistad decían que era un prodigio. Para Nelly, tal cosa no tenía importancia.

«Un hecho inesperado me obligó a emprender un viaje de quince días. Mi mujer recibió la noticia sin asombrarse, y se despidió de mí con la naturalidad e indiferencia que hubiera mostrado si le hubiese dicho: ‘Voy al club, hasta luego...?

«Cuando volví, Nelly estaba enferma.—‘¿Qué tienes, querida mía?’—le pregunté al entrar en su aposento.

«Mi pregunta recibió la misma respuesta que me habría dado una de las cortinas de la cama. Me acerqué a ella. Una fiebre ardiente la devoraba.— ‘¡Edwin! Edwin! no me abandones: mis hijas me lla-man.’—‘Estás delirando, Nelly ¿por qué te afliges?’ — ‘Acércate a mí, Edwin; no te me separes.... espera un momento..... sólo un momento.... acércate más.... asi.... ¿oyes?.... la muerte ha penetrado en mí, y está impaciente.... escucha.... yo te lo juré.... mi alma volará siempre a tu lado........ Edwin! mi secreto va conmigo al sepulcro.... tengo para tí un secreto.... en Egipto has visto muchos sarcófagos.... Cuando en una noche negra y lúgubre como mi vida te acuestes junto al mío.... te lo diré al oído

«—‘¿Qué es esto, Doctor?’ — pregunté, lleno de angustia, al médico que entraba en aquel instante.

«—‘Esto, señor, es una nueva desgracia.’

«Con un gesto, arrancó de mi corazón toda esperanza.

«Al acercarse a Nelly, estaba ella sin pulso. «Nelly había muerto.

«Después de un momento de estupor, pedí al médico me explicara lo que había ocurrido.

«—‘En los años de práctica que llevo’—dijo —‘jamás me he encontrado en una situación semejante. Estoy perplejo, indeciso; no sé lo que debo hacer. Se me llamó a mediodía; me dijeron que la señora se había enfermado ayer; he recetado, y tres horas después.... la encuentro muerta! Pero esto no es todo. Su hijo de usted ha desaparecido!’

«—‘Mi hijo!’

«Esto fue un rugido.

«Busqué a mi suegro. No estaba. ¡Oh! pero yo

sabía dónde podría encontrarle. Cuando volvió, su rostro, habitualmente sereno, tenía impresas las señales de la desesperación. Me arrojé en sus brazos y lo comprendió todo. Inclinándose luego sobre su hija, le levantó la cabeza, la besó en la frente y abrazándola en una expresión de dolor:

«—‘Pobre Nelly.... hija de mi alma!’—exclamó.— ‘Edwin, nuestra situación es horrible. Acabo de estar con el Jefe de Policía de Londres. En este momento funcionan todos los telégrafos, y si tu hijo está vivo, lo encontrará el poder de Inglaterra que lo busca.’»

Edwin no pudo contenerse. Un sollozo convulsivo le arrancó gruesas lágrimas que corrieron abundantes por sus mejillas y que sólo parecían interrumpir los rumores de la noche y los estallidos de la leña.

A los pocos minutos continuó.

—«Si al penetrar en mi casa hubiera encontrado juntos el cadáver de mi mujer y el de mi hijo, el dolor y la sorpresa habrían podido fulminarme con la muerte o con la locura; quizá en presencia de una catástrofe semejante habría podido resignarme, después de pagar el tributo de la aflicción y de las lágrimas; pero recibir tales infortunios en dosis desiguales, mezclarse la negra realidad con el misterio de la desaparición de mi hijo y el secreto de Nelly, ¡oh! señores! esto era superior a lo que yo podía resistir.

«Cuando tuve conciencia de que mis actos no eran los de un loco» y que reapareció la reflexión serena, me encontré ante una multitud de enigmas, que se sintetizaban todos en este:—‘¿Qué hago ahora?' Con mi suegro.... era inútil hablar. Su aflicción y la mia eran hermanas. Se lo pasaba encerrado en su gabinete, y ni siquiera iba al comedor a las horas de costumbre. Al fin resolví acercarme a él, —‘¿Qué hago ahora?'—le pregunté.—‘Creo, hijo mío, que, no habiéndote vuelto loco, debes continuar procediendo como cuerdo;'—dijo—‘es necesario que vayas a visitar al Jefe de Policía y él te dirá la conducta que debes observar.'

Sin decir una palabra más, me retiré para cumplir su indicación.

«El Jefe me recibió como recibe un caballero. En sus expresiones de condolencia fue parco, pero profundo.—‘Señor',—me dijo, cuando le dirigí la pregunta—‘usted se encuentra en una situación extraordinaria. Como pienso que usted viene a pedirme consejo, se lo voy a dar: ¿Cree usted que sus investigaciones personales, sin experiencia en la pesquisa, sin la serenidad del deber, porque aún le ahoga su múltiple dolor, podrán tener más éxito que todo el poder de la Gran Bretaña para encontrar a su hijo?’—‘No señor, jamás!'—le contesté.—‘¿Está usted dispuesto a seguir al pié de la letra mis indicaciones?'—‘Sí, señor*.—‘Bien, entonces, váyase usted inmediatamente de Inglaterra y viaje. Vinculado al cuerpo diplomático como está, le será más fácil que a cualquier otro el cambiar de país y de domicilio, haciéndomelo saber inmediatamente. Usted ya sabe para qué. No se olvide de ésto, pero olvídese de su hijo, y piense que ha muerto; pero piénselo con energía y con toda su voluntad, porque, si su acción individual, inexperta y afligida, se entrecruza con la de nuestros agentes, puede ocasionar quizá disturbios insuperables y producir un fracaso, allí donde tal vez nos encontráramos en el camino del éxito'.—‘Señor'—le observé—‘¿quiere usted concederme veinticuatro horas de meditación?'—‘Sí, señor.'—‘Gracias; no las he pedido sino para comunicarle en cuántos días podré dar cumplimiento a su consejo; porque he venido resuelto a aceptarlo, cualquiera que él fuese'.—‘Oh! si es así, puede usted disponer del tiempo que quiera, con tal que cumpla mis indicaciones'.

«Saludé y me retiré. Inmediatamente después de llegar a casa, penetré en el gabinete de mi suegro, a quien referí lo que acababa de suceder.

«El viejo me escuchó con atención, y, cuando hube terminado, tocó un timbre. Vino un criado.— ‘Averigüe usted inmediatamente cuándo sale un vapor para Sud-América'.—‘Mañana, señor.'—‘Está bien; Edwin, arregla tus papeles y tus balijas*.— ‘Pero.... usted queda solo!'.—‘Eso nada tiene que hacer'. - Dos horas después, estaba listo.

«Cuando llegó la noche, visité nuevamente a mi suegro. Él sabía que mis libros estaban en orden y que no había necesidad de examinarlos,

«Me despedí de él y pasé a mi dormitorio.

«A media noche me acosté.

«Una inquietud extraña se había apoderado de mí.

«Procuré dormir.

«Imposible.

«Entonces apagué la luz.

«Haría media hora que luchaba por conciliar el sueño, cuando sentí que en un lado de la cama hacía frío. ¿Por qué? Volví a palpar, y el frío era mayor, y el aire parecía mas denso. Creí que soñaba y me senté. Pero no estaba soñando. Palpé una vez más y la mano encontró un obstáculo.

«Presa del terror, quise gritar y no pude. A mi lado había un cuerpo humano, frío, helado.... un cadáver.

«En vez de levantarme o encender luz, conñé ai tacto la solución de aquel misterio. Tenía el cuerpo una larga cabellera suave, y un vestido de seda.

«—‘¡Nelly!'—rugí, más que grité.

«—‘Te lo había prometido, Edwin, ¿por qué huyen de mi contacto tus manos temblorosas?'

«—‘¡Nelly! Nelly mía! en nombre de Dios!.... si tu alma irritada busca mi alma.... espera....'

«—‘No, Edwin, mi alma no está irritada; pero he llevado un secreto al sepulcro, y te lo diré al oído!'

« —‘¿Ahora?'

«—‘No! en el sepulcro!'

«En un movimiento involuntario toqué la caja de fósforos y prendí uno.

«Nada.

«¿Era posible que aquello fuese ilusión?

«Me levanté, encendí una lámpara y volví a acostarme. No sé cómo, ni cuándo me dormí.

«Al día siguiente me embarqué, y, a los pocos días me encontré en el Brasil, donde he permanecido algunos meses, entregado a la vida de los bosques, cazando y coleccionando. Más tarde vine a Montevideo, y luego a Buenos Ayres, donde me he establecido; pero ya he visitado las Misiones y el Chaco, y espero realizar un viaje a las Provincias del Norte.

«Este clima me agrada más que cualquier otro; el carácter de los habitantes no encuentra rival, y las personas realmente educadas no tienen nada que envidiar a la mejor aristocracia europea.

«Mi vida es la de un autómata, suspendida de un solo hilo: la palabra final de la Policía de Londres.

«Soy cortés, a mi modo, sin esfuerzo, porque, para mi educación, el esfuerzo real estaría en proceder como un guarango, según dicen ustedes.

«Dos ilusiones solamente me sostienen, como padre y como inglés: encontrar a mi hijo y pensar que, para un ciudadano de cualquier nación del mundo, no hay mayor ideal político, ni mayor orgullo, que el de poder depositar toda su confianza en su gobierno, con razón, con motivo y con criterio, como yo lo he hecho.

«Mi posición social me ha permitido tener amigos como Don Miguel, y encontrar personas como ustedes, cuyos actos benévolos y caballerescos han obligado mi gratitud hasta el punto de confiarles el secreto de mi vida. Y ya que hemos llegado a este terreno, revelaré también a ustedes que abrigo una simpatía de reflejo: la señorita Serafina, hermana del señor, porque, cuando la veo, me parece encontrar en ella algo de la cara de mi hijo. Algunas personas dicen que le hago la corte; pero yo sostengo que cualquier hombre que afirme haberme oído decirle una palabra ajena al lenguaje de la buena sociedad en rueda, es un mal caballero.»

Abrumados por las revelaciones de Phantomton, nos mantuvimos en silencio.

Su mirada había cambiado, y en vez de aquella melancolía agria de la víspera, nos pareció ver en ella una expresión de esperanza, serena y tranquila.

Miguel permaneció mudo, y los únicos movimientos que hacía eran para revolver las brasas ó encender un cigarrillo.

Algo le preocupaba.

Por nuestra parte dirigimos a Edwin un serie de preguntas.

—«¿Cuántas veces ha sentido usted la presencia del cadáver?»

—«Muchas. Basta para ello que me encuentre completamente a oscuras »

—«¿Y no será algo esencialmente subjetivo?»

—«¡Subjetivo! eso es muy vago. ¿Cómo quiere usted que yo lo sepa, si nunca lo ha comprobado nadie?»

—«¿Quiere usted que lo comprobemos?»

—«Si!»

—«Está bien: colocaremos su cama en medio de este aposento. Usted se acostará ocupando la mitad del colchón y dejará libre la otra mitad; de este lado, pondremos nuestras sillas; y, cuando su voz lo anuncie, aproximaremos las manos.»

Miguel se levantó y se acercó a nosotros,

—« ¿Aceptas? »—le preguntamos.

—«¿Porqué no? Con echar una jarra de agua en la chimenea y apagar las luces, quedaremos perfectamente a oscuras. A propósito, yo propondría un agregado a la comprobación. Tengo ahí termómetro de máxima y mínima; lo colocaremos en la parte desocupada de la cama y veremos hasta donde llega la objetividad de la fría aparición.»

—«Muy bien ideado.»

Inmediatamente preparamos todo. La cama se colocó donde se había convenido, y así también las sillas, distribuyéndonos del modo siguiente: a la cabecera, Alfredo para examinar el cabello y la cara; luego yo para las manos y el pulso; enseguida Miguel para el vestido, y Roberto a los pies.

Convinimos en guardar el más completo silencio.

Miguel trajo el termómetro, el cual, algunos minutos después, señalaba la temperatura del comedor, 23 grados, y lo colocó en la cama. Una jarra de agua sirvió para extinguir el fuego de la chimenea; apagamos las lámparas, dejando sólo una vela a nuestro alcance.

Si en aquel momento hubiera reinado una temperatura de hierro fundente, no habría sido bastante para calentarnos las espaldas.

Edwin se acostó, y nosotros ocupamos nuestros respectivos asientos. Cada uno estaba provisto de una caja de fósforos.

Se apagó la vela.

VI.
La sombra del general.

Haría diez minutos, o un siglo—esto no se puede determinar con precisión—que estábamos a oscuras, cuando oímos el gemido.

Se oyó el ruido de una caja de fósforos que cayó al suelo.

Esperamos.

—«¡Nelly! ¡Nelly! en nombre de Dios, déjame en paz!»—decía Edwin en inglés. Era lo mismo, todos entendíamos este idioma.

Cada uno de nosotros avanzó uña mano.

—«¿Por qué te molesta mi proximidad? ¿Se ha convertido acaso en odio tu amor tan profundo?»

—«¡Nelly! si el poder de tu juramento es tan grande que no conoces las distancias para encontrarte a mi lado, dime, entonces ¿dónde está nuestro hijo?»

—«¿Tu hijo? ¡te lo diré al oído!»

—«Pero, por favor, querida mía, ¿por qué no me lo confías ahora que estoy a tu lado y que me aproximo a tu cuerpo frío?»

—«No, jamás; sólo en el sepulcro.»

Roberto encendió un fósforo y en seguida la vela.

No había nada.

Edwin estaba pálido; pero su secreto, confiado a corazones que le eran simpáticos, había aligerado su terror.

El termómetro de mínima señalaba 8 grados.

—«Los pies estaban yertos, y con ambas manos, y a un tiempo, he comprimido fuertemente la carne,»—dijo Roberto.

—«Con la palma de la mano apoyada en la pierna, he experimentado el frío cadavérico,»—observó Miguel.

—«Con ambas manos»,—dije,—«he asegurado fuertemente una muñeca del antebrazo izquierdo frío, y, al aparecer la luz, he encontrado que figuraban un anillo, dentro del cual no había nada.»

—«Yo he tocado la cara y la cabellera,»—dijo Alfredo.

El objetivismo de la aparición se imponía.

Ninguno de nosotros estaba preparado para explicar aquello, y aunque, en conjunto, representáramos una suma respetable de lectura sobre acontecimientos análogos, nos faltaba la fe que da cuerpo y vida a las grandes opiniones, tanto más cuanto que siempre habíamos pensado de un modo adverso a las materializaciones y a los aparecidos, atribuyéndolo todo a fascinación, ilusiones o mistificación.

Pero, en aquel instante, parecía supérfluo vacilar o discutir, y aun cuando Edwin fuera victima de una obsesión y nosotros estuviéramos sugestionados o fascinados por él, el hecho se habla producido con todas las condiciones de una realidad palpable, aunque misteriosa, y que se imponía más aún por el descenso de 15 grados de temperatura en el termómetro de mínima.

Si la vida, para algunos, es una ilusión también, si no es más que una quimera, nuestros actos mentales podrán ser igualmente ilusorios: pero es evidente que existe un encadenamiento lógico en las convicciones, por el cual se llega al estado normal del sentido común; y así, aunque la materialización de Nelly tuviera todos los caracteres de una monstruosidad, no lo es menos que, en tai ocasión, los actos que habíamos realizado pertenecían por su forma al empirismo mas simple y no podíamos negar que los resultados concordaban con el sentido común, independientemente de la cosa en sí.

—«Señor Phantomton»—le dijo uno de nosotros —«sea cual fuere la causa generatriz de este fenómeno asombroso, fácil nos es comprender que su organización cerebral es de primer orden, porque, si así no fuera, habría sucumbido ya bajo el peso de una emoción que debe ir más allá de la resistencia normal de los hombres fuertes.»

—«Me parece exacto lo que usted dice; pero yo me explico hasta cierto punto esa energía, por el desarrollo que ha alcanzado mi voluntad de vivir. Es tan grande, que muchas de mis facultades antenórmente en ejercicio se han aminorado, y a veces me asalta el pensamiento de que pudiera llegar un dia en que todo mi cerebro no fuese apto sino para desarrollar o producir esa voluntad. Yo necesito ver a mi hijo, y si algún día adquiero la convicción de que es imposible, estoy seguro de que mi cerebro quedará a oscuras, al extinguirse esa luz invasora que hoy lo ilumina todo.»

—«La situación de usted es excepcional, por lo menos si se compara con la de los demás hombres de la civilización de Occidente, para los cuales sus faltas son, por lo común, atribuidas a una explosión de vitalidad y más bien sirven de pretexto para ornamentar el panorama de la vida interior que para producir un verdadero martirio de la conciencia, como si se tratara de alguno de esos crímenes negros que envenenan el ánimo con el remordimiento. Me parece que usted debe encontrarse en un estado psíquico análogo al de aquellos desventurados de otros tiempos a quienes la Iglesia fulminaba con la excomunión mayor, y en una época en que poderosos emperadores humillaban su cerviz ante la majestad terrible de los Papas.»

—«Al principio si; pero ahora ya no es tanto. Dije a usted anteriormente que mi vida es la de un autómata, cuya cuerda es la ilusión de ver a mi hijo. Las apariciones de Nelly me abruman, no tanto por el cadáver mismo, cuanto por lo inexplicable del fenómeno, y en particular por Nelly. Todo el amor que un hombre puede abrigar por una mujer, se anidó en mi alma, y se conserva hoy tan puro como el primer día, estoy seguro de ello, aunque mis facultades se hayan debilitado. No lo sé, pero vislumbro una catástrofe o algún sacudimiento insoportable para el día en que encuentre a mi hijo, si es que todavía puedo alcanzar esa dicha en mi existencia; porque entonces volveré a mi ser anterior y podré apreciar en toda su magnitud la pérdida de Nelly.»

—«Pero veamos,»—dijo Alfredo—«ámí me gustan las cosas en orden, a mi modo. Empecemos por el principio: ¿tiene usted fe religiosa?»

—«Yo no era ateo en otro tiempo.»

—«¿Y ahora?»

—«Ahora no lo sé; pero he aprendido a blasfemar.»

—«Me he explicado mal»—observó Alfredo— «sírvase usted no tomar mi rectificación en sentido ofensivo; pero el blasfemar no implica ateísmo. Un ateo es un filósofo, y en Filosofía las blasfemias no demuestran nada.»

—«Usted me disculpe, he empleado mal la palabra y la retiro. En verdad, estoy convencido de que un creyente por intelectualidad, que lo es por la Filosofía o por la Razón, como yo lo era, y no por sentimiento, sólo puede transformarse en ateo empleando los mismos instrumentos mentales en que antes se fundaba su creencia, y lo cierto es que, cuando yo aprendí a blasfemar, no aprendí a decir las blasfemias, ni mi razón se encontraba en aptitud de dedicarse a los problemas filosóficos, de modo que si aquel retorno a mi estado mental se produjera, es probable que, con él, regresaran las convicciones.»

—«Por eso le pregunté si tenía fe religiosa.»

—«No, señor; porque mis ideas eran puramente filosóficas, y aunque tenía la de Inteligencia infinita, me faltaba por completo la de Providencia flexible, pareciéndome que mi Dios sabía lo que hacía y no necesitaba de mis indicaciones.»

— «El hecho es que usted no ha buscado consuelo, porque en conciencia no podía hacerlo, en la oración o en la plegaria, ¿verdad?»

—«Eso es.»

—«En sus conminaciones, sin embargo, usted decía: 'En nombre de Dios, Nelly....’»

—«En efecto, Nelly tenía esa fe y para ella el conjuro no era vano.»

—«Descartemos entonces ese recurso. ¿Ha acudido usted a los médicos en procura de alivio?»

—«No, porque las apariciones de Nelly no son una enfermedad mía.»

—«Y esos anuncios de sus nervios, vinculados con el estado del tiempo?»

—«Eso puede ser una propensión o una diátesis reumática; pero, como Nelly aparece cuando me encuentro a oscuras, y en cualquier estado atmosférico, deduzco de aquí que aquello nada tiene que ver.»

—«Así parece, realmente Veamos ahora: usted ha visitado la India, ¿Conoce el faquirismo?»

—«He visto a los faquires en acción; pero nada más.»

—«¿No ha acudido usted a sus recursos, haciéndolos consultar en la India, o aprovechando la mediumnidad del algún occidental?»

—«No lo he hecho, porque me ha faltado la fe.»

—«Pues bien, señor: lo que ha sucedido esta noche no tiene nada de maravilloso para un faquirista, aunque, para nosotros, sea estupendo. Admitamos, por un momento, que, lo que a usted le sucede, y que hemos atestiguado, sea una ilusión. Si lo es, ella es la causa de su martirio, y yo, en su lugar, acataría la imposición del espectro, y aunque ese acto de encerrarse a oscuras en el sepulcro y tenderse al lado del féretro, sea un absurdo para sus convicciones, porque no es valor lo que le falta, yo obedecería la orden, y tal vez llegara a encontrar el remedio al realizar una quimera lógica.»

Edwin guardó silencio.

—«Pero no es una ilusión» — agregó Alfredo — «sino una cosa que todos consideramos un misterio. Desde el momento que su esposa, antes de morir le ha dicho que guardaba un secreto, y que todos hemos oído sus palabras al ofrecerle revelaciones sobre su hijo también, ¿por qué vacila usted? ¿por qué no tentar la prueba, salga lo que salga?»

—«Sí, señor; tiene usted razón. Estoy convencido de que ya lo habría hecho, si hubiera gozado de la plenitud de mis facultades. Gracias, mil gracias. Por otra parte, ¿no es un misterio también la desaparición de mi hijo? Don Miguel, hágame el gusto de ordenar a su criado que avise me preparen un carruaje para el primer tren. Me voy a Inglaterra en el vapor que salga mas pronto. Si mi tentativa fracasa, consultaré allá al Profesor Crookes y probablemente me iré a la India para entrar en relaciones, si es posible, no con los faquires, sino con los yoguis.»

Miguel llamó a Nicolás y después de darle la orden relativa al carruaje, le dijo que encendiera de nuevo la estufa.

Hecho esto, nos sirvió el té y entonces nos acostamos, dejando una lámpara encendida, y cargada de manera que pudiese durar toda la noche.

Alfredo se apoderó del soporífero libro de marras, y nos precipitó en el más profundo sueño.

Al día siguiente, muy temprano, al abrir los ojos, vimos a Edwin ya pronto para marchar. Nos levantamos precipitadamente y le acompañamos hasta el carruaje. Su despedida fue en extremo afectuosa.

—«Señores»—nos dijo al poner el pié en el estribo—«después de desear a ustedes toda felicidad, sólo espero que en el próximo Invierno podamos reanudar estas reuniones, que yo he amargado tanto con la enunciación de mis penas.»

El carruaje se puso en marcha.

Durante todo el día anduvimos preocupados con los extraños sucesos de la víspera, y a la noche, cuan* do el frío se dejó sentir, y rodeamos la chimenea, Miguel inició la conversación sobre el mismo tema, diciendo:

—«Edwin es un ejemplar curioso, y un modelo acabado de energía mental. Nunca me he puesto a prueba, pero estoy seguro de que, en su lugar, yo me habría vuelto loco. Si mañana me dijeran que es un ventrílocuo o un fascinador, y que todo ha sido una farsa, tendría un gran placer, porque el solo pensamiento de que tales penas se acumulan sobre un hombre de sus condiciones, me produce una aflicción tal, como si me tocara una parte de su desgracia.»

—«No lo dudo,»—dijo Roberto—«pero no es verosímil que oigas tales afirmaciones. Edwin e ni más ni menos que como lo hemos oído.»

—«Así es, y por lo mismo, ahora que creo conocerlo, se me presenta doblemente simpático. De todas maneras, su caso es excepcional, y si yo hubiera de arrojar una maldición sobre una cabeza, no encontraría ninguna mayor que la de desearle semejantes calamidades. Pero dejemos esto por ahora y ocupemos nuestra atención con asuntos menos lúgubres.

Era tiempo.

La conversación, hábilmente llevada, se alejó cada vez más del pavoroso acontecimiento de la víspera, y saltamos, de tema en tema, como chingólos alegres en las ramas. Episodios de viaje, crítica de arte, asuntos mitológicos,... destilaron en amena procesión, y cuando llegó la media noche, nos dispusimos a dormir.

—«Bueno, compañeros: ustedes se acostarán tranquilamente y dormirán un sueño de marmotas, sin sobresaltos, ni pesadillas. Lo que es yo, me voy a la torre.»

—«Te acompañaremos, Miguel.»

—«No; voy solo. Estoy preocupado con varios incidentes que han ocurrido desde nuestra llegada y que parecen vincularse entre sí, como si se tratara de un solo drama. Por otra parte, no tengo miedo y ¿de qué habría de tenerlo?»

—«Una cosa es el miedo y otra el pavor.»

—«Después de la escena de anoche, ningún pavor podrá doblarme. Hasta luego.»

¿Para qué insistir? Quería ir solo, que hiciera su gusto.

Miguel tomó una vela y se encaminó a la torre.

Media hora después, oímos voces que partían de allí: la suya, y otra grave y cascada. El diálogo duró más de una hora.

Al penetrar en el segundo aposento. Miguel colocó el candelero en la mesita y esperó. No tenía la seguridad de que el espectro apareciera; pero abrigaba sí la esperanza de ello, confiando en el poder del conjuro, de la voluntad, de la evocación. Incrédulo del día anterior, su transformación fue sincera, no en el sentido de abandonar sus opiniones anteriores, sino de someterse a la fatalidad de lo que consideraba hechos, cualquiera que fuese su naturaleza. En este sentido, aprobaba el consejo de Alfredo a Edwin, y él también entraba por el aro de las quimeras lógicas.

Haría media hora que estaba esperando, cuando vio que la oscuridad relativa del aposento se disipaba, y que un resplandor, limitado a las proporciones de un cuerpo humano, se perfilaba junto a la silla colocada frente a él, y del otro lado de la mesita.

Poco a poco, la aparición se acentuaba, volviéndose opaca y asumiendo al último los caracteres de un cuerpo real.

Miguel se puso de pié y saludó a su abuelo, el viejo General.

La impresión que recibió no fue pavorosa. Tenía algo del encanto de la piedad filial. Extendió los brazos para acariciar al abuelo, y, como sucede con todas las sombras, no encontró sino el vacío.

—«Es inútil, querido hijo, que busques mi cuerpo entre las realidades palpables. Soy la apariencia solamente; pero falta en mí la sustancia de los vivos. Ni es necesario tampoco que te empeñes en demostrarme tu afecto: del mismo modo que penetro en esta torre, puedo penetrar en tu cerebro, y, para las relaciones de los espíritus, podría bastar el contacto mental, si todos los hombres tuvieran la misma organización nerviosa.»

—«Señor, si ello es así, usted ha podido leer en mí el respeto y el cariño.»

—«Lo sé. y la serenidad de tu carácter me ha permitido llamarte.»

—«¡Llamarme!»

—«Si, yo te he llamado, y tú has venido cinco veces; pero no has venido despierto como ahora. Tus amigos te han dicho la verdad. Cuando aparece una sombra de la familia, eso es un aviso. Mis comunicaciones anteriores te han parecido sueños, y has olvidado cuanto te dije. Ahora estás despierto y recordarás. Pero observo que tu pensamiento se distrae en graves reflexiones sobre el misterio de mi aparición, y que se convulsionan con ello tus ideas de filósofo positivista. Abandónalas. El tiempo y la meditación te sobrarán después. Ocúpate por ahora de esta realidad y no la expliques. Los problemas de ultratumba serán siempre problemas para la humanidad, por más que de ellos se alejen los filósofos que te han servido de maestros.»

El General dio algunos pasos hacia uno de los estantes llenos de legajos, y apoderándose de uno de ellos, lo puso en la mesita y tomó asiento.

—«Ocupa tu silla Miguel»—dijo, en tanto que desataba unas cintas.

Sacó un mapa de Inglaterra, un plano, y una carta escrita en papel azulado.

—«En 1800 y tantos, tu padre estuvo en Inglaterra, donde permaneció dos años. Pocos meses antes de regresar, me escribió esta carta. Dentro de un momento vas a leerla. Que no te asombre su contenido; que no se te ocurra un juicio severo. Lo que en ella refiere no es una cosa sobrenatural; ni creo que tú, con más años y experiencia que los que él tenia entonces, serás capaz de hacer interpretaciones desfavorables. Lee:»

—«‘Londres, a 25 de Septiembre de 1800 y tantos.

«‘Mi querido padre:

«‘Espero que al recibo de esta, gocen ustedes de su perfecta salud.... Siento ahora que mi ánimo desfallece, y me falta la energía necesaria para comunicar a usted algo que debería silenciar, por el respeto que le debo; mas se me ocurre que agravaría mi situación guardando el secreto, y que sería mucho peor que llegase a usted por otro conducto, en vez de comunicárselo yo mismo. De todos modos, lo hecho no puede remediarse, y aunque su severidad se resienta, su bondad paternal encontrará sin duda el lenitivo para el daño y para la pena. En un pueblo, inmediato a esta capital, conocí a una joven inglesa, y entusiasmado primero, apasionado después, y loco al fin, le di toda mi locura, mi pasión y mi entusiasmo, que ella aceptó. Al solicitar su mano, se me opusieron dificultades que al principio me parecieron insuperables y entonces el mundo desapareció para nosotros.... El niño es hermoso, sano, y se parece tanto a usted, que muchas veces le prodigo más cariños de hijo que de padre.... Una vez que reciba su perdón y su consentimiento, la Iglesia atará con la bendición sacerdotal, lo que Dios quiso atar con su bendición divina’...............................................................................»

—«¡Edwin!»—exclamó Miguel—«¡Edwin es mi hermano!»

—«Ten calma y sigue.»

—«.........'Le daré mi nombre y mi apellido, y el documento que deba acreditar su estado civil, por el bautismo, no se escribirá en los libros parroquiales hasta que usted lo autorice para una fórmula de completa legitimidad. Mientras tanto, lleva un nombre supuesto: se llama Edwin Phantomton.’»

— «No interrumpas tu lectura, Miguel, Ya sé lo que me quieres decir.»

Miguel continuó.

—«...En el adjunto mapa de Inglaterra, está señalado el pueblo en que ha nacido, y, en el plano del pueblo, el sitio....’»

—«Lo adivinaste, Miguel; Edwin es tu hermano mayor.»

—«Y usted ¿qué hizo?»

—«¿Qué querías que hiciera? Consentí y quedé ardiendo por conocer a mi primer nieto. Al recibir mi carta, tu padre se casó y bautizó a su hijo, que, sin embargo, ha conservado un nombre que no es el suyo.»

—«Pero ¿lo sabe él?»

—«No lo sabe, mas tú se lo dirás. En su fe de bautismo no fue necesario dejar otra constancia relativa a su estado sinó que era hijo de legítimo matrimonio*»

—«Es necesario que Edwin conozca estos pormenores, porque sus derechos de sucesión...»

—«No te ocupes de esos derechos, pues en estos momentos su espíritu está atribulado por ideas de orden superior. Cuando él te escriba, contéstale, y dile una parte de lo que sabes, reservándote lo que no necesita saber. Indícale la fecha de su nacimiento, el lugar en que nació, el día que lo bautizaron y hasta el folio en que se encuentra su fe de bautismo, ratificada por la firma de tu padre, y por los nombres de personas honorables. Cuando él busque la fe de casamiento de sus padres, no la encontrará, porque estaba en una iglesia que se quemó; pero sus padrinos viven, y ellos, que ya no recuerdan fechas, le darán testimonio de la boda también. Tu prudencia es proverbial en la familia, y en este caso delicado no la desmentirás.»

—«Señor, yo estoy dispuesto a ejecutar lo que usted me ordena; pero ¿no le parece que para un alma que tanto sufre, sería un bálsamo celeste el descubrir que tiene hermanos, que tiene una familia, en cuyo seno encontraría un alivio a sus desgracias?»

—«No, Miguel; tu buen corazón, tus nobles sentimientos te inclinan en ese sentido; pero tú no eres padre; tú no sabes lo que es buscar a un hijo.»

—«Pero, ¿mi madre ignora todo esto?»

—«Todo; tu padre le guardó el secreto, que sin duda le habría revelado antes de morir; pero la enfermedad que acabó con su vida fue tan violenta, que no pudo hablar. Observo ahora que vuelves a tus ideas, y deseas saber por qué soy yo y no tu padre quien se te aparece. Abandona esos pensamientos. En presencia el uno del otro, la ternura hubiera oscurecido estas claridades que ahora iluminan tu espíritu. He terminado con Edwin a quien ya conoces. Ahora pasemos a otro asunto. Ya sabes qué clase de afecto es el que Edwin profesa a tu hermana Serafina: al verla, se acuerda de su hijo, lo que es muy natural, como que ella es su hermana. Pero no le sucede a ella otro tanto, y antes de que su amor por Edwin tome caracteres morales de incestuoso, es necesario que dediques todo tu talento a convertirlo gradualmente en fraternal. Ella es discreta y su corazón es como su nombre. Cuando reconozca en Edwin un hermano, haz que lea esta carta, y cuando la haya leído, quémala. Tus otros hermanos tienen por el inglés un afecto sincero, y ninguno de ellos mancharía su pensamiento con exigencias testamentarias. Miguel, mi presencia se debe a la situación de Serafina; sé fuerte como hasta ahora, y prepárate, con ánimo sereno, a recibir, dentro de poco, un rudo golpe de la suerte.....»

—«¡¿Qué cosa, señor?!»

Pero la figura del General había desaparecido y sólo quedaban sobre la mesa los documentos examinados.

Lleno de piedad por la venerable sombra, los ojos de Miguel se anegaron de lágrimas.

Guardó los papeles en la carpeta, los puso en su sitio, y tomando el candelero, bajó al comedor.

Ninguno de nosotros dormía.

— «¿Será indiscreto preguntarte lo que ha ocurrido, Miguel?»

—«Una de las cosas más extraordinarias que ustedes pueden imaginarse. Son mis amigos, y les debo una parte del misterio. Sin embargo, exijo de ustedes el más profundo sigilo, hasta que se presente la oportunidad de revelar lo que voy a decirles. ¡Esas siluetas que tú hiciste y que tanto me preocuparon! Hijo de un matrimonio secreto, Edwin es mi hermano mayor.»

VIII.
En el sepulcro.

Al día siguiente nos preparábamos para una cacería.

El viento pampero de la noche había secado en parte los campos, y aunque se habían formado muchas lagunas y huáicos a causa de los aguaceros, se podía llevar a cabo una campaña contra las perdices que saludaban un sol hermoso de Veranito de San Juan, diamante espléndido que rutilaba sobre el zafiro de un cielo sin nubes.

Cada uno de nosotros tomó por distinto rumbo, y no se oía más que el ruido de los disparos, como si los unos fueran el eco inmediato de los otros.

La topografía del campo nos permitía vernos a cada instante.

Haría dos horas que cazábamos, cuando vimos un jinete que corría en dirección al punto en que se encontraba Miguel, Vimos que echaba pié a tierra, y un momento después montaba Miguel en el caballo del jinete y corría hacia nosotros.

Sucesivamente nos comunicó a todos un telegrama recien llegado:—«Miguel: vente pronto, mamá está muy grave con un ataque repentino—Serafina.»

—«Estaba anunciado; esta enfermedad es el ‘rudo golpe de la suerte' de que me habló anoche el viejo General. Yo me voy ahora mismo, y ustedes pueden quedarse.»

—«Ni pensarlo. Nosotros hemos venido a pasar unos días contigo y la cacería no es más que un pasatiempo secundario. Por otra parte, no será un placer estar aquí quemando pólvora mientras sepamos que un accidente como el que se te anuncia te aflige en la ciudad.»

—«Pero es una locura; siendo esta permanencia en el campo no sólo una distracción sino también un descanso.»

—«No hay descanso que valga, y nos vamos contigo.»

—«Pero yo me voy a caballo, y a todo escape, para alcanzar el tren de las 4.»

—«Haz lo que quieras. Quedándonos de dueños de casa, ya sabremos lo que hay que resolver.»

—«Bueno, compañeros, hasta pronto.»

—«Hasta luego.»

Algunos minutos después, y antes de llegar a la casa, vimos a Miguel que, a todo galope, se dirigía a la estación.

Nosotros tomamos el tren de las 6; a las 9, estábamos en la ciudad.

Arreglarnos y acudir a casa de Miguel fue todo uno.

El caso era de una gravedad extrema, y aunque los médicos habían hecho uso de todo su tacto para decir y no decir su Opinión, el pronóstico se imponía, como se impuso la realidad al día siguiente.

Llantos, gemidos, voces desgarradoras, luto, coronas, visitas, ceremonias fúnebres y sociales, misas, tarjetas... y el silencio de los días siguientes entrecortado por sollozos repentinos y que parecían inagotables.

Poco a poco se derramó, en aquella casa también, el bálsamo del tiempo. Los sollozos se alejaron cada vez más y por último reinó allí una conformidad muda, interrumpida por suspiros que durarían siempre.

Miguel procedió hábilmente en sus comunicaciones a Serafina, después de ofrecer a su dolor el tributo que la Naturaleza reclama. Pensando que ningún sentimiento podría superar en ella al que le causara la muerte de la madre, no quiso esperar que los días amortiguaran su pena, y en uno de esos momentos de expansión fraternal, y recordando la pérdida sufrida, refirió a la joven la escena de la aparición de Nelly, con sus antecedentes, y lo que había sucedido en la torre.

Como su hermano lo había previsto, no produjo en ella una impresión muy honda, por más que fuera grande su sorpresa; y asi, cuando, a fines de Julio, su serenidad dominó al triste recuerdo, cuando fue penetrando ella en los dominios de su estado normal, se ocupó de Edwin en más de una ocasión, hablando del hermano ausente y expresando el deseo de volverle a ver.

No había doblez en el alma de Serafina, y Miguel sintió con todo vigor la seguridad de que, para ella, Edwin era su hermano, por el que ambos se interesaban igualmente.

El dia 25 de Julio, Miguel recibió de España, de Asturias, un telegrama: «Miguel: Caria próxima

Miguel corrió al aposento de Serafina.

—«¿Sabes lo que significa esto?»

—«No.»

—«Edwin ha encontrado a su hijo.»

—«¿Es posible?»

—«Edwin se embarcó el mismo día que llegó de la estancia: pero antes de partir, me dejó una carta de despedida en la que me decía, entre otras cosas: ‘Si encuentro a mi hijo, le haré un telegrama anunciándoselo con las palabras: 'Carta próxima'»

Expresaron ellos su satisfacción con toda ingenuidad y se lanzaron por el mundo de las conjeturas.

¡Cuántas cosas decían aquellas dos palabras! ¡Cuántas escenas de terror habrían precedido al éxito! De todos modos, la carta lo diría. Esta llegó a mediados de Agosto. Decía así:

«Miguel: No es necesario que proceda desordenadamente para referirle mis aventuras, hasta alcanzar un éxito que ni en sueños vi mas rápido. Usted ya lo conoce, Pero voy a tomar los hechos desde el primer momento.

«Al llegar de la estancia, supe que en ese mismo dia salía un vapor inglés para Europa. Arreglé precipitadamente mis asuntos y balijas, y me embarqué.

«A los veintidós días estaba en Southampton, y a las pocas horas en Londres. Inmediatamente fui a ver al médico de casa, y le referí todo lo que ustedes oyeron. El buen Doctor estaba tan sorprendido, que empezó por creerme loco. Pero no tardó en convencerse de que no lo estaba, y aceptó mi propósito de cumplir con la voluntad de Nelly, como único medio de ensayo, para tantear la suerte.—‘¡Oh!'—me dijo—'si no fuera tan grande su justa impaciencia, yo hubiera deseado realizar también el experimento que hicieron sus amigos en la noche del 22 de Junio.'—Le invité a que me acompañara al cementerio, y no pudo negarse a ello. Convinimos en que sería al día, o mas bien, a la noche siguiente. Luego salí de Londres en un tren que, en media hora, me llevó al pueblito que habitábamos y donde se encuentra mi suegro. El excelente viejo me abrazó llorando.—‘Pobre Edwin,'—me dijo— ‘nada de nuevo; no hay una sola noticia de nuestro hijito querido. El señor mi Dios me lo perdonará; pero yo he perdido la fe que tenía en el poder de mi patria. La Reina misma, impresionada de un modo extraordinario por la desaparición del niño, ha escrito con su propia mano una carta que yo he visto en poder del Jefe de Policía, en la que le recomienda la pesquisa de un modo especial. S. M. ha llevado la benevolencia hasta el extremo de po-ner a disposición del Jefe £ 50.000, de su lista civil, y más si fuera necesario. Yo le he ofrecido toda mi fortuna; pero es inútil. Hace más de un año que el niño desapareció y no se encuentra. Estoy loco, Edwin, loco y desesperado.’—‘Señor, yo llego de Sud-América’—le dije—'y en aquel suelo lleno de vida y bajo aquel cielo lleno de azul, he conquistado una nueva esperanza. Tengo la convicción de que vengo a encontrar a mi hijo.'—‘Ojalá no sea una ilusión. Pero escucha, Edwin, tengo que decirte algo muy extraordinario. Dime, antes de salir para Sud-América, ¿revisaste los libros?’—‘No, señor; no era necesario, ni podía pensar en tal cosa. Usted ha recibido nota de mis operaciones en aquel viaje de quince días que precedió a la muerte de Nelly, porque yo se la mandé desde Buenos Ayres.’—‘Bien, aquí está tu libro de Caja. Díme ¿de quién es esta letra?’—‘¡De Nelly!’—‘Esta fecha corresponde a tres días antes de su muerte, y, como ves, la partida es bien clara: Fecha tal. Pava mi uso particular £ 5.000. ¿Para qué quería Nelly 5.000 £?’—'No lo sé, señor.’—‘Desde tres días antes de su muerte, yo no vi más al niño, y ciiando pregunté por él, me dijeron que andaba de paseo. Volví a preguntar, y estaba en casa de una parienta. Al día siguiente Nelly, se enfermó. Lo demás tú lo sabes.’—‘Señor, esto es horrible!’ —‘Supongamos, hijo mío, que Nelly te hubiera hecho robar, o desaparecer a tu hijo; ¿había entre ustedes algún motivo profundo para que tal cosa sucediera?’—Quedé perplejo ante semejante pregunta. De pronto me puse de pié, y en un arrebato insólito, le dije: —‘Señor, dentro de una semana me comprometo a devolverle su nieto. Prepárese usted para esa emoción, como yo estoy preparado para todo.’

«Al otro día fui a visitar al Cura, excelente amigo de infancia y juventud, modesto y amable Reverendo a quien pude apreciar y estimar en Oxford, Le puse en el secreto de mi vida y me ofreció secundar mi plan, A la noche llegó el Doctor. Le había avisado que esperaba en la Iglesia y acudió a ella.—‘¿Tiene influencia la hora?’ preguntó.— ‘No sé; pero, si para ustedes no es inconveniente, yo prefiero que sea lo mas pronto posible.'—‘Estas cosas'—dijo el Cura—‘son de otro mundo, del mundo de las sombras; podemos esperar hasta media noche, lo que será mejor.'—‘Hágase como ustedes lo deseen. Mi resolución es una, y no puedo salir de ella.'

«A media noche, fuimos al cementerio, situado junto a la iglesia, y abriendo el sepulcro en que estaba el féretro de Nelly, penetré resueltamente allí.

«Antes de morir, me había dicho:—‘cuando en una noche negra y lúgubre como mi vida’—y así era la noche. Una vez dentro del sepulcro, sentí ese olor extraño de humedades reconcentradas, con emanaciones amoniacales difusas, y algo fosfóreo y soso, que se vuelve más desagradable cuanto más tenebroso es el recinto. Me acosté junto a! féretro y esperé. Un momento después, oí el quejido lastimero, y sentí que los olores desagradables se disimulaban y se perdían, dominados por un perfume que me era bien conocido. Poco a poco me pareció que el féretro desaparecía y que su lugar era ocupado por un aire tibio y suave, un aire que se condensaba gradualmente y que al fin se materializó del todo. De pronto sentí que un cuerpo estaba a mi lado, pero un cuerpo vivo, templado, cuyo corazón latía, cuyos pulmones respiraban. Nelly, viva, me estrechaba entre sus brazos cariñosos.—‘Al fin, Edwin, al fin has venido! ¡Cuanto te he esperado!’—Y sentí sobre los labios un beso tibio y amoroso.—‘Has sido perjuro, Edwin; en Egipto me olvidaste por una Alinea; en la India por una Bayadera. Lo que he sufrido sin conocer la causa, no podrás saberlo nunca; pero alcanzarás de ello una idea recordando tus íntimos pesares con motivo de la desaparición de nuestro hijo, y también de mi muerte. Al morir nuestra segunda hija, tu espíritu se conturbó y hablaste más de lo que era necesario. Entonces comprendí por qué había experimentado tan hondos sufrimientos durante tu ausencia en Egipto y en la India. Yo he robado a tu hijo; yo he querido hacerte sufrir también, para que comprendieras lo que he padecido. Pero ahora te perdono, Edwin, porque tu dolor ha llegado a su límite. Tres días antes de mi muerte lo puse en manos de una persona que me era adicta, y a la cual entregué 5.000 £, para que el niño no careciera de nada durante el tiempo que estarías sin cumplir mi pedido de agonía. Pero yo sabía bien que vendrías. El Jefe de Policía ha ofrecido grandes cantidades a la persona que le devolviera el niño, y no ha conseguido nada, porque la verdadera fidelidad no se compra con ningún dinero, ni siquiera se dobla ante el poder de una nación como la nuestra. Tu hijo está en España. Llena de horror a causa de mi acción, sobrevino la enfermedad que me dio muerte. En el armario que está en el dormitorio, hay, en la parte superior de adentro, un secreto. Toca el boton y encontrarás todos los documentos. Adiós, Edwin, adiós para siempre! Nunca volverás a sentirme a tu lado, porque viviré en tu corazón. Adiós, Edwin, adiós para siempre!’

«Cesaron las caricias, desvanecióse el cuerpo, y volví a sentir la realidad del sepulcro, con su humedad fria y pesada.

«Me incorporé, abrí la puerta y salí.

«El Doctor y el Cura me esperaban impacientes. Al verlos, les di las gracias, y nos retiramos del cementerio.

«Corrí a casa, di con el secreto, y hallé los papeles. Inmediatamente vine a España y me detuve en Asturias. Rápido como el torrente me dirigí al pueblito que me había señalado Nelly en una carta, y, siguiendo sus indicaciones, encontré a mi hijo, el cual, apenas me hubo visto, corrió a mis brazos gritando: 'Papá! papá!'—En la casa que habitaba, mi retrato estaba en todas partes, junto con el de Nelly, y tal vez por eso me reconoció después de tanto tiempo. La mujer que lo había cuidado era como una segunda madre de Nelly.

Ya he podido dormir a oscuras, sin sobresaltos ni temores. Mi hijo no me abandona un momento.

«Parece que durante el tiempo de nuestra sepación no le hubieran enseñado otra cosa que a acariciarme cuando me viese. Eso debe haber sido orden de la madre. No le describiré mi situación al levantarlo en mis brazos cuando lo vi. Esto lo dejo a su perspicacia.

«Ahora ¿cómo han podido sustraerlo a la astucia de los pesquisantes? Aunque sus facciones tienen mucho de Nelly, los ojos son pardos y tenía el pelo claro; se lo han teñido de negro y le han pintado la cara con una tinta color de gitano. Todo esto se borrará. Le escribo en viaje, y es probable que la carta esté terminada cuando llegue a Londres.

«Llevo dos preocupaciones: la impresión que causará a mi suegro la vista del nieto y también lo que podrá decir el Jefe de Policía cuando se lo presente. Esto es grave, porque yo le prometí no inmiscuirme en el asunto, y también por no haber sido la Policía quien lo encontró.

«¡En Asturias! ¡en un pueblo de montañeses! ¡Parece mentira!

«Otra cosa: mi hijo ha olvidado el inglés, y habla el español, pero con un acento extraño que no es de inglés ni de asturiano, como si tuviera una organización de Argentino........

«Ya estamos en Londres........

«El viejo ha soportado la vista del niño y no ha muerto de emoción,

«He cumplido la palabra que le di. Se lo he entregado antes del plazo.

«Sin querer me he visto hoy en un espejo. Soy otro: bigote y cabellera parecen de nieve.

«A medida que se disuelve mi primera emoción del hallazgo, renace mi dolor y toma cuerpo. Siempre Nelly me ha cumplido sus promesas. Ahora la siento en el corazón.—Edwin».

Inmediatamente, Miguel nos avisó, nos leyó la carta, y dió comienzo a la suya para Edwin.

En ella le decía todo lo que se había convenido, agregando la noticia de su propia desgracia de familia. Comunicábale, además, que sus hermanos todos le esperaban ansiosamente para demostrarle su afecto, y le prometía, para cuando volvieran a verse, una relación minuciosa de lo que había pasado en la torre, donde adquirió la convicción de lo que afirmaba.

Edwin se manifestó perplejo al leer la carta. Pero buscó su fe de bautismo, la halló, y los testigos comprobaron todo.

En su contestación a Miguel le decía:

«Todo lo que rae has escrito es exacto, punto por punto, y pensaré en lo que debo hacer.

«Ahora rae explico muchas cosas; la identidad de nuestros perfiles, la semejanza de mi hijo con Serafina, semejanza que cada día se marca más, y asi también su acento al hablar el español, rasgo de atavismo como su cara. Nuestro padre volvió a Buenos Ayres, quedando aquí mi madre, porque no habría podido soportar el viaje. Un año después, él regresó, muriendo ella al poco tiempo y dejándome al cuidado de personas de su confianza y una suma respetable de dinero para que me atendiesen.

«El, entonces, ha de haber sido ese protector oculto que nunca conocí, pero cuyas cartas conservo. ¡Oh! Miguel, qué cosa extraordinaria! sí, yo he conocido a mi padre; ahora lo recuerdo; yo he visto su retrato en tu casa, y por el retrato reconozco a la persona afectuosa que encontré muchas veces en mi vida. Esto te prueba cómo estaría mi cabeza durante el tiempo que permanecí en Buenos Ayres. Te envío un retrato de mi hijo, y con él y para todos ustedes, cuanto en mi corazón está disponible de cariño, y no ocupado por mi querida, inolvidable Nelly.»

IX.
Serafina.

Cuando llegó el Verano, Miguel y su familia se fueron a la estancia. Los menores se entregaron a sus paseos y correrías habituales, desquitándose de las penurias escolares de los meses transcurridos. Bebían a raudales el aire y el sol del campo, y aunque sus rostros se tostaban a la intemperie, sus cuerpos almacenaban salud para el año siguiente.

Miguel llevó a la torre a Serafina, cierta mañana, y después de hacerle leer la carta de su padre, como lo habla prometido al abuelo, la quemó.

—«¿Sabes, Miguel, que me preocupa una cosa?»

—«¿Cuál?»

—«¿De qué modo se puede justificar, no ya con nosotros, sino con Edwin, la falta de manifestaciones paternales de nuestro padre con su hijo en Inglaterra?»

—«Tienes razón. Pero yo he encontrado una carta suya en la que lo explica por el deseo de encaminar a Edwin dentro de una autonomía casi completa, y observando paso a paso el desarrollo de su energía y de sus aptitudes».

—«¿Y quedará Edwin satisfecho cuando la lea?»

—«No lo sé; pero si ese protector de que nos habló le escribía, él conservaré las cartas, que seguramente son de nuestro padre, y, al comparar el tipo de letra, no tendrá más remedio que reconocerla, y aceptar que aquello podrá haber sido un error, según su propio criterio, pero nunca podrá acusarle de indiferencia. ¿Qué le ha faltado? ¿Las exterioridades del cariño paternal? Si los hijos devolvieran a sus padres los besos que les dieron de chicos, no tendrían tiempo para ello. Además, no olvides que nosotros somos Argentinos y que Edwin es inglés. En materia de manifestaciones de cariño, nosotros somos la antítesis de los pueblos del Norte. No creo que Edwin, después de hallar a su hijo, llorar a Nelly, y recuperar seguramente sus facultades, quiera buscar en ultratumba nuevas causas de disgusto».

—«Cada día que pasa, me parece que todo esto es ilusión; que ustedes han sido víctimas de algún hechizo y que están embrujados».

—«Puedes afirmarlo con toda confianza, porque tu nada has visto: pero yo..... yo que he puesto las manos en la masa, yo que he oído y temblado, y atestiguado tanta maravilla, no puedo negar ahora lo que antes negaba, y dejando que mi vida se deslice como antes, con las mismas creencias y dudas, colocaré todo eso en un paréntesis colosal, por encima del cual saltaré cuando discuta sobre cualquier tópico y haré de cuenta que ha sido un sueño. No pienses, por otra parte, que lo que has oído se rechaza redondamente por todo el mundo. Hay miles, centenares de miles de personas muy razonables en todos los actos de su vida, para quienes la materialización de Nelly, la aparición del General, los gemidos y otros fenómenos más espeluznantes aún, son la realización innegable de un mundo que no conocemos, por haber seguido, en la evolución de nuestro progreso, rumbos que nos han acercado al ideal de lo que llamamos civilización de Occidente; mientras que los indios del Indostan y del Tibet, sin tantos cañones, ni logaritmos, ni telescopios, ni telégrafos, han seguido otro rumbo que los aproxima a la vida espiritual y que realizan en los misterios de sus pagodas y en sus cavernas mil veces seculares. Pero dejemos esto, y hablemos de ti. ¿Te ha dicho algo Roberto?»

—«¿Por qué me lo preguntas?»—dijo Serafina, ruborizándose ligeramente.

—«Siempre he notado que usaba contigo cortesías que no emplea con otras jóvenes tan interesantes como tú».

—«Es verdad. Hace tres años que me obsequia con tal finura, que, a la larga, no tendré más remedio que atenderle. Después que se ha convencido de que Edwin es mi hermano, sus atenciones han recrudecido, Pero volvamos al tema anterior. ¿Qué opinas sobre esas situaciones maravillosas y de lo que se refiere a Nelly?»

—«¿Qué opino? Que Dios te libre para siempre, mi querida hermana, de un histerismo hasta ultratumba

En una tarde calurosa de Diciembre, la familia tomaba el fresco a la sombra del viejo caserón, cuando divisaron un carruaje que se acercaba al galope de los caballos. Veíanse, amontonadas en el pescante, algunas cajas y balijas. Cuando paró, se apearon un caballero de figura arrogante, con bigote y cabellera de nieve, y un niño como de cuatro años.

—«¡Edwin! hermano mío!»—vociferaban todos.

—«¡Qué ricura de muchacho!»

Y el padre y el hijo, confundidos en un solo abrazo, ahogaron su emoción entre el bullicio y las lágrimas.

—«Oh! yo puedo ser feliz todavía!»—pensaba Edwin, mientras un chingolito, posado en la rama de un sauce, dejaba escapar su melodía nocturna, como una evocación al porvenir y una promesa de bendición.

Appendix A

B. A., IV. 15. 95.
FIN.
CC BY-SA 4.0

Holder of rights
Ulrike Henny-Krahmer

Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2024). Collection of 19th Century Spanish-American Novels (1880-1916). Nelly. Nelly. The CLiGS textbox. Ulrike Henny-Krahmer. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-9BD5-2